CATECISMO
DE LA IGLESIA CATÓLICA
SUMARIO:
I. El contexto: 1. Acontecimiento en la historia posconciliar de la Iglesia; 2.
Historia de la redacción. II. El texto: 1. Características formales; 2. Visión
de conjunto; 3. Algunos contenidos en particular; 4. La edición típica. III.
Para el uso del Catecismo: 1. Ver los límites; 2. Ver la totalidad; 3. Ver el
Misterio.
I.
El contexto
El
Catecismo de la Iglesia católica (CCE), cuya elaboración concluyó con la aprobación
pontificia el 25 de junio de 1992, fue promulgado por la constitución
apostólica Fideidepositum, de Juan Pablo II, dada el 11 de octubre de 1992, en
el trigésimo aniversario de la apertura del concilio Vaticano II, y fue
presentado a la Iglesia y al mundo en Roma, los días 7, 8 y 9 de diciembre de
1992, un triduo dotado de especial solemnidad. Casi cinco años más tarde, el 8
de septiembre de 1997, fue presentada también en Roma la edición típica, en
lengua latina, promulgada por la carta apostólica Laetamurmagnopere, que
firmaba el mismo Papa el 15 de agosto de 1997.
Entretanto
habían ido apareciendo las diversas traducciones: la versión francesa, que
había sido la lengua común de los redactores, estuvo en la calle en París ya
antes de la presentación romana; la española y la italiana salían en diciembre
de 1992; la alemana en 1993 y la inglesa en 1994. Desde entonces el CCE ha sido
traducido a treinta lenguas y se cuentan por millones los ejemplares vendidos.
La traducción española ha superado ya el millón de ejemplares.
1.
ACONTECIMIENTO EN LA HISTORIA POSCONCILIAR DE LA IGLESIA. El CCE es un hito
notable en la historia de la catequética. Pero para entenderlo bien hay que
situarlo en el contexto más amplio y general de la historia de la Iglesia.
a)
Del concilio de Trento al Vaticano II. El CCE constituye un importante
acontecimiento eclesial. Al presentarlo el 7 de diciembre de 1992, Juan Pablo
II dijo que su publicación debía «incluirse, sin más, entre los mayores
acontecimientos de la historia reciente de la Iglesia». Por segunda vez en su
historia bimilenaria, la Iglesia se dota a sí misma de un instrumento como
este. El otro caso fue el del llamado Catecismo romano, redactado por mandato
del concilio de Trento y publicado por san Pío V en 1566. Son los dos únicos
catecismos publicados por el Papa para uso de la Iglesia universal. Una breve
comparación de la coyuntura histórica de uno y otro catecismo ayudará a
entender la naturaleza y el sentido del CCE.
El
concilio de Trento ordenó expresamente la confección de un catecismo. Los
reformadores protestantes ya habían escrito sus catecismos. En 1529, Martín
Lutero había dado a la imprenta dos: uno pequeño, para el pueblo, y otro
grande, para los pastores. Juzgaba urgentes estas obras pedagógicas para paliar
la ignorancia en la que fieles y clérigos «habían sido mantenidos por los
papistas». Pero también autores o reformadores católicos habían escrito obras
encaminadas a la instrucción en la fe del pueblo y de los pastores: recordemos
las de Juan de Valdés (1529), Ponce de la Fuente (1543-1548) o san Pedro
Canisio (1555-1559); lo mismo hicieron el sínodo de Colonia (1536) y el de
Petrikau (1551). Era, pues, una necesidad comúnmente sentida la de superar la
extendida ignorancia de la gente y del mismo clero.
Esa
necesidad es la que movió también a los Padres de Trento a pedir la redacción
de un catecismo. La obra doctrinal y reformadora del concilio exigía por sí
misma la instrucción de los creyentes en la fe católica. Pero además, la exigía
también el enorme desafío suscitado por la Reforma protestante. Había que poner
en manos de los pastores un cuerpo doctrinal que recogiera de modo sintético la
fe cristiana tal y como acababa de ser expresada de nuevo por el mismo
concilio. El catecismo había de ser un instrumento pedagógico al servicio de la
identidad de la fe católica en un momento de grave crisis de la misma. El logro
del cardenal san Carlos Borromeo y del equipo de cuatro teólogos que, bajo su
dirección, redactó el Catecismo romano fue conseguir, en aquellas
circunstancias, un texto sin tono polémico, armonioso y elegante. Volveremos
sobre la disposición adoptada por este influyente catecismo.
El
concilio Vaticano II, a diferencia del de Trento, no sólo no pidió la redacción
de ningún catecismo, sino que, cuando se planteó esta posibilidad, no deseó
tomarla en consideración. La opinión contraria a la redacción de un catecismo
oficial para toda la Iglesia predominó hasta comienzos de los años ochenta, y
no sería abandonada hasta el sínodo extraordinario de los obispos que tuvo
lugar en 1985 para celebrar y actualizar el Vaticano II, a los veinte años de
su clausura.
¿Qué
había sucedido en este lapso de tiempo? ¿Por qué pide el sínodo lo que el
concilio había obviado?
Una
de las tareas fundamentales que el concilio había recibido de Juan XXIII era la
de hacer de nuevo accesible la doctriría de la Iglesia, «con toda su fuerza y
belleza» a todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo. La Iglesia se sentía
con energías suficientes para tomar esta iniciativa misionera. Se veía más
impulsada a hacerse entender por el mundo que necesitada de aclararse ella
misma en su propio interior; ni las carencias de formación del clero, ni las
amenazas a la identidad de la fe católica podían compararse con las experimentadas
cuatrocientos años antes, en el momento del concilio de Trento. No parece,
pues, extraño que no se sintiera la necesidad de un instrumento como un
catecismo universal. Es más: no se veía ni siquiera conveniente, pues de lo que
se trataba no era tanto de definir y consolidar la fe cuanto de buscar fórmulas
nuevas para su proposición al mundo, en diálogo abierto con la cultura
contemporánea. Los trabajos y documentos conciliares fueron el primer gran
exponente autorizado de este empeño. Ellos constituyen, en este sentido, «el
gran catecismo de nuestros tiempos», según expresión de Pablo VI, repetida por
Juan Pablo II. Aunque no son propiamente un catecismo, ponen las bases de una
reformulación de la comprensión de la fe y echan a andar o relanzan un proceso
de tanteos y fermentaciones que iban a necesitar su tiempo.
b)
El posconcilio y el sínodo de 1985. Sin embargo, empezaron bien pronto los
intentos de elaborar exposiciones sintéticas de la fe adaptadas a la mentalidad
de nuestros días, a las que se dio el nombre de catecismos. En 1966, al año
siguiente de la clausura del concilio, aparecía el llamado Catecismo holandés,
promovido y publicado por los obispos de aquel país. La gran difusión que
alcanzó en toda la Iglesia y los problemas que planteaba exigieron una
intervención de la Santa Sede. Algunos pensaron que, si no se quería dejar el
campo totalmente libre a nuevos problemas, había llegado ya la hora de un
catecismo universal. Pero justamente las dificultades encontradas por aquel
primer intento particular parecían poner de manifiesto que no se tenían todavía
claves suficientemente maduras para una empresa así. La propuesta de un
catecismo para toda la Iglesia, planteada de nuevo por algunos obispos en el
sínodo de 1967, tampoco prosperó.
Todas
las cosas tienen su kairós, su tiempo. Hay quien ha dicho que el CCE ha llegado
con veinticinco años de retraso. Otros piensan que siempre es demasiado pronto
para lo que no debería darse nunca, y menos aún en un momento que llaman de
involución. El caso es que, además del Directorio general de pastoral
catequética, pedido por el Concilio y publicado en 1971, los catecismos fueron
haciendo su aparición en la Iglesia posconciliar. Hay que recordar en
particular los redactados por las conferencias episcopales para los catecúmenos
de diversas edades, incluso para los adultos. Además, en el ámbito de la
teología también se fueron viendo como posibles y necesarias algunas síntesis
de la fe o cursos básicos, que pusieran al alcance de diversos círculos de
personas instruidas una comprensión de conjunto de la fe cristiana en el
contexto de la cultura actual. Estos y otros intentos de síntesis bíblicas,
ecuménicas, etc. hicieron que desde principios de los años ochenta pareciera
llegado el tiempo de la sedimentación y de la recolección de todo lo sembrado y
puesto en movimiento desde el concilio.
El
tiempo había llegado porque la obra parecía ya posible. Pero además, porque se
iba revelando como cada vez más necesaria. La razón de esta necesidad aparece
claramente detectada por el sínodo extraordinario de 1985, cuando hace el
balance de los veinte años transcurridos desde la clausura del concilio. La
relación final habla de frutos muy grandes y de defectos y dificultades (I, 3).
Las dificultades, especialmente en el llamado primer mundo, parecen resumirlas
los sinodales en la desafección a la Iglesia. La causa fundamental de esta
situación, localizable en el interior de la Iglesia (además del secularismo,
procedente más bien del exterior) la ve el sínodo en «la lectura parcial y
selectiva del concilio y en la interpretación superficial de su doctrina en uno
u otro sentido» (I, 4). La relación se detiene a continuación en diversos
aspectos de la vida de la Iglesia, en los que se aprecia en concreto ese estado
de cosas. Pues bien, bajo el epígrafe «Fuentes de las que vive la Iglesia», se
hace el siguiente grave diagnóstico sobre la evangelización y la catequesis:
«Por todas partes en el mundo, la transmisión de la fe y de los valores morales
que proceden del evangelio a la generación próxima (a los jóvenes) está hoy en
peligro. El conocimiento de la fe y el reconocimiento del orden moral se
reducen frecuentemente a un mínimo. Se requiere, por tanto, un nuevo esfuerzo
en la evangelización y en la catequesis integral y sistemática» (II, B, 2).
Con
el fin de salir al paso de esta nueva necesidad, el sínodo hace en este mismo
epígrafe la famosa sugerencia que iba a acabar siendo llevada a la práctica
siete años después con el CCE: «De modo muy común se desea que se escriba un
catecismo o compendio de toda la doctrina católica, tanto sobre la fe como
sobre la moral, que sea como el punto de referencia para los catecismos y
compendios que se redacten en las diversas regiones. La presentación de la
doctrina debe ser tal que sea bíblica y litúrgica, que ofrezca la doctrina sana
y sea, a la vez, acomodada a la vida actual de los cristianos» (II, B, 4).
Al
hacer esta propuesta, el sínodo está queriendo responder a la situación nueva
creada en los años transcurridos desde el Concilio por las lecturas selectivas
y superficiales de la doctrina conciliar. Aquí, en concreto, se trata, sobre
todo, de la deficiente recepción de la constitución Dei Verbum que ha
conducido, con frecuencia, a una interpretación de la Sagrada Escritura
«separada de la tradición viva de la Iglesia» y de «la interpretación auténtica
del Magisterio» (II, B, 1).
Casi
tres años antes, en una relevante conferencia sobre la catequesis, dictada en
París y Lyon en 1983, el cardenal Ratzinger había apuntado ya al mismo diagnóstico
y a la misma necesidad. En su opinión iba resultando urgente la síntesis de los
contenidos nucleares de la fe, en particular para la catequesis, pues la
«hipertrofia de los métodos» —en expresión del cardenal- está poniendo en
peligro la transmisión de la fe. Lo ilustraba con un ejemplo: «una madre
alemana me contaba un día que un hijo suyo, que iba a la escuela primaria, se
estaba ya iniciando en la cristología de los logia del Señor (un problema de
exégesis), pero que no había oído todavía ni una palabra sobre los siete
sacramentos ni sobre los artículos del credo».
Ratzinger
detectaba la misma necesidad que el sínodo iba a confirmar: hay que arbitrar
instrumentos para proponer de modo articulado los contenidos de la fe de la
Iglesia. Esta ha sido parcelada y disgregada por diversos intentos de
reconstrucción, más o menos históricos o subjetivos. Pero «cada vez que se
estima que es posible relegar en la catequesis la fe de la Iglesia, aunque sólo
sea un poco, bajo el pretexto de extraer de la Escritura un conocimiento más
directo y preciso, se entra en el dominio de la abstracción (...). En estas
condiciones [la catequesis] se reduce a no ser más que una teoría entre otras,
un poder semejante a los demás; ya no puede ser estudio y recepción de la verdadera
vida, de la vida eterna».
Pues
bien, esos instrumentos doctrinales integradores no había que inventarlos: son
aquellos que reflejan en la catequesis la dinámica misma de la vida de la fe,
que es profesada, celebrada, traducida en obras y ejercitada en la oración. He
ahí, en general, lo que aportan los catecismos, tanto protestantes como
católicos. Esa era, precisamente, la estructuración del Catecismo romano, que
ve en esas cuatro grandes piezas de la catequesis auténticos lugares
teológicos, desde los que acoger y transmitir la revelación de Dios en
Jesucristo.
2.
HISTORIA DE LA REDACCIÓN. Los tiempos parecían, pues, maduros, y el sínodo de
1985, acontecimiento colegial especial que reunía también a los presidentes de
todas las conferencias episcopales, formula la sugerencia de «que se escriba un
catecismo o compendio».
a)
Organos de trabajo. Juan Pablo II hizo suya esta sugerencia ya al concluir la
asamblea sinodal y, a los seis meses, el 10 de junio de 1986, nombraba una
comisión pontificia encargada de presidir la elaboración de dicho libro. Los
miembros de la comisión eran doce: cinco cardenales de la curia romana y seis
arzobispos y un obispo de todas las partes del mundo. El cardenal J. Ratzinger,
prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, a quien se encargaba la
presidencia de la comisión y los cardenales prefectos W. W. Baum (Educación
cristiana); S. Lourdusamy (Iglesias orientales); J. Tomko (Evangelización de
los pueblos), y A. Inocenti (Clero); además, el card. B. Law, arzobispo de
Boston (USA); J. Stroba, arzobispo de Poznan (Polonia); N. Edelby, arzobispo
greco-melquita de Alepo (Siria); H. S. D'Souza, arzobispo de Calcuta (India);
I. de Souza, arzobispo coad. de Cotonou (Benin); J. Schotte, arzobispo
secretario general del sínodo, y F. S. Benítez Avalos, obispo de Villarica
(Paraguay).
La
comisión pontificia se reúne por primera vez el 15 de noviembre de 1986. El
Papa les recuerda el encargo del sínodo y, remitiendo a la conferencia del
card. Ratzinger de 1983 en Lyon y París, les habla de que el género catecismo
es algo irrenunciable ciable en la labor catequética, ya que su «estructura
fundamental» es tan antigua como el catecumenado, es decir, como la Iglesia
misma.
Para
llevar adelante el trabajo que se le ha encomendado, la comisión se dota de un
secretariado, de un comité de redacción y de un colegio de consultores. Este
último estará compuesto por cuarenta teólogos elegidos en función de sus
especialidades y de su pertenencia a culturas y lenguas diversas. El comité de
redacción, cuyo nombramiento se hará oficial en julio de 1987, quedó integrado
por los siguientes siete prelados residenciales: J. M. Estepa, arzobispo
castrense de España; J. Honoré, arzobispo de Tours (Francia); D. Konstant,
obispo de Leeds (Gran Bretaña); E. E. Karlic, obispo de Paraná (Argentina); W.
Levada, arzobispo de Portland (EE.UU.); A. Maggiolini, obispo de Carpi (Italia)
y J. Medina Estévez, auxiliar de Rancagua (Chile). El secretariado fue
encomendado a colaboradores de la Congregación para la doctrina de la fe y a su
frente se puso al dominico, profesor de Friburgo, Christoph von Schánborn.
b)
Fases de elaboración. El trabajo de elaboración del CCE se prolongó algo más de
cinco años: de enero de 1987 a febrero de 1992. En este tiempo se pueden distinguir
tres fases principales:
Fase
inicial (de enero de 1987 a noviembre de 1989): desde la primera reunión del
comité de redacción, hasta que se consigue un texto que parece suficientemente
maduro como para ser sometido a consulta de todos los obispos del mundo, el
llamado Proyecto revisado. El texto fue presentado tres veces a la comisión
pontificia (mayo de 1987; mayo 1988 y febrero de 1989). A los cuarenta teólogos
consultores se les envió después de la revisión de mayo de 1988. En este tiempo
se toman dos decisiones importantes: la división cuatripartita del conjunto:
credo, sacramentos, preceptos y, además, un epílogo sobre el padrenuestro, no
previsto en las líneas básicas dadas en noviembre de 1986 por la comisión
pontificia, y la opción por el credo de los apóstoles como base de la primera
parte.
Fase
central (de noviembre de 1989 a noviembre de 1990): se consulta al episcopado
mundial y, sobre la base de las observaciones recibidas, la comisión da las
últimas orientaciones para el trabajo. Del Proyecto revisado se imprimen unos
cinco mil ejemplares, en francés, inglés, español y alemán y se envían, a
primeros de diciembre de 1989, a todos los obispos. Las respuestas recibidas
son elaboradas por el secretariado y estudiadas luego por el comité de redacción
en la reunión celebrada en Frascati del 1 al 14 de julio de 1990. En el sínodo
de los obispos de octubre de 1990, el cardenal Ratzinger da cuenta de los
resultados de la consulta: desde el punto de vista cuantitativo, el conjunto de
las respuestas (obispos particulares, 798; grupos, 25=1092 obispos;
Conferencias episcopales, 28) cubre alrededor de un tercio del episcopado y
representan globalmente las grandes áreas geográficas. Cualitativamente el
juicio global expresado en esas respuestas se distribuye como sigue: el 18,6%
estiman el Proyecto revisado como «muy bueno»; el 54,7% lo consideran «bueno»;
el 18,2% lo ven «satisfactorio con reservas»; el 5,8% lo juzga de manera «algo
negativa» y el 2,7% lo descarta como «inaceptable».
Los
juicios negativos no llegaban, en conjunto, al 10%. Se podía considerar, por
tanto, que el episcopado confirmaba la idea lanzada por el sínodo de 1985 y
que, además, aceptaba el texto que se le había presentado, al menos tomo base
para seguir trabajando sobre él hacia la consecución de un texto definitivo.
Las
cuestiones más recurrentes, entre los 24.000 modi que se catalogaron, fueron
las siguientes: 1) La finalidad misma del libro y su título; 2) La articulación
del texto de acuerdo con la jerarquía de verdades; 3) El uso de la Sagrada
Escritura; 4) Las referencias al Vaticano II; 5) Sobre las formulaciones «en
breve»; 6) Sobre las religiones no cristianas; 7) La exposición de la moral
cristiana; 8) Sobre el epílogo acerca del padrenuestro; 9) Diversas lagunas
concretas que rellenar.
Según
el Informe de Ratzinger, la comisión pontificia, en su reunión de septiembre de
1990, a la vista de las cuestiones planteadas por el episcopado, se pronuncia
del modo siguiente: 1) En favor del título «Catecismo», entendido analógicamente;
2) Se explicará en el Prefacio del CCE que la jerarquía de verdades es
entendida como sinfonía de la doctrina articulada en la estructura
cuatripartita; 3) La Dei Verbum inspirará el uso de la Sagrada Escritura, que
será examinado por un grupo mixto de teólogos y exegetas; 4) Se dará más
relevancia a algunos documentos del concilio, como Ad gentes,
Apostolicamactuositatem, Gaudium et spes y Sacrosanctumconcilium; 5) Se
mantendrán los «en breve» para recodar la necesidad de elementos de
memorización en los catecismos; 6) Se modificará la presentación de las
religiones no cristianas; 7) Se hará una revisión general de la parte dedicada
a la moral; 8) El Epílogo se transformará en una cuarta parte sobre la oración
cristiana.
Fase
final (de noviembre de 1990 a febrero de 1992): sobre la base de las anteriores
indicaciones de la comisión, se va perfilando el texto en cuatro borradores
sucesivos a lo largo del año de 1991: marzo, mayo, agosto y diciembre. La
comisión lo evalúa en octubre de 1991 y, por fin, el 14 de febrero de 1992,
aprueba por unanimidad el Proyecto definitivo, que es sometido al juicio del
Papa. Juan Pablo II hace algunas observaciones, incorporadas a la décima
redacción del Catecismo, que es puesto de nuevo en manos del Santo Padre el 30 de
abril de 1992, fiesta de san Pío V, el papa del Catecismo romano. El 25 de
junio de 1992 tiene lugar la aprobación oficial pontificia del CCE.
II.
El texto
La
mirada que acabamos de echar al contexto en el que surge, se impone y se lleva
a la práctica la idea del Catecismo, nos ayuda ahora a entender de qué texto se
trata: cuáles son sus características formales y los rasgos principales de su
contenido.
1.
CARACTERÍSTICAS FORMALES. a) Autor y autoridad. El CCE no es más que un
catecismo, pero no es un catecismo más. No es más que un catecismo puesto que
«cada punto de la doctrina que propone, no tiene otra autoridad sino la que ya
posee». El Catecismo «no es una especie de nuevo superdogma»1. Es un libro que
tiene sus fuentes: la Sagrada Escritura, el magisterio de la Iglesia, la
liturgia, los santos. De estas fuentes dimana el diverso grado de autoridad
doctrinal de cada una de las proposiciones del Catecismo, que doctrinalmente no
añade nada a dicha autoridad originaria.
Pero
el CCE no es un catecismo más, porque no es el catecismo de un determinado
autor privado, ni siquiera el de un autor o autores que hubieran obtenido un
especial refrendo de alguna autoridad eclesiástica, como un obispo, o un sínodo
diocesano, etc. Es un catecismo de autoridad casi única, sólo comparable a la
del Catecismo romano, porque ha sido publicado «en virtud de la autoridad
apostólica» del mismo Papa, quien lo reconoce y presenta a toda la Iglesia
«como un instrumento válido y autorizado al servicio de la comunión eclesial» y
como «texto de referencia seguro y auténtico para la enseñanza de la doctrina
católica»2.
A
diferencia del otro catecismo publicado por un papa, el Catecismo romano, el
CCE, por razón de su autor, no es romano; su autor es el episcopado mundial, en
varios sentidos: 1) porque la idea de su publicación partió del sínodo
extraordinario de los obispos de 1985; 2) porque la responsabilidad de su
elaboración fue llevada por una comisión de doce prelados de todo el mundo; 3)
porque la materialidad de su redacción estuvo a cargo de los siete obispos
miembros del comité de redacción, que la llevaron a cabo en sus respectivas
sedes residenciales3; 4) porque cada uno de los obispos del orbe fue consultado
y la voz de una tercera parte de ellos se dejó oír.
Jurídicamente
el CCE es una obra pontificia; materialmente es una obra del colegio de los
obispos con su cabeza. «No hay ningún otro texto posconciliar que repose sobre
una base tan amplia»4. Esta complejidad y peculiaridad de su autoría avala la
autoridad que le atribuye el Papa en los textos ya citados de la constitución
Fideidepositum y lo presenta realmente como lo que su título señala: el
catecismo «de la Iglesia católica». Por tanto, dentro de sus límites propios,
el CCE «refleja lo que es la enseñanza de la Iglesia; rechazarlo en su conjunto
significa separarse inequívocamente de la fe y de la enseñanza de la Iglesia»5.
b)
Destinatarios y finalidad. El CCE no es un catecismo destinado directamente a
los catecúmenos. No es, según la terminología clásica, un catecismo minor. Es
un catecismo maior, para los responsables de la tarea catequética. Sus
principales destinatarios son, por tanto, los obispos. Este instrumento tiene
para ellos la finalidad de ayudarles, en general, a «reforzar los vínculos de
unidad en la misma fe» en su servicio a la Palabra «y muy particularmente para
la composición de los catecismos locales»6. Al presentar la edición típica, en
septiembre de 1997, Juan Pablo II insistía en que «es necesario, donde aún no
se haya hecho, proceder a la elaboración de catecismos nuevos que, al mismo
tiempo que presenten íntegramente el contenido doctrinal del CCE, privilegien
itinerarios educativos diferenciados y articulados, de acuerdo con las
expectativas de los destinatarios». Porque un catecismo maior no sustituye a un
catecismo minor. Y, además, porque un catecismo para toda la Iglesia ha de ser
traducido en el lenguaje más cercano de cada lugar.
En
el mismo discurso de 1997 el Papa deja bien claro que, aunque los obispos sean
los principales destinatarios del Catecismo, ninguno de los fieles ha de
sentirse excluido: presbíteros, catequistas, familias, teólogos, incluso
«cuantos no creen en absoluto o ya no creen», todos pueden encontrar en el
Catecismo una valiosa ilustración de «lo que la Iglesia católica cree y procura
vivir».
Parece,
pues, clara una doble finalidad principal del CCE. Por un lado, y en general,
ofrecer a todos una síntesis armónica de la fe católica en su conjunto; en este
sentido su utilidad es amplísima: desde instrumento para la formación
permanente de sacerdotes, catequistas, etc., hasta libro de consulta esporádica
para la familia o el interesado por las cuestiones de la Iglesia, sin excluir
su utilización para la oración personal o para la predicación. Por otro lado, y
en particular, el CCE está destinado a promocionar el género catecismo. Se
espera que, bajo su inspiración, se relance la confección de buenos catecismos,
tanto por el rigor doctrinal de sus contenidos como por su adaptación a lugares
y personas.
La
finalidad más genérica, de ayuda para el ministerio de la Palabra, así como la
más específica, de dinamización catequética, vienen sustentadas por la
confianza en la inteligibilidad universal de la única fe de la Iglesia a la que
se quiere servir. Algunos piensan que un catecismo para toda la Iglesia no
podrá ser nunca bueno porque no estará inculturado; o, mejor, porque no podrá
evitar una determinada inculturación (romana, por ejemplo) que, más o menos
inconscientemente, tenderá a imponerse en otros ámbitos culturales. Los
redactores manifiestan haber sido conscientes de este problema. La gran
cantidad y multiplicidad de voces que han intervenido en la elaboración del CCE
ha pretendido justamente ser reflejo, más que de una pluralidad de puntos de
vista, de la sinfonía de la fe, es decir, de su sonido unísono, que no
monotono, en la Iglesia extendida por todo el mundo. La sinfonía pide y exige
ser interpretada siempre de nuevo en cada lugar. Y no sonará nunca exactamente
de la misma manera. Pero será identificable como la misma: la única fe de la
Iglesia. Esta es la finalidad última del CCE, en su doble aspecto genérico y
catequético: ser instrumento de la unidad y comunión en la misma fe.
En
la inevitable y fructífera tensión entre los dos polos de la unidad y verdad de
la fe anunciada, por un lado, y de la pluralidad de situaciones y de métodos,
por otro, el Catecismo está al servicio del primer polo en este momento de la
historia posconciliar de la Iglesia. De modo análogo, por cierto, a como sirven
también a la unidad en la verdad la misma Sagrada Escritura o los documentos
del Vaticano II. En su nivel de catecismo de la Iglesia, el CCE, se presenta
hoy como instrumento auténtico de la comunión en la diversidad. Esa es su
finalidad, apoyada en la certeza de que sólo de un cierto lenguaje común puede
surgir la comunión, y sustentada en la confianza de que ese lenguaje común
sobre los contenidos de la fe es posible.
2.
VISIÓN DE CONJUNTO. Será útil tener a la vista el armazón fundamental del CCE y
comentar lo que en él pertenece a la tradición de los catecismos y lo que
significa innovación. El esquema general es el siguiente: I. La profesión de la
fe (228 páginas): 1° Sección: «Creo-creemos»: C. 1: El hombre es «capaz» de
Dios; C. 2: Dios al encuentro del hombre; C. 3: La respuesta del hombre a Dios;
2° Sección: Los símbolos de la fe: C. 1: Creo en Dios Padre; C. 2: Creo en
Jesucristo, Hijo único de Dios; C. 3: Creo en el Espíritu Santo. II. La
celebración del misterio cristiano (138 páginas): 1 ° Sección: La economía sacramental:
C. 1: El misterio pascual en el tiempo de la Iglesia; C. 2: La celebración
sacramental del misterio pascual; 2° Sección: Los siete sacramentos de la
Iglesia; C. 1: Los sacramentos de la iniciación cristiana; C. 2: Los
sacramentos de curación; C. 3: Los sacramentos al servicio de la comunidad.
III. La vida en Cristo (168 páginas): 1 ° Sección: La vocación del hombre: la
vida en el Espíritu; C. 1: La dignidad de la persona humana; C. 2: La comunidad
humana; C. 3: La salvación de Dios: la ley y la gracia; 2° Sección: Los diez
mandamientos: C. 1: «Amarás al Señor, tu Dios,...»; C. 2: «Amarás a tu prójimo
como a ti mismo». IV. La oración cristiana (74 páginas): 1 ° Sección: La
oración en la vida cristiana: C. 1: La revelación de la oración; C. 2: La tradición
de la oración; C. 3: La vida de oración; 2° Sección: La oración del Señor: el
«Padrenuestro».
a)
La tradicional estructura cuatripartita. Los catecismos surgidos después del
Vaticano II presentan articulaciones diversas. Muchos de ellos aparecen organizados
en torno a distintas ideas matrices o hilos conductores que vertebran la
exposición: por ejemplo, la idea de alianza o la de reino de Dios. Estas
opciones suponen una determinada preferencia teológica que puede ser muy
certera y muy apropiada en un determinado momento o lugar, pero que no deja de
estar condicionada por coordenadas espaciales, temporales o de escuela. Los
redactores del CCE quisieron evitar estos condicionamientos tratando de buscar
la mayor universalidad y permanencia posible. Si el Catecismo no había de
adoptar ninguna perspectiva global particular, se imponía, como lo más cercano
a ese ideal, el esquema tradicional de los catecismos o las llamadas cuatro
piezas fundamentales de la catequesis: el credo, los sacramentos, los mandamientos
y la oración dominical. Estas piezas son —como hemos dicho— incluso más
antiguas que el mismo libro «catecismo», se remontan a las primeras catequesis
de la Iglesia, atestiguadas por los Padres. Al articularse en torno a ellas, el
libro pierde algo en unidad sistemática, pero gana en universalidad y en
practicidad.
En
efecto, la división cuatripartita remite a los elementos más universales de la
vida de la Iglesia, como son el símbolo de la fe, los sacramentos, los
mandamientos y la oración dominical. Son cuatro columnas de la doctrina
cristiana que podrán ser abordadas de una o de otra manera por las diversas
teologías, pero que no podrán faltar en ninguna: son obligados lugares
teológicos, en cuanto a que remiten inmediatamente a las mismas fuentes
reveladas de la fe, que es, a un tiempo, creída, celebrada, vivida y orada.
Además
de universales, estos cuatro lugares son prácticos, es decir, vienen ligados a
la práctica eclesial de la fe: el símbolo no es un mero compendio doctrinal;
es, ante todo, la expresión de la fe en la que el catecúmeno es bautizado; los
sacramentos son la fuente de la que brota día a día la vida pascual de la
Iglesia y de cada fiel; los mandamientos señalan los caminos de la caridad; la
oración expresa la confiada esperanza de la transformación escatológica de este
mundo.
La
estructura cuatripartita del Catecismo no es, tal vez, la más propia de un
tratado sistemático, pero es muy apropiada para una comprensión global del
conjunto de la fe en clave práctica, es decir, no sólo para ser entendida en su
coherencia y organicidad, sino también para ser asumida como vida propia. Las
cuatro partes del Catecismo enseñan la doctrina de la fe mostrando, al mismo
tiempo, sus implicaciones en sus cuatro realizaciones vitales fundamentales. De
ahí que la estructura del CCE no sea tan estática como pudiera parecer a
primera vista. Sus cuatro partes no son cuatro compartimentos estancos; desde
dentro de cada una de ellas hay una llamada permanente a las otras tres. Lo
ponen pedagógicamente de relieve la multitud de referencias cruzadas que se han
puesto en los márgenes del texto.
b)
Las novedosas «primeras secciones». Mientras que las cuatro piezas
fundamentales de la catequesis han dado lugar a una estructuración
cuatripartita tradicional, el CCE aporta como nuevo a la articulación del texto
la división de cada una de sus partes en dos secciones. En nuestra opinión,
esta novedad pone muy significativamente de relieve cómo el CCE es —según
pidieron los Padres del sínodo de 1985— un catecismo «adaptado a la vida actual
de los cristianos».
En
efecto, la situación actual de los cristianos es tenida en cuenta a lo largo
del texto en múltiples lugares: no sólo donde se habla expresamente de
cuestiones o contextos nuevos, como son los que plantean a la vida moral las
nuevas coyunturas sociopolíticas o las nuevas posibilidades ofrecidas por la
ciencia y la técnica. A esto responden la reflexión sobre idolatrías actuales y
sobre el ateísmo y el agnosticismo (2113-2128), los nuevos planteamientos de la
ética de la vida y de la paz (2263-2317), de la familia (2360-2391) y de la
doctrina social de la Iglesia (2419-2449), etc. Además, la atención a la
situación actual se extiende también a la comunidad eclesial, con sus nuevos
puntos de vista teológicos, exegéticos y ecuménicos, a los que el Vaticano II
ha dado cauce y reconocimiento. Así, por ejemplo, el CCE plantea de modo
renovado la cuestión del hombre sobre la base de su único fin sobrenatural
(356, 367, 618), el sentido sacrificial de la muerte de Cristo a la luz de toda
la vida de Jesús como ofrenda al Padre (574-655), la comprensión inclusiva de
la catolicidad de la Iglesia en su relación con los no católicos y los
creyentes no cristianos (836-848), el matrimonio como comunión de vida y amor
(1603ss.), etc.
Pero
más allá de estos y otros muchos importantes temas en los que la novedad de la
situación de la Iglesia y del mundo ha exigido nuevas formulaciones y
planteamientos, es el mismo ritmo binario de la estructura de cada parte del
CCE en dos secciones el que marca una notable novedad en la estructura del
libro. Estas primeras secciones son una especie de amplias introducciones en
las que se da cuenta del modo en el que la temática de cada una de las partes
viene referida al ser humano en cuanto sujeto de la fe. El Catecismo romano no
vio necesaria esta referencia inicial al sujeto. Hoy, después del llamado giro
antropológico de nuestra cultura moderna, se comprende que el CCE haya
introducido esta innovación. Este es el rasgo más marcado de inculturación del
Catecismo. Los redactores sopesaron las razones que hablaban en favor de hacer
partir la exposición desde abajo, es decir, desde una descripción de la
situación en la que se hallan el hombre y la mujer a quienes se dirige hoy la
palabra del evangelio. La tarea se mostraba imposible si se quería escribir un
catecismo para toda la Iglesia, pues las situaciones concretas son, en
realidad, muy diversas en las distintas áreas geográficas y/o culturales del
planeta. La inculturación más concreta debía quedar para los catecismos
locales. Con todo, el CCE, al introducir las secciones de las que hablamos,
muestra haber asumido el rasgo moderno de referencia al sujeto como elemento de
un nuevo modo de ver las cosas: es, en este sentido, un catecismo inculturado.
–
La primera sección de la primera parte recoge temas de la llamada teología
fundamental que, como es sabido, se han desarrollado en la Edad moderna como
capítulos amplios de la teología: la revelación y sus fuentes, la fe y su
análisis. Es decir, desarrollos en torno al modo como accedemos al credo
—objeto de esta primera parte del CCE—, cómo nos llega, cómo lo hacemos propio.
No será fácil determinar qué ha sido antes: si el desenvolvimiento teológico de
estos temas en el contexto de las disputas confesionales consiguientes a la
Reforma protestante o el desarrollo de la conciencia moderna de la
subjetividad; porque se trata de factores que se potenciaron mutuamente.
–
La sección primera de la segunda parte, sobre la «economía sacramental», recoge
la más reciente teología sobre la Iglesia como «sacramento de la acción de
Jesucristo» (1118). Con ella se da razón del ámbito en el que el hombre de hoy
vive aquello que cree como revelado en Jesucristo (frente al individualismo) y
se pone en su lugar la dimensión histórica de la liturgia de la Iglesia,
vinculada al acontecimiento pascual (frente al naturalismo). Sólo después de
esta explicación de la economía sacramental, que hace presente hoy para cada
hombre el misterio revelado en Jesucristo, se pasa a hablar de cada uno de los
sacramentos.
—
La referencia al sujeto es más evidente aún en la sección primera de la parte
tercera. Bajo el título de «La vocación del hombre: la vida en el Espíritu», se
pone de manifiesto que los mandamientos —de los que tratará la sección segunda—
hay que entenderlos desde y para la persona humana (c. 1); y que la persona,
por su parte, no se entiende si no es en relación a la comunidad humana (c. 2)
y, ante todo, si no es bajo la acción del Dios de la gracia (c. 3). La parte
moral del CCE no se reduce, pues, como en el caso del Catecismo romano, a un
comentario de los mandamientos, sino que se abre con una explicación de las
condiciones subjetivas que posibilitan tanto el cumplimiento cabal como la
intelección adecuada de ellos.
—
Incluso la sección primera de la parte cuarta tiene un tono muy distinto de las
consideraciones del Catecismo romano acerca del qué, el porqué y el cómo de la
oración. No sólo porque al hablar del combate de la oración se aluda a las
dificultades propias de nuestro tiempo en este campo (2727), sino, sobre todo,
porque se habla con amplitud de la revelación de la oración (c. 1), es decir,
de nuevo de las condiciones de posibilidad, en este caso, de la vida de
oración.
3.
ALGUNOS CONTENIDOS EN PARTICULAR. Lo que acabamos de decir no ha de inducir a
engaño. El CCE tiene muy en cuenta la subjetividad, pero no se siente en
absoluto tributario de ella. Al contrario, es un texto doctrinal y consciente
de la importancia de la doctrina (cf 23 y 170) como patrimonio recibido que hay
que transmitir. No por doctrinarismo, sino por realismo. Ya hemos hablado de la
estructura nada doctrinarista del Catecismo, que se halla más orientada a la
práctica que al sistema. Pero las proposiciones doctrinales son importantes
porque remiten a una realidad no reductible al sujeto o a la conciencia: en
nuestro caso, al acontecimiento de la revelación en Jesucristo. La fe tiene que
poder expresarse en proposiciones si es que no ha de diluirse en meras
experiencias personales o culturales y si es que ha de poder distinguirse de
otras formas de fe como fe cristiana. Hemos visto también más arriba cómo esta
preocupación por la identidad de la fe y de la vida cristiana está en el origen
de la empresa del Catecismo. Pues bien, enumeremos siquiera algunos de los
contenidos doctrinales más relevantes del CCE.
a)
La primera parte es la más amplia: casi el 40% de la obra. Es una proporción
adecuada al interés doctrinal del Catecismo, ya que es aquí donde se presenta
el corazón de la fe en cuanto autorrevelación del mismo Dios. Para ello se
adopta, siguiendo el credo, una estructura trinitaria: no en vano es reconocida
la doctrina de la Trinidad Santa como «la enseñanza más fundamental y esencial
en la jerarquía de las verdades de la fe» (234). La visión trinitaria será
también, por eso, determinante de las otras tres partes del Catecismo: la
liturgia es obra de la Trinidad (1077-1083); la vida cristiana es una vida
desde el Dios trino (1693-1695); la oración es también en y al mismo Dios,
Padre, Hijo y Espíritu (2664-2672). Pero es al explicar el credo cuando se
ponen las bases de esa visión de Dios que informa toda la vida cristiana y que
ha sido posibilitada por Dios mismo en su revelación en Jesucristo y por el
Espíritu Santo.
El
CCE se centra en la Trinidad porque es cristocéntrico: «En la catequesis lo que
se enseña es a Cristo (...); el único que enseña es Cristo» (427). El es el
gran sacramento en el que Dios mismo se nos manifiesta (515); la liturgia es la
obra del Cristo glorioso que sigue actuando en su Iglesia, por medio de su
Santo Espíritu (1084-1109), para la curación y salvación del hombre (1116); así
es como se hace posible la vida en Cristo, es decir, su seguimiento verdadero
(1694-1698), y que la oración, en cuanto comunión con Cristo, tenga las mismas
dimensiones que su amor (2565).
Conviene
subrayar algunos temas particulares de la primera parte: la «importancia
capital» (282) de la catequesis sobre la creación, que es presentada como
«fundamento de todos los designios salvíficos de Dios» (280) y, por tanto, como
«obra de la Santísima Trinidad» (290ss.); la presentación de la resurrección
como «la verdad culminante de nuestra fe en Cristo» (638), pero no como punto
de llegada de una cristología puramente desde abajo ni como punto de partida de
una cristología meramente desde arriba, sino como supremo y sin par punto de
conexión de la historia humana con el Dios trascendente; la explicación de la
realidad de la Iglesia en íntima conexión con los artículos sobre Cristo y sobre
el Espíritu «para no confundir a Dios con sus obras» (750) y para poder
entender bien en qué sentido no hay salvación fuera de ella (846).
b)
La segunda parte aparece muy estrechamente ligada a la primera, pues en ella se
presenta la liturgia de la Iglesia como la obra actual del Dios trino en cuanto
encaminada a la salvación y santificación de cada uno de los hombres. Las dos
primeras partes del CCE, que suman ellas solas dos tercios de la extensión de
la obra, ponen de manifiesto, en conjunto, algo de fundamental importancia, que
debería quedar claro en la catequesis: es Dios quien sale al encuentro de los
hombres en su Palabra y en los sacramentos. La vida moral y la vida de oración
serán respuesta a la iniciativa divina.
Además
del carácter trinitario, y en particular pneumatológico, del tratamiento de los
sacramentos conviene subrayar su óptica mistagógica y su sensibilidad para el
rito oriental. El sentido de los sacramentos es expuesto a partir de sus
elementos celebrativos, que aparecen como camino introductorio al misterio de
salvación y santificación que celebran. La atención a los ritos orientales
ayuda a comprender mejor el mismo misterio. Por otro lado, la clasificación
empleada (sacramentos de iniciación, de curación y de la comunidad) es fundamentalmente
pedagógica y no deberá hacer perder de vista que «todos los sacramentos están
unidos a la eucaristía y a ella se ordenan» (1324).
c)
La tercera parte articula las diversas cuestiones concretas de la vida moral en
el marco tradicional del decálogo. Pero el decálogo, por su parte, no es
presentado como el marco último de la vida moral cristiana. Esto hubiera dado
lugar a una moral del precepto y la obligación. El marco viene dado, más bien,
por la ley nueva, es decir, por la ley interior de la gracia, del amor, de la
libertad y del Espíritu Santo (1972). Por eso, antes que de los mandamientos se
habla, en la sección primera, del deseo de felicidad y de la bienaventuranza
cristiana, de la libertad, de la pasión natural y de las virtudes que la orientan
al amor. Es decir, que el marco más abarcante de la moral cristiana es «la
pertenencia a Dios instituida por la alianza» (2062) o, como ya hemos dicho, el
seguimiento de Cristo (2053). El decálogo, por tanto, es interpretado a la luz
del «doble y único mandamiento de la caridad» (2055).
Pero
la moral cristiana no es sólo para los cristianos, no es una moral de gueto; su
fundamento no se halla en las disposiciones más o menos sabias de un profeta
inspirado a quien siguen los suyos. El Espíritu Santo, más bien, conduce a los
seguidores de Jesucristo a la verdad del propio ser del hombre en la que
radican las pautas del hacer verdaderamente humano, que no permanecen nunca del
todo ignoradas por ningún ser racional. La moral cristiana es, por eso, tan específica
como universal. Porque la ley nueva asume y perfecciona la Ley natural. El CCE
sale al paso de la posible confusión de ley moral natural con ley de la
naturaleza: aquella «se llama natural no por referencia a la naturaleza de los
seres irracionales, sino porque la razón que la proclama pertenece propiamente
a la naturaleza humana» (1995).
En
cuanto a los contenidos concretos de la moral, el CCE no hace sino referir
sintéticamente la doctrina de la Iglesia. Sobre la cuestión de la pena de
muerte, que resultó tan controvertida, véase lo que decimos más abajo al hablar
de la edición típica.
d)
La cuarta parte está planteada como una introducción práctica a la vida de
oración, sin perder de vista el adecuado enfoque doctrinal que ha de suponer.
Porque «el misterio de la fe exige que los fieles crean en él, lo celebren y
vivan de él en una relación viviente y personal con Dios vivo y verdadero. Esta
relación es la oración» (2558). Dicho objetivo se logra, ante todo, mediante la
introducción en la revelación trinitaria de la oración, pero también
recurriendo a la experiencia orante de los santos y de la tradición espiritual,
tanto de oriente como de occidente. El padrenuestro es meditado como «resumen
de todo el evangelio» (2761). Y la oración a María es presentada, en una
perspectiva hondamente ecuménica, como comunión (2673) con aquella que es pura
transparencia de Cristo, la que «nos muestra el camino (Hodoghitria) (2674).
4.
LA EDICIÓN TÍPICA. Juan Pablo II presentó oficialmente el 8 de septiembre de 1997
el que denominó «texto definitivo y normativo» del CCE. Está redactado en un
latín claro y fluido, bajo el título de CatechismusCatholicaeEcclesiae. Según
la Carta apostólica que lo promulga, el texto latino típico «repite fielmente
la doctrina» del que fuera publicado en 1992. Se esperó cinco años para
redactar el texto definitivo con el fin de poder incorporar las mejoras que,
sin duda, serían propuestas después de un tiempo de utilización del CCE en las
diversas lenguas. Esas mejoras afectan a la claridad y precisión en la
formulación de la doctrina. Veamos el caso más llamativo.
El
párrafo titulado «La legítima defensa» ha sido organizado de una manera nueva y
más clara, con el fin de evitar ciertos malentendidos surgidos en torno a la
doctrina sobre la pena de muerte. Queda mejor diferenciado lo que es, por un
lado, el derecho a la legítima defensa en general (2263-2264) y, por otro, el
deber de la misma que incumbe a la autoridad (2265-2267). A la autoridad no se
le niega absolutamente la posibilidad de recurrir a la pena de muerte: 1) si
esta fuera la única posibilidad de salvar vidas humanas y 2) supuesta la
definición plena de la identidad y la responsabilidad del culpable. A
continuación se exhorta al uso de otros medios «más conformes con la dignidad
de la persona humana» y se afirma, citando la encíclica Evangelium vitae, publicada
en 1995, que casos en los que fuera «absolutamente necesaria la supresión del
reo» —es decir, que cumplan la primera condición para la legitimidad de la pena
de muerte— en nuestros días «son ya muy raros, por no decir prácticamente
inexistentes». Como se puede ver, el CCE casi descalifica en la práctica la
pena de muerte. Ya era así en la edición de 1992; la edición típica lo hace con
más claridad tanto por la nueva disposición general del texto como gracias a la
expresión más categórica tomada de la Evangelium vitae.
III.
Para el uso del Catecismo
A
modo de conclusión ofrecemos algunos criterios que ayudarán a hacer un uso
adecuado del CCE. Son observaciones que se derivan de la naturaleza misma de la
obra que hemos descrito.
1.
VER LOS LÍMITES. Por las razones ya explicadas, el CCE no es un catecismo más,
pero es un catecismo; en concreto, un catecismo maior. No hay que perder de
vista este género propio del libro tanto para no abusar de él como para no
decepcionarse ante él. Abusarían del Catecismo quienes lo emplearan
indiscriminadamente como catecismo para ponerlo en manos de los catecúmenos en
toda ocasión y sean cuales fueran las personas. Nadie está excluido en
principio como lector del CCE, que podrá ser útil siempre. Pero si se trata de catequesis
propiamente dicha, en muchos casos será necesario acudir a esos otros
instrumentos más adaptados que son los diversos catecismos locales y menores.
En todo caso, un síntoma positivo de la buena formación de los catequistas
sería que ellos sí pudieran acudir al CCE como texto permanente de consulta.
Por
otro lado, para evitar decepciones conviene no esperar del Catecismo lo que no
pretende ni puede dar. El CCE no es ni un manual de teología o de exégesis, ni
una monografía sobre un asunto determinado ni, mucho menos, un ensayo sobre una
o varias cuestiones discutidas. Quien busque explicaciones teológicas o
exegéticas desarrolladas, en las que necesariamente entran las diversas
opiniones de escuela o los planteamientos personales e hipotéticos de los
autores, no las encontrará aquí. El Catecismo propone la doctrina que la
Iglesia puede presentar como propia y común. Y eso de modo sintético y más
enunciativo o narrativo que argumentativo. El CCE, por ejemplo, no ofrece
análisis exegéticos, pero no porque —en contra de lo que él mismo dice y
aconseja (110, 126)— no hubiera tenido en cuenta los géneros literarios y la
exégesis crítica, sino porque su género de catecismo no lo permite. Algo
semejante a lo que sucede con una buena homilía: supone la exégesis crítica,
pero no aburre ni desorienta a los oyentes con digresiones técnicas, sino que
les ayuda a hacer vida, sencilla y gozosa, la fe de la Iglesia.
2.
VER LA TOTALIDAD. Para que el uso del Catecismo sea fructífero es necesario
atender al todo en un doble sentido: al todo del texto y al todo del contexto.
No resultará buena una lectura del CCE, ni una catequesis hecha con su ayuda,
si la atención se centra unilateralmente en un capítulo o una parte del mismo.
Se trata, como hemos puesto de relieve, de un libro que presenta la doctrina
cristiana como un organismo vivo. La organicidad del texto catequético es —nos
atrevemos a decir— su valor fundamental. Cuando es troceado, es despojado de su
valor más original. El Catecismo, por ejemplo, no es un prontuario de
soluciones a problemas morales. Si fuera leído como tal, separando su parte
tercera de las demás, no podría ser bien entendido el conjunto de la vida
cristiana y se correría el riesgo de caer en un moralismo de uno u otro signo.
Una concentración excesiva en la primera parte, por el contrario, conduciría a
un doctrinarismo contrario al espíritu cristiano y al del CCE. El propio
Catecismo remite continuamente al todo, al conjunto, no sólo por medio de las
referencias marginales, sino desde su mismo contenido y redacción. En su
utilización debe seguirse ese impulso de integralidad. En particular, quisiera
subrayar la necesidad de que los temas de teología fundamental que se tratan en
las primeras secciones no queden marginados de la catequesis. Dado el contexto
cultural de nuestro mundo, tendente al subjetivismo, la catequesis se juega
mucho en el abordaje correcto e integrado de esas cuestiones.
Ver
el todo significará también atender al contexto en el que el libro se
incardina. Es el contexto analizado por el sínodo de 1985: un momento de
especial dificultad para la transmisión de la fe a las generaciones nuevas que
reclama de los responsables de la catequesis no sólo una metodología pedagógica
adecuada, sino, ante todo, la familiaridad viva con el contenido de la fe. El
Catecismo es un gran instrumento para conseguir esa familiaridad. Esa es su
razón de ser. Pero en cuanto instrumento, él mismo pide ser puesto en el
contexto de la vida de la Iglesia, que es el lugar propio de la catequesis. Es
evidente que el testimonio oral de la fe, su celebración litúrgica y su
alimentación sacramental, la vida en Cristo de la comunidad y, en especial, de
los catequistas, todo ello constituye el ámbito vivo de la catequesis en el que
el libro tiene su lugar propio. El Directorio general para la catequesis dedica
un capítulo al CCE, insertándolo en el marco global de la tarea catequética de
la Iglesia. Es una buena ayuda para percibir esta totalidad de la que hablamos.
3.
VER EL MISTERIO. El CCE es un libro profundamente religioso y mistagógico: está
orientado a introducir en el misterio de Dios y de la vida humana en su
profundidad divina. Pero además, en cierta manera, el propio Catecismo forma
parte de ese Misterio. Sus límites son claros, como lo son los de la Iglesia
misma. Pero es a través de ellos como el Dios del amor omnipotente se pondrá de
un modo nuevo en el camino de muchas vidas. El CCE ha de ser visto y utilizado
en el marco de la economía divina de la salvación, porque es un instrumento
que, por la iniciativa y con el refrendo de la autoridad apostólica, la Iglesia
se ha dado hoy a sí misma para llevar adelante su misión.
NOTAS:
1. J. RATZINGER, Introducción al nuevo «Catecismo de la Iglesia católica», en
O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL-J. A. MARTÍNEZ CAMINO (eds.), El catecismo
posconciliar, San Pablo, Madrid 1993, 47-64, 58.
— 2. FD 4.
— 3. Cf J. RATZINGER, EinKatechismusfür die Weltkirche?, Herder
Korrespondenz 44 (1990) 341-343.
— 4. Ib, 343.
— 5. J. RATZINGER, a.c., 58. -
6. FD4.
BIBLIOGRAFÍA.: DULLES A., The Hierarchy of Truths in the
Catechism, The Thomist 58 (1994) 369-388; GONZÁLEZ DE CARDEDAL 0.-MARTÍNEZ
CAMINO J. A. (eds.), El Catecismo posconciliar. Contexto y contenidos, San Pablo,
Madrid 1993: en este libro se encontrará una amplia bibliografía, que incluye
también los documentos pertinentes de la Santa Sede. Otros escritos
importantes, de fecha posterior, son: HONORÉ J., L'enjeu doctrinal du
Catéchisme de 1'Eglise catholique, NouvelleRévueThéologique 115 (1993) 870-876;
PINCKAERS S., The Use of Scripture and theRenewal of Moral Theology: The
«Catechism» and «Ueritatissplendor», TheThomist 59 (1995) 1-19; RATZINGER
J.-SCHÓNBORN C., Introducción al Catecismo de la Iglesia católica, Ciudad
Nueva, Madrid 1994; RODRÍGUEZ P., El Catecismo de la Iglesia católica. Interpretación
histórico-teológica, en FERNÁNDEZ E (ed.), Estudios sobre el Catecismo de la
Iglesia Católica, Unión Editorial, Madrid 1996, 1-45; SUBCOMISIÓN EPISCOPAL DE
CATEQUESIS, Catecismo de la Iglesia católica: Guía para su lectura litúrgica y
la predicación, Coeditores litúrgicos, Madrid, 3 vols.: Año C (1994), Año A
(1995), Año B (1996).
Autor: Juan
Antonio Martínez Camino