RESPUESTA
DEL HOMBRE A DIOS. MARIA Y LOS SANTOS MODELOS DE FE
R.P. Roland Vicente Castro Juárez
INTRODUCCIÓN
Así
comienza el Catecismo de la Iglesia cuando toca en la Primera parte el tema de
la Respuesta del hombre a Dios: “…La fe es la respuesta del hombre a Dios
que se revela y se entrega a él, dando al mismo tiempo una luz sobreabundante
al hombre que busca el sentido último de su vida”. Por ello considera
primero esta búsqueda del hombre (capítulo primero), para luego tratar la
Revelación divina, por la cual Dios viene al encuentro del hombre (capítulo
segundo), y finalmente la respuesta de la fe (capítulo tercero) (Nº 26)[1].
A
los largo de todo el Catecismo una y otra vez se toca el tema de la fe como
respuesta del hombre a Dios, sin embargo, para nuestra exposición vamos a
utilizar el Catecismo de la Iglesia 142
– 171), no sin dejar de utilizar los otros lugares en donde el catecismo de la
Iglesia hace mención a este tema.
1.- ¿QUÉ ES
LA FE?
La
Sagrada Escritura nos habla de “obediencia de la fe”, y la entiende como
“adhesión a Dios”. La fe es la adhesión personal del hombre a Dios y el asentimiento libre a la verdad que Dios
nos ha revelado.
El
único objeto de nuestra fe es Dios, porque Dios es el único ser en quien los
seres humanos podemos confiar y a quien podemos entregarnos sin temor. “La fe
es una adhesión personal del hombre entero a Dios que se revela. Comprende una
adhesión de la inteligencia y de la voluntad a la Revelación que Dios ha hecho
de sí mismo mediante sus obras y sus palabras”[2].
“No
debemos creer en ningún otro que no sea Dios, Padre, Hijo, y Espíritu Santo”[3].Los
católicos creemos en Dios Padre, que nos creó y envió a su Hijo al mundo para
salvarnos. Creemos en Jesús, el Hijo de Dios, nuestro Salvador. Y creemos en el
Espíritu Santo que nos revela quién es Jesús y cuál es su misión.
2.- CARACTERÍSTICAS
DE LA FE
2.1.-
La fe es una gracia
Cuando
San Pedro confiesa que Jesús es el
Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le
ha venido “de la carne y de la sangre,
sino de mi Padre que está en los cielos”[4]
La fe es un don de Dios, una virtud
sobrenatural infundida por él, “Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta
y nos ayuda, junto con el auxilio
interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón y lo dirige a Dios,
abre los ojos del espíritu y concede a
todos gusto en aceptar y creer la verdad”[5].
2.2.-
La fe es un acto humano
Sólo
es posible creer por la gracia y los
auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es
contrario ni a la libertad ni a la
inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a
las verdades por él reveladas, porque
“la razón más alta de la dignidad humana
consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo
con Dios. Existe pura y simplemente por
el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en
la plenitud de la verdad cuando reconoce
libremente ese amor y se confía por entero a su Creador.
Muchos
son, sin embargo, los que hoy día se
desentienden del todo de esta íntima y vital unión con Dios o la niegan en forma explícita. Es este ateísmo uno de
los fenómenos más graves de nuestro
tiempo. Y debe ser examinado con toda atención. La
palabra “ateísmo” designa realidades muy diversas. Unos niegan a Dios expresamente. Otros afirman que nada puede
decirse acerca de Dios. Los hay que
someten la cuestión teológica a un análisis metodológico tal, que juzgan
como inútil el propio planteamiento de
la cuestión. Muchos, rebasando indebidamente
los límites sobre esta base puramente científica sostienen que todo se
explica únicamente por esa razón
científica o, por el contrario, rechazan sin excepción toda verdad absoluta. Hay quienes exaltan
tanto al hombre, que dejan sin contenido
la fe en Dios, ya que les interesa más, a lo que parece, la afirmación del hombre que la negación de
Dios. Hay quienes imaginan un Dios por
ellos rechazado, que nada tiene que ver con el Dios del Evangelio. Otros
ni siquiera se plantean la cuestión de
la existencia de Dios, porque, al parecer, no sienten inquietud religiosa
alguna y no perciben el motivo de preocuparse por el hecho religioso. Además, el ateísmo nace a
veces como violenta protesta contra la
existencia del mal en el mundo o como adjudicación indebida del carácter absoluto a ciertos bienes humanos
que son considerados prácticamente como
reemplazos de Dios. La misma civilización actual, no en sí misma, pero sí por su sobrecarga de apego a la tierra, puede
dificultar en grado notable el acceso
del hombre a Dios.
Quienes
voluntariamente pretenden apartar de su corazón a Dios y evitar con rodeo las
cuestiones religiosas, desoyen el dictamen de su conciencia y, por tanto, no
carecen de culpa. Sin embargo, también los creyentes tienen en esto su parte de
responsabilidad. Porque el ateísmo,
considerado en su total integridad, no es un fenómeno originario, sino un fenómeno derivado de
varias causas, entre las que se debe
contar también la reacción crítica contra las religiones, y, ciertamente
en algunas zonas del mundo, sobre todo
contra la religión cristiana. Por lo cual,
en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los
propios creyentes, en cuanto que, con el
descuido de la educación religiosa, o con la
exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su
vida religiosa, moral y social, han
velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión”[6]
En
la fe, la inteligencia y la voluntad
humanas cooperan con la gracia divina: “Creer es un acto del
entendimiento que asiente a la verdad
divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia”[7]
2.3.-
La fe y la inteligencia
El
motivo de creer no radica en el hecho de
que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos “a
causa de la autoridad de Dios mismo que
revela y que no puede engañarse ni engañarnos”. “Sin embargo, para que el homenaje de nuestra fe
fuese conforme a la razón, Dios ha
querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados
de las pruebas exteriores de su
revelación”[8].
Los milagros de Cristo y de los santos[9],
las profecías, la propagación y la
santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad “son signos ciertos de la revelación,
adaptados a la inteligencia de todos”,
“motivos de credibilidad que muestran que el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento
ciego del espíritu”[10]
La
fe es cierta, más cierta que todo
conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no
puede mentir. Ciertamente las verdades
reveladas pueden parecer oscuras a la razón y
a la experiencia humana, pero “la certeza que da la luz divina es
mayor que la que da la luz de la razón
natural”[11].
“Diez mil dificultades no hacen una sola duda”[12]
“La
fe trata de comprender”[13]:
es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a Aquel en quien ha
puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento
más penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada vez más encendida de amor. La gracia de la fe
abre “los ojos del corazón” (Ef. 1,18)
para una inteligencia viva de los contenidos de la Revelación, es decir, del conjunto del
designio de Dios y de los misterios de
la fe, de su conexión entre sí y con Cristo, centro del Misterio
revelado. Ahora bien, “para que la
inteligencia de la Revelación sea más profunda,
el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de
sus dones” (DV5). Así, según el adagio
de S. Agustín[14],“creo
para comprender y comprendo para creer mejor”. Cuando el espíritu trata de comprender el por qué y el
cómo de la vida cristiana para adherirse
y responder a lo que Dios pide, hay que ayudarse meditando las Sagradas Escrituras, especialmente el
Evangelio, empleando las imágenes sagradas, los textos litúrgicos del día o del
tiempo, los escritos de los Padres
espirituales, las obras de espiritualidad, el gran libro de la acción y el de la historia, la página del “hoy” de
Dios pues “en El vivimos, nos movemos y
existimos”[15]
2.4.-
Fe y ciencia.
“A
pesar de que la fe esté por encima de la
razón, jamás puede haber desacuerdo entre
ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios y comunica la
fe ha hecho descender en el espíritu
humano la luz de la razón, Dios no podría
negarse a sí mismo ni lo verdadero contradecir jamás a lo verdadero”[16].
“Por eso, la investigación metódica en todas las disciplinas, si se procede de un modo
realmente científico y según las normas morales, nuca estará realmente en
oposición con la fe, porque las realidades
profanas y las realidades de fe tienen su origen en el mismo Dios. Más
aún, quien con espíritu humilde y ánimo
constante se esfuerza por escrutar lo
escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de
Dios, que, sosteniendo todas las cosas,
hace que sean lo que son”[17].
“Ciertamente,
Dios llama a los hombres a servirle en
espíritu y en verdad. Por ello, quedan vinculados por su conciencia, pero no coaccionados. Porque Dios
tiene en cuenta la dignidad de la persona humana que El mismo ha creado, que debe regirse por su propia
determinación y gozar de libertad. Esto
se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús en quien Dios se manifestó perfectamente a sí mismo y descubrió sus
caminos. En efecto, Cristo, que es
Maestro y Señor Nuestro[18]
manso y humilde de corazón[19]
atrajo pacientemente e invitó a los discípulos[20].
Cristo invitó a la fe y a la conversión,
él no forzó jamás a nadie jamás. “Dio testimonio de la verdad[21],
pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino no se defiende a
golpes[22]
sino que se establece dando testimonio de la verdad y prestándole oído, y crece por el amor con que Cristo, exaltado
en la cruz, atrae a los hombres hacia
Él”[23]
“Los
Apóstoles, enseñados por la palabra y por el ejemplo de Cristo, siguieron el mismo camino. Desde los
primeros días de la Iglesia los
discípulos de Cristo se esforzaron en inducir a los hombres a confesar a
Cristo Señor, no por acción coercitiva
ni por artificios indignos del Evangelio, sino
ante todo por la virtud de la palabra de Dios[24].
Anunciaban a todos resueltamente el designio de Dios Salvador, “que quiere que todos los hombres
se salven, y lleguen al conocimiento de
la verdad”[25];
pero al mismo tiempo respetaban a los débiles, aunque estuvieran en el error,
manifestando de este modo cómo “cada cual
dará a Dios cuenta de sí”[26],
debiendo obedecer entretanto a su
conciencia. Lo mismo que Cristo, los Apóstoles estuvieron siempre empeñados en dar testimonio de la
verdad de Dios, atreviéndose a proclamar
cada vez con mayor abundancia, ante el pueblo y las autoridades, “la palabra de Dios con confianza”[27]
Pues
creían con fe firme que el Evangelio mismo era verdaderamente la virtud de Dios para la salvación de todo el que cree[28].
Despreciando, pues, todas “las armas de
la carne”[29],
y siguiendo el ejemplo de la mansedumbre
y de la modestia de Cristo, predicaron
la palabra de Dios confiando plenamente en la fuerza divina de esta
palabra para destruir los poderes
enemigos de Dios[30] y
llevar a los hombres a la fe y al
acatamiento de Cristo[31].
Los
Apóstoles, como el Maestro, reconocieron la legítima autoridad civil: “no hay
autoridad que no provenga de Dios”, enseña el Apóstol, que en consecuencia manda: “toda persona esté sometida
a las potestades superiores…; quien
resiste a la autoridad, resiste al orden establecido por Dios”[32].
Y al mismo tiempo no tuvieron miedo de contradecir al poder público, cuando
éste se oponía a la santa voluntad de
Dios: “hay que obedecer a Dios antes que
a los hombres”[33].
Este camino siguieron innumerables mártires y fieles a través de los siglos y en todo el mundo”[34]
Creer
en Cristo Jesús y en Aquél que lo envió
para salvarnos es necesario para obtener esa salvación[35]
“Puesto
que `sin la fe… es imposible agradar a Dios’[36]
y llegar a participar en la condición de
sus hijos, nadie es justificado sin ella
y nadie, a no ser que `haya perseverado en ella hasta el fin’[37]
obtendrá la vida eterna”[38]
2.5.-
La fe es un don gratuito que Dios hace al
hombre.
Este
don inestimable podemos perderlo;
San Pablo advierte de ello a Timoteo: “Combate el buen combate,
conservando la fe y la conciencia recta;
algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe”[39].
Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos
pedir al Señor que la aumente[40];
debe “actuar por la caridad”[41],
ser sostenida por la esperanza[42]
y estar enraizada en la fe de la Iglesia.
La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro
caminar aquí abajo. Entonces veremos a
Dios “cara a cara”[43],
“tal cual es”[44].
La fe es pues ya el comienzo de la vida eterna:
Mientras
que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como el reflejo en un
espejo, es como si poseyéramos ya las
cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día[45]. Ahora, sin embargo, “caminamos en la fe y no en la visión”[46],
y conocemos a Dios “como en un espejo,
de una manera confusa,…imperfecta”[47].
Luminosa por aquel en quien cree, la fe
es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba.
El mundo en que vivimos parece con
frecuencia muy lejos de lo que la fe nos
asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias
y de la muerte parecen contradecir la
buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a
ser para ella una tentación.
Entonces
es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham, que creyó, “esperando contra toda esperanza”[48];
la Virgen María que, en “la
peregrinación de la fe” (Lumen Gentium 58),
llegó hasta la “noche de la fe”[49] participando en el sufrimiento de su Hijo y
en la noche de su sepulcro; y tantos
otros testigos de la fe: “También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran
nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos
con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que
inicia y consuma la fe” (Hebreos 12,1-2).
Dios
nos comunica el don de la fe en el Bautismo, como una semilla, y nosotros
tenemos que hacerlo crecer y fructificar con nuestras buenas obras.
Para
vivir en la fe, crecer y perseverar en ella, es necesario alimentarnos con la
Palabra de Dios, mantenernos unidos a la fe de toda la Iglesia, y orar con
insistencia a Dios pidiéndole que nos la aumente.
3.- LA FE Y
LAS OBRAS
Pero
la fe no puede ser algo abstracto, sin fundamento en la realidad. La fe que
decimos tener se hace realidad, se muestra como verdadera fe, en nuestro
comportamiento de cada día.
Tener
fe, creer, no nos puede dejar permanecer encerrados en nosotros mismos, ciegos
a la realidad que nos rodea. Todo lo contrario. Tener fe, creer, nos exige
llevar una vida conforme a esa fe, es decir, actuar de una manera determinada.
La fe nos pide obras que estén de acuerdo con el mensaje de amor y de
misericordia que Dios nos comunica al revelársenos; obras que hagan realidad en
actitudes y en actos, las enseñanzas y el ejemplo de Jesús.
El
apóstol Santiago nos dice: “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga:
‘Tengo fe’, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarlo la fe? Si un hermano o una
hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de ustedes les
dice: ‘Váyanse en paz, caliéntense y llénense’, pero no les da lo necesario
para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras está
realmente muerta”[50]
4.- MODELOS
DE FE
La
Sagrada Escritura nos presenta muchos personajes que por su vida son para
nosotros testigos y modelos de una fe auténtica. Entre estos personajes podemos
destacar a Abrahán y a María.
San
Pablo, en su Carta a los Romanos, llama a Abrahán
“padre de los creyentes”[51].
La Carta a los Hebreos, que hace un gran elogio de la fe de los antiguos
patriarcas, habla de su vida como un continuo acto de fe. Dice: “Por la fe, Abrahán
obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin
saber adónde iba. Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en la tierra
prometida… Por la fe, Sara recibió vigor para ser madre… Por la fe, Abrahán,
sometido a prueba, presentó a Isaac como ofrenda…”[52].
Y aunque muchos hombres y mujeres del Antiguo Testamento merecieron el elogio
de la fe ejemplar, Dios tenía ya dispuesto algo mejor: la gracia de creer en su Hijo Jesús, “el que inicia y consuma la
fe”[53]
La
Virgen María realiza de la manera
más perfecta la “obediencia de la fe”: en
la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel
Gabriel, creyendo que “nada es imposible
para Dios” (Lucas 1, 37; Génesis 18, 14) y dando su asentimiento: “He aquí la esclava del Señor;
hágase en mí según tu palabra” (Lucas 1,
38). Isabel la saludó: “¡Dichosa la que ha creído que se cumplirán la cosas que le fueron dichas de parte del
Señor!” (Lucas 1, 45); por esta fe todas
las generaciones la proclamarán bienaventurada (ver Lucas 1, 48). Durante toda su vida, y hasta su última prueba (Lucas
2, 35), cuando Jesús, su hijo, murió en
la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el “cumplimiento” de la palabra de Dios. Ella, como dice San
Ireneo, “obedeciendo fue causa de su salvación propia y de la de todo el género
humano”. Por eso no pocos Padres
antiguos en su predicación gustosamente afirman con él: “El nudo de la
desobediencia de Eva fue desatado por la
obediencia de María: lo que ató la virgen Eva por su incredulidad, lo desató la Virgen María por
su fe”; y comparándola con Eva llaman a
María “Madre de los vivientes”, y afirman con mucha frecuencia: “la muerte nos vino por Eva, la vida por María
(ver Lumen Gentium 56). María es virgen
porque su virginidad es signo de su fe “no adulterada por duda alguna”
(Lumen Gentium 63) y de su entrega total
a la voluntad de Dios. Su fe es la que le
hace llegar a ser la madre del Salvador: “Más bienaventurada es María
al recibir a Cristo por la fe que al
concebir en su seno la carne de Cristo” (San
Agustín, de sanctavirginitate 3)
Por todo ello,
la Iglesia venera en María la realización más pura de la FE.
La
fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente
el asentimiento libre a TODA la verdad
que Dios ha revelado. Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que Él ha
enviado, su “Hijo amado” en quien ha
puesto toda su complacencia (Marcos 1, 11) Dios nos ha dicho que le
escuchemos (ver Marcos 9, 7). El Señor
mismo dice a sus discípulos: “Creed en Dios, creed también en mi” (Juan 14, 1). Podemos creer en
Jesucristo porque es Dios, el Verbo
hecho carne:
Nosotros
creemos y confesamos que Jesús de
Nazaret, nacido judío de una hija de Israel, en Belén en el tiempo del rey Herodes el Grande y del emperador César
Augusto; de oficio carpintero, muerto
crucificado en Jerusalén, bajo el procurador Poncio Pilato, durante el
reinado del emperador Tiberio, es el
Hijo eterno de Dios hecho hombre, que ha
“salido de Dios” (Juan 13, 3), “bajó del cielo” (Juan 3, 13; Juan 6, 33), “ha venido en carne” (1 Juan
4, 2), porque “la Palabra se hizo carne,
y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo
único, lleno de gracia y de verdad… Pues
de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia” (Juan 1, 14. 16). (verCatecismo de la Iglesia
Católica n. 424)
“A
Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único que
está en el seno del Padre, el lo ha contado” (Juan 1, 18). Porque “ha
visto al Padre” (Juan 6, 16), él es
único en conocerlo y en poderlo revelar (ver Mateo 11, 27). No se puede creer en Jesucristo sin
tener parte en su Espíritu. Es el
Espíritu Santo quien revela a los hombres quien es Jesús. Para entrar
en contacto con Cristo, es necesario
primero haber sido atraído por el Espíritu
Santo. El es quien nos precede y despierta en nosotros la fe. Mediante
el Bautismo, primer sacramento de la fe,
la Vida, que tiene su fuente en el Padre
y se nos ofrece por el Hijo, se nos comunica íntima y personalmente por
el Espíritu Santo en la Iglesia. “El
Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios… Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el
Espíritu de Dios” (1 Corintios 2,
10-11). Sólo Dios conoce a Dios enteramente. Nosotros creemos en el
Espíritu Santo porque es Dios. “La fe de
todos los cristianos se cimenta en la Santísima
Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo” (San Cesáreo de Arlés)
5.- LA FE DE
LA IGLESIA
Aunque
la fe es un acto personal, libre y consciente, nunca es un acto aislado. Nadie
puede creer solo, así como nadie puede vivir solo. Todo el que cree ha recibido
la fe de otro o de otros, y debe, a su vez, comunicarla a otros.
La
Iglesia, comunidad de fe, es la primera que cree, y a la vez, la que sostiene
la fe particular de quienes somos parte de Ella.
Para
entrar a ser parte de la Iglesia recibimos el Bautismo, y en el Bautismo Dios
nos da la fe. Después, la Iglesia forma nuestra fe, nos instruye, y nos impulsa
a confesarla con nuestra vida, si es necesario.
A
lo largo de los siglos y hasta el final de los tiempos, la Iglesia ha guardado
y conservado, y seguirá haciéndolo, el tesoro de la fe, para transmitirlo de
generación en generación. Por eso decimos que la Iglesia es la madre de los
creyentes.
La
fe de la Iglesia, nuestra fe, es siempre una y permanece intacta, a pesar de la
diversidad de los tiempos, de las culturas y de los hombres.
6.- EL CREDO,
SÍMBOLO DE LA FE
Desde
su nacimiento con los apóstoles, la Iglesia expresó y transmitió su fe en
fórmulas breves y muy concretas. Más adelante, quiso recoger lo esencial de la
fe en resúmenes orgánicos y articulados, destinados principalmente a preparar a
quienes iban a recibir el Bautismo. Estas síntesis de la fe reciben los nombres
de “Profesiones de fe”, “Símbolos de la Fe”, y “Credo”, tres expresiones que
significan lo mismo.
Entre
todos los Símbolos de la Fe de las diferentes épocas de la historia de la
Iglesia, se destaca el llamado “Credo de los Apóstoles”, porque resume
fielmente la fe de los apóstoles y la Iglesia primitiva.
Cuando
rezamos el Credo, entramos en comunión con Dios y con toda la Iglesia.
MARIA
Y LOS SANTOS MODELOS DE FE
1.- MARÍA,
MODELO DE FE POR EXCELENCIA
1.1.-
MARIA MODELO DE FE
Escuchando
la invitación de nuestra Madre la Iglesia, a quien servimos por nuestra
vocación y ministerio, estamos celebrando el Año de la Fe, y queremos profundizar
sobre este acontecimiento, bajo la mirada de Santa María, la Mujer de Fe por
excelencia, y que es Madre y Maestra de la Fe, como la llamaba San
Buenaventura: "Educadora de los Apóstoles y Maestra de los
Evangelistas". Por eso vamos a reflexionar sobre la Fe, desde la dimensión
de la Revelación en la Sagrada Escritura.
Haciendo
referencia a este tema, todos sabemos que el día 11 de Octubre de 2012 dio
comienzo el año de la Fe, proclamado por nuestro Papa emérito Benedicto XVI. Es
admirable que haya elegido para su partida la fecha de los 50 años del
nacimiento del Concilio Vaticano II, y la víspera del día del descubrimiento de
América; que son momentos tan especiales en la vida de la Iglesia y de nuestras
tierras, porque han aportado consuelo, esperanza, animación, presencia del
Espíritu que dirige la Historia de la Salvación y ha puesto a la Iglesia en su
ingente tarea de evangelización, a través del acercamiento, el encuentro y el
diálogo con los hombres. Y precisamente, eso mismo es lo que, ante nosotros
acontece en este Año de la Fe[54].
Estamos
viviendo momentos de la historia en que en los diversos ambientes, también en
los nuestros, no se conoce, no se acoge a Jesucristo, es un tiempo en que sus
seguidores escasean: unos por hacer oídos sordos y otros porque deciden
abandonar e irse, surge ante nosotros ese toque de atención para activar
nuestro compromiso a proclamar el evangelio de Jesucristo y a ampliar nuestra
vocación misionera. Y lo mismo que ha hecho la Iglesia en otros tiempos, de nuevo
se realiza el impulso, proclamando este Año de la Fe, junto a María, primera
creyente y primera evangelizadora.
Lo
mismo que los apóstoles, el Papa emérito, ha querido que la Iglesia entrase en
el Año de la Fe, en silencio, con sosiego… llegando al fondo donde se encuentra
Dios y, delicadamente, ha decidido que los acompañase María.
Y
ahí está María como Madre y protectora, instruyendo a los apóstoles, enseñando
a los evangelistas, animando a los mártires, fortaleciendo a los débiles,
consolando a los tristes… porque no hay ni un sólo hijo que no tenga un sitio
especial en el corazón de la Madre. Por eso, si María no dejó solos a los
seguidores de su Hijo desde los comienzos de la cristiandad, ¡cómo iba a
dejarnos solos a nosotros, en estos momentos tan apurados, por los que estamos
pasando! Esto es lo que nosotros estamos tratando de ver: la presencia de
María, que camina con nosotros, nos custodia y es nuestra fiel compañera y Guía
segura para llegar seguros hasta su Hijo Jesús.
María
conoce mejor que nadie que, el desafío que su Hijo nos ha planteado hoy, de
creer y ser portadores de fe entre los hombres de hoy, reclama una valentía que
nadie asumiría fácilmente, porque tiene un hondo significado y no todos serán
capaces de acogerlo. Ella sabe que este momento de la historia requiere
cimientos y columnas firmes en Fe y seguros en la Esperanza y ¿quién mejor que
la Madre para ayudarnos a conseguirlo?.
Porque
son, precisamente personas, como las que han hecho posible estos eventos;
personas como María, como los apóstoles, como Francisco de Asís, como Santo
Domingo, Ignacio de Loyola, como Juan
XXIII, como Juan Pablo II, como Benedicto XVI, como el Papa Francisco… las que
hacen falta en el año de la FE. Personas que sean capaces de trasmitir la FE
cristiana en la Nueva Evangelización, es la pretensión de la Iglesia al
proclamar este acontecimiento. No personas que quieran ir imponiendo un nuevo
evangelio, sino personas que acepten que, Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre.
Personas capaces de dar una respuesta adecuada a los signos de los tiempos, a
las necesidades de los seres humanos y de los pueblos, a los nuevos contextos
que nos muestra la cultura actual… por medio de los cuales podamos expresar
nuestra identidad cristiana buscando el sentido de nuestra existencia.
Proclamar
La Nueva Evangelización, como nos pide la Iglesia, significa promocionar una
cultura mucho más asentada en el evangelio; y el verdadero evangelizador es
sólo aquél que vive el evangelio, que ha tenido experiencia de Jesucristo; es
el mismo texto, del que se habló del Sínodo de los obispos, y fue expresado de
esta forma: “Este Sínodo será como un nuevo cenáculo en el que los obispos,
como los apóstoles, reunidos en oración con la Madre de Cristo, preparan los
caminos para la nueva Evangelización”
No
puede estar más claro. Somos personas de Fe, cristianos hermanos que hemos
descubierto nuestra irrenunciable relación y dependencia de Dios; convocados
para ser enviados en misión, para ser evangelizadores; hermanos abiertos para
afrontar los retos y los desafíos de los tiempos cambiantes. Se nos necesita a
nosotros. Se nos necesita, como a cualquier persona desde su realidad concreta,
con sus dones y su carisma. Para la evangelización, se necesitan personas
insertadas en empresas, colegios, política, trabajo social, empresarios, gente
de la cultura, cantantes, actores… padres, madres de familia…, nadie puede
quedar excluido. Se necesitan personas normales, sencillas, con más o menos
conocimiento, con pocos o muchos años, personas alegres y gozosas, más ricas o
más pobres… personas que lleven el tesoro dentro del corazón.
Personas
capaces de responder a la llamada. De llevarla Buena Noticia a todos los
rincones de la tierra. Personas que lo den todo y para siempre…Estamos en el
Año de la FE. Un largo camino se abre en nuestro horizonte. Tenemos algo grande
que hacer… algo que nos hará, realmente felices. Toda una historia por contar y
una más grande para vivir.
Es
por eso que siempre recurrimos a Ella, a la Madre, Aquella mujer que tiene la
“plenitud de gracia” (gratia plena) y que es un rasgo particular que distingue
a María y la convierte, como también a los santos, en un testigo privilegiado
de la fe. Esto la pone en relación con nosotros y con el mundo, necesitados de
su testimonio.
La
Virgen María es modelo de todo creyente o de todo posible creyente. Basta
mirarla, contemplarla, para aprender cómo se debe creer[55].
Y seguir meditando, invitando para que todos la veamos y no dejemos de aprender
sus actitudes de fe:
Su
respuesta al Ángel del Señor, resume humildad y sabiduría. A Ella le basta
saber que la iniciativa es de Dios, garantizada por la palabra del Enviado (el
Arcángel Gabriel). La fe es saber, gracias a la Palabra anunciada
legítimamente, es el homenaje del creyente a Dios que se revela. Este es un
saber distinto del que se deriva del esfuerzo académico. María comprueba que el
Arcángel es un enviado de Dios y supera el legítimo deseo de comprender cómo se
cumpliría lo que le era anunciado. Su consentimiento incluye echar por tierra,
en cierto modo, lo que tenía pensado y decidido. Consideró a José como el
providencial custodio de su virginidad consagrada. A partir del anuncio del
Ángel José será el custodio de su maternidad virginal. Es el estado en el que
la Escritura nos presenta a María, embarazada de Dios, y su sorprendente
relación con el Misterio de Dios encarnado.
Seguir
contemplando a María, como mujer creyente y modelo de fe, la que no obstante su
estado de “plenitud de gracia”, debe transitar la vida terrenal empujada por un
mundo sustancialmente incrédulo. Su vida, entre sus familiares y vecinos, no
tiene nada de extraordinario. No aparece, en los Evangelios canónicos, que
María hiciera milagros o gozara de singulares apariciones. Se mueve
serenamente, como si no tocara con sus pies el suelo que pisa. No se hace
notar, no busca ser más que la Madre de Jesús, que sigue acompañando a su Hijo
hasta el doloroso destino de cruz. La asiste la esperanza de la Resurrección,
que el Señor intenta infundir en sus principales discípulos. Como la mejor
discípula aprende a creer que el Verbo Eterno está en aquello que ve y toca de
su Hijo amado. No necesita ver lo invisible ni tocar lo intangible, basta
saber, como lo sabe, que es Él, revelando a los humildes el Misterio del amor
de su Padre y suyo.
Seguir
contemplando a nuestra Madre, y celebrarla con alegría, para que Ella nos
enseñe el camino de la fe y su compromiso; la sencillez y la grandeza de
dejarnos amar por Dios en su Hijo Jesús.
1.2.-
MARÍA REINA DE TODOS LOS SANTOS
Con
esta invocación se quiere poner a María en lo más alto de la santidad
conseguida por todas las criaturas humanas. Motivos muy distintos tenemos para
llamar a María "Reina de todos los Santos":
1.-
En primer lugar, porque es la Madre del Rey le pertenece a Ella el título de
Reina.
2.-
Aventaja a todo ser humano en privilegios: "Es la bendita entre todas las
mujeres", es la única que puede ostentar la gracia de tener por Hijo a
Dios, no por mérito propio, sino por pura gratuidad de Dios, su actitud de
colaboración a los planes de Dios la hacen partícipe en la gran obra de la
Redención por la que los humanos podemos alcanzar la gran dignidad de ser
partícipe de la naturaleza divina, que nos hace ser Santos.
3.-
Aventaja a todos los Santos en virtudes y perfecciones, observa al respecto San
Bernardo, el apóstol por excelencia de María en la Edad Media:
"No
le falta a María:
Ni
la fe de los Patriarcas,
ni
la esperanza de los Profetas,
ni
el celo de los Apóstoles,
ni
la constancia de los Mártires,
ni
la templanza de los Confesores,
ni
la pureza de las Vírgenes".
Si
María es modelo de todas las virtudes, los Santos tuvieron en Ella un espejo en
donde mirarse, un estímulo para superarse. Ella como Madre reprodujo todas las
virtudes, que están al alcance de las personas. La ejemplaridad de María está
en todos los órdenes y para todos los estados. Nos confirma esto el ejemplo de
los Santos, quienes con el auxilio de María han llegado al grado de perfección
del que en el cielo disfrutan. No hay estado ni forma posible de vida que no
encuentre en María la virtud o virtudes, que necesitan para sobresalir en un
limpio pugilato de amor a Dios.
La
intercesión de María nos es imprescindible en nuestra vida espiritual todo ello
por pura gratuidad de Dios. Así nos lo ha contado el "Doctor
Melifluo" (Maestro que destila miel), quien entre las alabanzas que dirige
a María sobresale la que nos cuenta de su patrocinio y poderosa mediación:
"Nada quiso darnos Dios que no pasase por manos de María. Tal es la
voluntad de aquel que ha querido que todo lo conseguimos por su medio".
Esto
nos lleva a la conclusión de que toda persona santa tiene que ser mariana.
Gráficamente nos lo decía San Juan de Avila. "Más quiero estar sin pellejo
que sin devoción a María". Muchos se han distinguido por un singular amor
filial a Nuestra Señora, pero todos se han acercado a Ella como modelo a imitar
e intercesora a quien acudir. San Efrén, diácono (300 - 370) nos indica lo que
María es para todos y cada uno de los Santos: "Oh Virgen, Vos sois el
júbilo de los Santos".
No
hay Santo, si no hay amor a Dios, y esto supone que amemos lo que El ama, al
prójimo, entre los que tienen derecho al amor de los demás sobresale: María.
Son
muchas las razones que tenemos para amarla:
.
Es la Madre de Dios, a quien tengo que amar.
.
Es mi Madre, este es el motivo para amarla.
.
Es la Madre de la Iglesia, a la que pertenecemos.
El
marianismo es una tónica común a todos los Santos, algunos sobresalen por el
espíritu de invocación, otros por el de alabanza, gratitud, imitación y
servicio. Los matices pueden ser distintos, pero su labor sigue siendo la
misma, cumplir la recomendación que María nos ha dejado en el Evangelio:
"Hagan lo que El les diga". (Jn. 2, 5).
Los
Santos ayudados por María e imitadores de sus virtudes nunca han superado al
modelo, pues, la santidad está en proporción directa con el amor de Dios y
ninguna criatura supera a María, ya que Ella es la "llena de gracia".
La
misión para la que Dios la había escogido exigía que Ella sobresaliese entre
todos por la santidad, que es el valor más cotizado por Dios, pues, su amor le
hizo acercarse a nosotros hasta el punto de ser "en todo semejante a
nosotros menos en el pecado", para que nosotros podamos participar de la
naturaleza divina y ser santos.
A
María la podemos contemplar en cada una de las virtudes: caridad, esperanza.,
fe, pureza, humildad etc.., y veremos cómo ninguna criatura la ha superado en
el ejercicio de la misma, por eso con toda razón podemos llamarla "Reina
de todos los Santos".
2.- LOS
SANTOS MODELOS DE FE
2.1.
¿Quiénes son?
Son
hermanos que han hecho el camino de fe que estamos haciendo hoy nosotros, pues aun
cuando Cristo es nuestro modelo de fe, leemos en la Biblia que Pablo se pone a
sí mismo como ejemplo de seguidor de Cristo, e incita a los creyentes a ser sus
imitadores, como él lo es de Cristo: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte es
ganancia... Hermanos, sigan mi ejemplo y fíjense también en los que viven según
el ejemplo que nosotros les hemos dado a ustedes» (Fil. 1, 21 y 3, 17), «Sigan
ustedes mi ejemplo como yo sigo el ejemplo de Cristo Jesús» (1 Tim. 1, 16). Los
santos son seguidores de Cristo, por ello su testimonio incita a los creyentes a
ser sus imitadores, como él lo es de Cristo.
2.2.-
Dios acepta la oración de los santos
La
Biblia nos enseña también que debemos ayudarnos mutuamente con la oración. «La
oración de los santos es como perfume agradable ante el trono de Dios» (Apoc.
8, 4). «Ahora me alegro, dice el Apóstol Pablo, en lo que sufro por ustedes,
porque de esta manera voy completando en mi propio cuerpo lo que falta a los
sufrimientos de Cristo por la Iglesia, que es su cuerpo» (Col. 1, 24). «La
oración fervorosa del hombre bueno tiene mucho poder. El profeta Elías era un
hombre tal como nosotros, y cuando pidió en su oración que no lloviera, dejó de
llover sobre la tierra durante tres años y medio y después cuando oró otra vez,
volvió a llover y la tierra dio su cosecha» (Stgo. 5, 16-18). «Los cuatro seres
vivientes y los 24 ancianos se pusieron de rodillas delante del Cordero. Cada
uno de los ancianos tenía un arpa, y llevaban copas de oro llenas de incienso,
que son las oraciones de los que pertenecen a Dios» (Apoc. 5, 8).
En
todos estos textos notamos que la oración fervorosa o la intercesión de los
santos tienen mucho poder delante del trono de Dios. No podemos dudar de que
estos santos, que ahora están delante de Dios, van a interceder por nosotros,
como lo hizo Moisés al hablar con Dios para aplacar su ira invocando a Abraham,
Isaac y Jacob (Ex. 32, 13).
Al
invocar a los santos siempre contemplaremos las virtudes que obró Dios en
ellos. Dios está siempre en el trasfondo de nuestra invocación o veneración a
los santos. Los santos no nos alejan de Dios, sino que nos invitan a ponernos
directamente en contacto con El, con la sola mediación de Jesucristo.
2.3.
¿Debemos evitar los excesos en la veneración de los santos?
Pero
en nuestra veneración a los santos debemos evitar los excesos. Por ejemplo, hay
gente que no busca a los santos como un modelo de fe cristiana, sino solamente
como remedio a sus dolencias, angustias y dificultades, o para encontrar un
objeto que se le ha perdido. Sabemos muy bien que hay gente que se acerca a los
santos con una fe casi mágica. No nos corresponde juzgar los sentimientos de
nuestros hermanos que tienen una fe débil. Pero estoy seguro de que Dios
respeta la conciencia de cada uno.
Pensemos
en aquella mujer de la Biblia que sufría hemorragias de sangre durante tantos
años, la que se acercó a Jesús tal vez con una fe mágica, pensando que con sólo
tocar su manto sanaría, y la señora con esta fe que a nosotros nos parece medio
mágica sanó. Pero luego Jesús buscó a aquella mujer y quiso darle más que un
simple remedio a sus dolencias. Jesús deseaba un encuentro personal con aquella
enferma y aclarar la verdadera razón de su sanación: La fe. «Hija, has sido
sanada porque creíste» (Lc. 8, 43-48).
Creo
que hay mucha gente católica, entre nosotros que se acerca a Cristo y a los
santos con esta actitud tímida, con esta fe no muy clara, tal vez con creencias
medio mágicas. Pero no tenemos derecho a humillar o aplastar esta poca fe que
tiene la gente sencilla. Es un pecado muy grave burlarse de la fe débil de uno
de nuestros hermanos. Debemos ayudarles con mucho amor a purificar su fe, como
lo hizo Jesús con aquella mujer enferma. Un poco de fe basta para que Dios
actúe.
Damos
gracias a Dios por habernos hecho el hermoso regalo de nuestros santos latinoamericanos.
Ojalá que nosotros, contemplando sus ejemplos logremos también la santidad. Y
que la Iglesia no obliga a nadie a invocar y tener devoción a los santos. Esto
depende del gusto, de la cultura y de la libertad de cada cristiano. Es un camino
que se ofrece, y dichosos de nosotros si lo aceptamos con humildad y
agradecimiento.
2.4.-
Dice el CATECISMO
¿Somos todos
llamados a la santidad?
Sí,
todos los bautizados, ya pertenezcan a la Jerarquía, a los laicos, todos somos
llamados a la santidad.
¿Quiénes son los
santos?
Los
que llegaron ya a la patria y gozan de la presencia del Señor. Ellos no cesan
de interceder por nosotros presentando a Dios por medio del único Mediador
Jesús (1, Tim. 2, 5), los méritos que en la tierra alcanzaron.
¿A qué nos llama
Dios?
Dios
nos llama a responder al deseo natural de felicidad que El mismo ha puesto
dentro de nosotros. Y esta felicidad sólo la podemos lograr con la santidad de
vida.
¿Qué es la
comunión de los santos?
La
comunión de los santos significa que así como todos los creyentes forman entre
sí un solo cuerpo, así también el bien de unos se comunica a otros.
¿Interceden los
santos por nosotros?
Sí,
ellos interceden por nosotros al presentar, por medio del Único Mediador Jesús,
los méritos que adquirieron en la tierra.
3.- SAN JOSÉ
ES MODELO EXCEPCIONAL DE VIDA DE FE[56]
3.1.-
San José, El Hombre Justo
San
José, con su Esposa, la Virgen María, son los ejemplos más eminentes y más
perfectos de la vivencia de la Fe. La Iglesia lo reconoce así, y nos da a
conocer las razones y los motivos de su ejemplaridad, y nos indica también el
camino para llegar nosotros a una imitación lo más perfecta posible.
Se
habla y se escribe con frecuencia, y más en este Año de la Fe, de la
ejemplaridad de los Santos Esposos de Nazaret, pero pocas veces se nos da a
conocer lo más propio que debemos imitar de su ejemplaridad, y en qué debemos
poner principalmente lo esencial de nuestra imitación.
El
Papa Beato Juan Pablo II nos dio una clave precisa, para entender justa y
adecuadamente, según su realidad en los Evangelios y en la historia de la
salvación, la vida de San José y su valor teológico dentro del misterio de la
Encarnación, al que él pertenece por su predestinación eterna[57].
Esa
clave iluminadora, a la que por desgracia se presta poca atención en la
Iglesia, y no se aplica cuando se habla de San José, es: “la profunda analogía
que existe” entre las perfecciones de el Santo Patriarca y de su Esposa, la
Virgen María. De tal manera, que lo que contemplamos en María podemos verlo
realizado proporcionalmente en José: gracia, virtudes, perfección espiritual,
santidad…[58]
José
de Nazaret, "hombre justo", cabeza de la casa, cabeza de la familia:
de la Sagrada Familia, esta desposado con María
y antes de vivir juntos resultó que ella esperaba un hijo, por obra del
Espíritu Santo" (Mt 1, 18) [59]
José
no conocía el misterio de María que el Verbo vino a habitar en el seno de la
Virgen y que permaneciendo virgen, se convirtió en Madre (Jn 1, 14; Mt 1, 18)..
No sabía que en Aquella de quien era esposo, aun cuando, de acuerdo con la ley
judía no la había recibido aún en su casa, se había cumplido la promesa de la
fe hecha a Abraham. Esto es, que en Ella, en María, de la estirpe de David, se
había cumplido la profecía que en otro tiempo había dirigido el Profeta Natán a
David. La profecía y la promesa de la fe, cuya realización esperaba todo el
pueblo, el Israel de la elección divina, y toda la humanidad.
Este
fue el misterio de María. José no conocía este misterio. Ella no se lo podía
transmitir, porque era misterio superior a las capacidades del entendimiento
humano y a las posibilidades de la lengua humana. No era posible transmitirlo
con medio humano alguno. Se podía solamente aceptarlo de Dios, y creer. Tal
como creyó María.
José
no conocía este misterio y por esto sufría muchísimo interiormente. Leemos:
"José, su esposo, que era bueno y no quería denunciarla, decidió
repudiarla en secreto" (Mt 1, 19). Pero llegó cierta noche en la que
también José creyó. Le fue dirigida la palabra de Dios y se hizo claro para él
el misterio de María, de su Esposa y Cónyuge. Creyó, pues, que en Ella se había
cumplido la promesa de la fe hecha a Abraham y la profecía que había escuchado
el Rey David. (Ambos, José y María, eran de la estirpe de David). "José,
hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la
criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le
pondrás por nombre Jesús, porque El salvará a su pueblo de los pecados"
(Mt 1, 20-21). "Cuando José se despertó del sueño —concluye el
Evangelista— hizo lo que le había mandado el ángel del Señor" (Mt 1, 24).
Él tuvo un acto de fe.
No
es lícito exaltar la ‘fe de María’ en el misterio de la Anunciación del Ángel,
y rebajar el sentido y el contenido de la ‘fe de San José,’ en la revelación
que le hizo el Ángel del Señor, de que la concepción de su Esposa, era obra del
Espíritu Santo. El aceptó la palabra de Dios sin réplicas. Creyó con plena
voluntad y entrega incondicional a la voluntad del Padre, porque, cuando
despertó, ‘Hizo como le había ordenado el Ángel.’ (Mt 1, 24).
Para
no equivocar el verdadero camino de los que nos pide el Beato Juan Pablo II en la
aplicación de esta doctrina, tenemos que contemplar a San José en relación con
la Virgen María y con el misterio de la Encarnación. La reflexión sobre estos
temas nos ayuda a descubrir el sentido y el contenido de la ejemplaridad de
María y de José, que debemos imitar principalmente en este Año de la Fe.
El
Papa Juan Pablo II glosa este pasaje evangélico, que él interpreta como
‘momento decisivo’, para los Santos Esposos de Nazaret, y para la historia de
la salvación, diciendo que ‘en cierto sentido’ se pueden aplicar al Santo
Patriarca las palabras que Isabel dirigió a la Madre del Redentor, porque Él
había respondido afirmativamente a la palabra de Dios, transmitida por el
Ángel. (cf. RC, 4).
San
José aparece en este cuadro lleno de dignidad, como el auténtico varón justo,
escogido, elegido y predestinado desde toda la eternidad para ser Padre
virginal del Hijo de Dios, hecho Hombre, Hijo de su Esposa. Podríamos hacer
aquí muchas reflexiones, sobre San José, a la luz de lo que supone para él su
predestinación, juntamente con su Esposa virginal y el misterio de la
Encarnación. Pero vamos a centrar nuestra atención, en su ejemplaridad para la
fe, como forma de vida cristiana.
Tenemos
que dirigir aquí nuestra mirada a la Virgen María, que es el ejemplo por
antonomasia de la vivencia de la fe, como hemos dicho más arriba. Y tenemos que
tener presente también el hecho de la predestinación de San José en el mismo
decreto de la predestinación de su Esposa, porque su dignidad, su grandeza, y
su santidad, y todas sus gracias tienen su fundamento en su predestinación. Lo
describía bellamente C. Sauvé: “María y José no han sido predestinados
aisladamente. Dios, en su amor, no ha predestinado a María para José. A José
para María, y a los dos para Jesús. Si Dios ha pensado con tanto amor, en María
Madre del Redentor, esto no sucedió de manera independiente de su matrimonio
virginal con José. Él no ha pensado en José, sino para María, y para su divino
Hijo, que debía nacer virginalmente en este matrimonio”[60].
José
amó más profundamente a María, de la casa de David, porque aceptó todo su
misterio. José, en quien se reflejó más plenamente que en todos los padres
terrenos la paternidad de Dios mismo. Veneramos a José, que construyó la casa
familiar en la tierra al Verbo Eterno, así como María le había dado el cuerpo
humano. "El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1, 14).
A
partir de la Anunciación y de la realización del misterio de la encarnación del
Hijo de Dios, la vida de los Santos Esposos de Nazaret cobra un sentido nuevo,
y una nueva forma de llevar a cabo su misión natural y sobrenatural, motivados
en todo por la fuerza de su fe. Esa es precisamente la novedad, y en esto
consiste su ejemplaridad.
San
José, acogiendo con limpio corazón la misión que le señaló el Ángel, en la
noche de la revelación del misterio de la Encarnación, se consagró
decididamente a la persona de su Hijo virginal, y a su obra de salvación
universal, sirviendo a su modo a la obra de la Redención, cumpliendo en todo la
santa voluntad de Dios.
¡José
de Nazaret es una revelación particular de la dignidad de la paternidad humana!
José de Nazaret, el carpintero, el hombre del trabajo. La familia se apoya
sobre la dignidad de la paternidad humana, sobre la responsabilidad del hombre,
marido y padre, así como también sobre su trabajo. José de Nazaret es un
testimonio de ello.
Las
palabras que Dios le dirige: "José, hijo de David, no tengas reparo en
llevarte a María, tu mujer" (Mt 1, 20), Esa voz que escuchó José de
Nazaret aquella noche decisiva de su vida, debe ayudar a cada uno de nosotros,
de manera particular cuando amenaza el peligro de la destrucción de la familia.
"No tengas miedo de perseverar". "¡No abandones!". Aprender
a comportarnos como José. Y Jesús crecía en Nazaret al lado de José. Bajo su
mirada vigilante y solícita.
3.2.- Custodio
del Hijo de Dios y su Madre[61]
El
Evangelio nos dice que «José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado, y
recibió a su mujer» (Mt 1,24). En estas palabras se encierra ya la misión que Dios
confía a José, la de ser custos, custodio. Custodio ¿de quién? De María y
Jesús; pero es una custodia que se alarga luego a la Iglesia, como ha señalado
el beato Juan Pablo II: «Al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó
con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y protege su
cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y modelo»
(Exhort. ap. Redemptoris Custos, 1).
¿Cómo
ejerce José esta custodia? Con discreción, con humildad, en silencio, pero con
una presencia constante y una fidelidad total, aun cuando no comprende. Desde
su matrimonio con María hasta el episodio de Jesús en el Templo de Jerusalén a
los doce años, acompaña en todo momento con esmero y amor. Está junto a María,
su esposa, tanto en los momentos serenos de la vida como en los difíciles, en
el viaje a Belén para el censo y en las horas temblorosas y gozosas del parto;
en el momento dramático de la huida a Egipto y en la afanosa búsqueda de su
hijo en el Templo; y después en la vida cotidiana en la casa de Nazaret, en el
taller donde enseñó el oficio a Jesús.
¿Cómo
vive José su vocación como custodio de María, de Jesús, de la Iglesia? Con la
atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no
tanto al propio; y eso es lo que Dios le
pidió a David: Dios no quiere una casa construida por el hombre, sino la
fidelidad a su palabra, a su designio; y es Dios mismo quien construye la casa,
pero de piedras vivas marcadas por su Espíritu. Y José es «custodio» porque sabe
escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es más
sensible aún a las personas que se le han confiado, sabe cómo leer con realismo
los acontecimientos, está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las decisiones
más sensatas. En él, queridos amigos, vemos cómo se responde a la llamada de
Dios, con disponibilidad, con prontitud; pero vemos también cuál es el centro
de la vocación cristiana: Cristo. Guardemos a Cristo en nuestra vida, para
guardar a los demás, para salvaguardar la creación.
Pero
la vocación de custodiar no sólo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que
tiene una dimensión que antecede y que es simplemente humana, corresponde a
todos. Es custodiar toda la creación, la belleza de la creación, como se nos
dice en el libro del Génesis y como nos muestra san Francisco de Asís: es tener
respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos. Es
custodiar a la gente, el preocuparse por todos, por cada uno, con amor,
especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a
menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón. Es preocuparse uno del
otro en la familia: los cónyuges se guardan recíprocamente y luego, como
padres, cuidan de los hijos, y con el tiempo, también los hijos se convertirán
en cuidadores de sus padres. Es vivir con sinceridad las amistades, que son un
recíproco protegerse en la confianza, en el respeto y en el bien. En el fondo,
todo está confiado a la custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos
afecta a todos. Sed custodios de los dones de Dios.
Y
cuando el hombre falla en esta responsabilidad, cuando no nos preocupamos por
la creación y por los hermanos, entonces gana terreno la destrucción y el
corazón se queda árido. Por desgracia, en todas las épocas de la historia
existen «Herodes» que traman planes de muerte, destruyen y desfiguran el rostro
del hombre y de la mujer.
Quisiera
pedir, por favor, a todos los que ocupan puestos de responsabilidad en el
ámbito económico, político o social, a todos los hombres y mujeres de buena
voluntad: seamos «custodios» de la creación, del designio de Dios inscrito en
la naturaleza, guardianes del otro, del medio ambiente; no dejemos que los
signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro.
Pero, para «custodiar», también tenemos que cuidar de nosotros mismos.
Recordemos que el odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida. Custodiar
quiere decir entonces vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón,
porque ahí es de donde salen las intenciones buenas y malas: las que construyen
y las que destruyen. No debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera
de la ternura.
Y
aquí añado entonces una ulterior anotación: el preocuparse, el custodiar,
requiere bondad, pide ser vivido con ternura. En los Evangelios, san José
aparece como un hombre fuerte y valiente, trabajador, pero en su alma se
percibe una gran ternura, que no es la virtud de los débiles, sino más bien
todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de
compasión, de verdadera apertura al otro, de amor. No debemos tener miedo de la
bondad, de la ternura.
R.P. Roland Vicente Castro Juárez
Julio
2013
[1]BIBLIOGRAFIA: CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA. n. 142-171, Carta Apostólica en forma de Motu
Proprio, Porta Fidei del Sumo
Pontífice Benedicto Xvi, con la que se convoca el Año De La Fe; CONCILIO
ECUMÉNICO VATICANO II, (Constitución, Dogmática Lumen Gentium, Constitución
Dogmática Dei Verbum, Constitución Pastoral
Gaudium et Spes, Declaración, DignitatisHumanae), Magisterio de la
Iglesia (DS), Exhortación Apostólica, Redemptoris
Custos, del Sumo Pontífice Juan Pablo II, sobre la figura y la misión de
San José en la vida de Cristo y de la Iglesia; J. RATZINGER, Introducción al nuevo «Catecismo de la
Iglesia católica», en O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL-J. A. MARTÍNEZ CAMINO (eds.),
El catecismo posconciliar, San
Pablo, Madrid 1993, 47-64, 58; http://www.zenit.org/es/articles/san-jose-es-modelo-excepcional-de-vida-de-fe.
[2]CEC 176
[3] CEC 178.
[4] Mateo 16,17; confrontar con la
vocación de San Pablo: Gálatas 1,15-17;
y con la de los pequeños: Mateo 11,25
[5]
DV 5
[6]Gaudium et Spes 19.
[7] S. Tomás de A., s.tú. 2-2, 2,9;
confrontar Concilio Vaticano I: DS
3010).
[8] DS 3009
[9] Cfr. Marcos 16,17-18; Hechos 2,4
[10] Concilio Vaticano I: DS 3008-10.
[11] S. Tomás de Aquino, s.tú.
2-2, 171,5, obj.3.
[12] J.H. Newman, apol..
[13] S. Anselmo, prosl. proem.
[14] Serm. 43,7,9
[15] Catecismo de la Iglesia Católica
N. 2705
[16] Concilio Vaticano I: DS 3017
[17] Gaudium et Spes 36,2
[18]
Jn 13, 13
[19]
Mt 11, 28
[20]
Mt 11, 28-30; Juan 6, 67-68)”
(Dignitatis Humanae 11
[21]
Jn 18, 37
[22]
Mt 26, 51-53; Jn 18,36
[23]
Jn 12, 36) (Dignitatis Humanae 11
[24]
1Cor 2, 3-5; 1Tes 2, 3-12
[25]
1 Tim 2, 4
[26]
Rom 14, 12
[27]
Hch 4, 31; Ef 6, 19-20
[28]
Rom 1, 16
[29]
2Cor 10,4; 1Tes 5, 8-9
[30]
Ef 6, 11-17
[31]
Cfr. 2 Cor 10, 3-5
[32]
Rom 13, 1-2; 1Pe 2, 13-17
[33]
Hch 5, 29; Hch 4, 19-20
[34]
Dignitatis Humanae 11
[35]
Mc 16,16; Jn 3,36; Jn 6,40 e.a.
[36]
Hb 11,6
[37] Mt 10,22; Mt 24,13
[38] Concilio
Vaticano I: DS 3012; cf. Concilio de
Trento: DS 1532
[39] 1 Timoteo 1,18-19
[40] Mc 9,24; Lucas 17,5; Lucas 22,32
[41] Gal 5,6; confrontar Santiago
2,14-26
[42] Cfr. Romanos 15,13
[43] 1Cor 13,12
[44] 1Jn 3,2
[45] S. Basilio, Spir. 15,36;
confrontar S. Tomás de A., s.tú. 2-2,4,1
[46]
2Corintios 5,7
[47]
1Cor 13,12
[48]
Rom 4,18
[49]
Juan Pablo II, Redemptoris Mater 18
[50]
Stg 2, 14-17
[51]
cf. Rom 4, 11
[52]
Hb 11, 8.9a.11a.17ª Cfr. CEC 145
[53] Hb 11, 40; Hb 12, 2
[54] Nota: el documento “Porta Fidei”
precedió a la inauguración del Año de la Fe y sirvió de inspiración, pues el
propio Papa lo cita
[55] Por la fe,
María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre
de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc 1, 38). En la visita a Isabel
entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas que hace en
quienes se encomiendan a Él (cf. Lc 1, 46-55). Con gozo y temblor dio a luz a
su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cf. Lc 2, 6-7). Confiada en
su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de
Herodes (cf. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió al Señor en su predicación y
permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn 19, 25-27). Con fe, María saboreó
los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su
corazón (cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos con ella en el
Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14; 2, 1-4). Cfr. Carta
Apostólica en forma de Motu Proprio, Porta
Fidei del Sumo Pontífice Benedicto Xvi, con la que se convoca el Año De La
Fe
[56] Tomado de:http://www.zenit.org/es/articles/san-jose-es-modelo-excepcional-de-vida-de-fe. Con motivo de la festividad
mañana de San José Obrero, ofrecemos un artículo de fray Enrique Llamas
Martínez OCD, presidente de la Asociación Mariológica de España, que afronta la
figura del padre de Jesús y esposo de María, con motivo del Año de la Fe
[57] Exhortación
Apostólica, Redemptoris Custos, del
Sumo Pontífice Juan Pablo II, sobre la figura y la misión de San José en la
vida de Cristo y de la Iglesia
[58] Juan Pablo II, RCustos, 3.
[59] Visita Pastoral
a Terni, Misa para el pueblo en el estadio de la ciudad, Homilía del Santo
Padre Juan Pablo II, Jueves 19 de marzo de 1981, Copyright 1981 - Libreria
Editrice Vaticana
[60]C. Sauvé, Le
Mystére de Joseph, Nice, 1978, p. 30.
[61] Tomado de la
Santa Misa, Imposición del Palio y Entrega del Anillo del Pescador en el
solemne inicio del ministerio petrino del Obispo de Roma, Homilía del Santo
Padre Francisco, Plaza de San Pedro, Martes 19 De Marzo De 2013, Solemnidad de
San José