martes, 10 de septiembre de 2013

RESPUESTA DEL HOMBRE A DIOS. MARIA Y LOS SANTOS MODELOS DE FE

RESPUESTA DEL HOMBRE A DIOS. MARIA Y LOS SANTOS MODELOS DE FE

R.P. Roland Vicente Castro Juárez 
 
INTRODUCCIÓN
Así comienza el Catecismo de la Iglesia cuando toca en la Primera parte el tema de la Respuesta del hombre a Dios: “La fe es la respuesta del hombre a Dios que se revela y se entrega a él, dando al mismo tiempo una luz sobreabundante al hombre que busca el sentido último de su vida”. Por ello considera primero esta búsqueda del hombre (capítulo primero), para luego tratar la Revelación divina, por la cual Dios viene al encuentro del hombre (capítulo segundo), y finalmente la respuesta de la fe (capítulo tercero) (Nº 26)[1].
 
A los largo de todo el Catecismo una y otra vez se toca el tema de la fe como respuesta del hombre a Dios, sin embargo, para nuestra exposición vamos a utilizar el  Catecismo de la Iglesia 142 – 171), no sin dejar de utilizar los otros lugares en donde el catecismo de la Iglesia hace mención a este tema.
 
1.- ¿QUÉ ES LA FE?
 
La Sagrada Escritura nos habla de “obediencia de la fe”, y la entiende como “adhesión a Dios”. La fe es la adhesión personal del hombre a Dios y  el asentimiento libre a la verdad que Dios nos ha revelado.
 
El único objeto de nuestra fe es Dios, porque Dios es el único ser en quien los seres humanos podemos confiar y a quien podemos entregarnos sin temor. “La fe es una adhesión personal del hombre entero a Dios que se revela. Comprende una adhesión de la inteligencia y de la voluntad a la Revelación que Dios ha hecho de sí mismo mediante sus obras y sus palabras”[2].
 
“No debemos creer en ningún otro que no sea Dios, Padre, Hijo, y Espíritu Santo”[3].Los católicos creemos en Dios Padre, que nos creó y envió a su Hijo al mundo para salvarnos. Creemos en Jesús, el Hijo de Dios, nuestro Salvador. Y creemos en el Espíritu Santo que nos revela quién es Jesús y cuál es su misión.
 
2.- CARACTERÍSTICAS DE LA FE
 
2.1.- La fe es una gracia
 
Cuando San Pedro confiesa que Jesús es el  Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha  venido “de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los  cielos”[4] La fe es un don de Dios, una  virtud sobrenatural infundida por él, “Para dar esta respuesta de la fe es  necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio  interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón y lo dirige a Dios, abre los  ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad”[5].
 
2.2.- La fe es un acto humano
 
Sólo es posible creer por la gracia y  los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer  es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la  inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las  verdades por él reveladas, porque “la razón más alta de la dignidad humana  consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo  nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y  simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo  conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando  reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador.
 
Muchos son, sin embargo, los que hoy  día se desentienden del todo de esta íntima y vital unión con Dios o la niegan  en forma explícita. Es este ateísmo uno de los fenómenos más graves de nuestro  tiempo. Y debe ser examinado con toda atención.  La  palabra “ateísmo” designa realidades muy diversas. Unos niegan a Dios  expresamente. Otros afirman que nada puede decirse acerca de Dios. Los hay que  someten la cuestión teológica a un análisis metodológico tal, que juzgan como  inútil el propio planteamiento de la cuestión. Muchos, rebasando indebidamente  los límites sobre esta base puramente científica sostienen que todo se explica  únicamente por esa razón científica o, por el contrario, rechazan sin excepción  toda verdad absoluta. Hay quienes exaltan tanto al hombre, que dejan sin  contenido la fe en Dios, ya que les interesa más, a lo que parece, la  afirmación del hombre que la negación de Dios. Hay quienes imaginan un Dios por  ellos rechazado, que nada tiene que ver con el Dios del Evangelio. Otros ni siquiera  se plantean la cuestión de la existencia de Dios, porque, al parecer, no sienten inquietud religiosa alguna y no perciben el motivo de preocuparse por  el hecho religioso. Además, el ateísmo nace a veces como violenta protesta  contra la existencia del mal en el mundo o como adjudicación indebida del  carácter absoluto a ciertos bienes humanos que son considerados prácticamente  como reemplazos de Dios. La misma civilización actual, no en sí misma, pero sí  por su sobrecarga de apego a la tierra, puede dificultar en grado notable el  acceso del hombre a Dios.
 
Quienes voluntariamente pretenden apartar de su corazón a Dios y evitar con rodeo las cuestiones religiosas, desoyen el dictamen de su conciencia y, por tanto, no carecen de culpa. Sin embargo, también los creyentes tienen en esto su parte de responsabilidad.  Porque el ateísmo, considerado en su total integridad, no es un fenómeno  originario, sino un fenómeno derivado de varias causas, entre las que se debe  contar también la reacción crítica contra las religiones, y, ciertamente en  algunas zonas del mundo, sobre todo contra la religión cristiana. Por lo cual,  en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios  creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la  exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida  religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión”[6]
 
En la fe, la inteligencia y la voluntad  humanas cooperan con la gracia divina: “Creer es un acto del entendimiento  que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios  mediante la gracia”[7]
 
2.3.- La fe y la inteligencia
 
El motivo de creer no radica en el  hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a  la luz de nuestra razón natural. Creemos “a causa de la autoridad de Dios  mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos”. “Sin  embargo, para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha  querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las  pruebas exteriores de su revelación”[8]. Los milagros de Cristo y  de los santos[9], las profecías, la  propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad  “son signos ciertos de la revelación, adaptados a la inteligencia de  todos”, “motivos de credibilidad que muestran que el asentimiento de  la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu”[10]
 
La fe es cierta, más cierta que todo  conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede  mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y  a la experiencia humana, pero “la certeza que da la luz divina es mayor  que la que da la luz de la razón natural”[11]. “Diez mil dificultades no hacen una sola duda”[12]
 
“La fe trata de comprender”[13]: es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a Aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento más penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada  vez más encendida de amor. La gracia de la fe abre “los ojos del  corazón” (Ef. 1,18) para una inteligencia viva de los contenidos de la  Revelación, es decir, del conjunto del designio de Dios y de los misterios de  la fe, de su conexión entre sí y con Cristo, centro del Misterio revelado.  Ahora bien, “para que la inteligencia de la Revelación sea más profunda,  el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus  dones” (DV5). Así, según el adagio de S. Agustín[14],“creo para comprender y comprendo para creer mejor”. Cuando el  espíritu trata de comprender el por qué y el cómo de la vida cristiana para  adherirse y responder a lo que Dios pide, hay que ayudarse meditando las  Sagradas Escrituras, especialmente el Evangelio, empleando las imágenes  sagradas, los textos litúrgicos del día o del tiempo, los escritos de los  Padres espirituales, las obras de espiritualidad, el gran libro de la acción y  el de la historia, la página del “hoy” de Dios pues “en El vivimos, nos movemos  y existimos”[15] 
 
2.4.- Fe y ciencia. 
 
“A pesar de  que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber desacuerdo entre  ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios y comunica la fe ha  hecho descender en el espíritu humano la luz de la razón, Dios no podría  negarse a sí mismo ni lo verdadero contradecir jamás a lo verdadero”[16]. “Por eso, la investigación metódica en todas las  disciplinas, si se procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nuca estará realmente en oposición con la fe, porque las realidades  profanas y las realidades de fe tienen su origen en el mismo Dios. Más aún,  quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerza por escrutar lo  escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios,  que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son”[17].  
 
“Ciertamente, Dios llama a los  hombres a servirle en espíritu y en verdad. Por ello, quedan vinculados por su  conciencia, pero no coaccionados. Porque Dios tiene en cuenta la dignidad de la persona humana que El mismo ha  creado, que debe regirse por su propia determinación y gozar de libertad. Esto  se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús en quien Dios se manifestó  perfectamente a sí mismo y descubrió sus caminos. En efecto, Cristo, que es  Maestro y Señor Nuestro[18] manso y humilde de corazón[19] atrajo pacientemente e invitó a los discípulos[20]. Cristo invitó a la fe y a la  conversión, él no forzó jamás a nadie jamás. “Dio testimonio de la verdad[21], pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le  contradecían. Pues su reino no se defiende a golpes[22] sino que se establece dando testimonio de la verdad y prestándole oído,  y crece por el amor con que Cristo, exaltado en la cruz, atrae a los hombres  hacia Él”[23] 
 
“Los Apóstoles, enseñados por la palabra y por el ejemplo de  Cristo, siguieron el mismo camino. Desde los primeros días de la Iglesia los  discípulos de Cristo se esforzaron en inducir a los hombres a confesar a Cristo  Señor, no por acción coercitiva ni por artificios indignos del Evangelio, sino  ante todo por la virtud de la palabra de Dios[24]. Anunciaban a todos resueltamente el designio de Dios  Salvador, “que quiere que todos los hombres se salven, y lleguen al  conocimiento de la verdad”[25]; pero al mismo tiempo respetaban a los débiles, aunque estuvieran en el error, manifestando de este modo cómo “cada cual  dará a Dios cuenta de sí”[26], debiendo obedecer  entretanto a su conciencia. Lo mismo que Cristo, los Apóstoles estuvieron  siempre empeñados en dar testimonio de la verdad de Dios, atreviéndose a  proclamar cada vez con mayor abundancia, ante el pueblo y las autoridades,  “la palabra de Dios con confianza”[27] 
 
Pues creían con fe firme que el Evangelio mismo era verdaderamente la virtud de  Dios para la salvación de todo el que cree[28]. Despreciando, pues,  todas “las armas de la carne”[29], y  siguiendo el ejemplo de la mansedumbre y de la modestia de Cristo, predicaron  la palabra de Dios confiando plenamente en la fuerza divina de esta palabra  para destruir los poderes enemigos de Dios[30] y llevar a  los hombres a la fe y al acatamiento de Cristo[31].  
 
Los Apóstoles, como el Maestro, reconocieron la legítima autoridad civil: “no hay autoridad que no provenga de Dios”, enseña el Apóstol, que en  consecuencia manda: “toda persona esté sometida a las potestades superiores…;  quien resiste a la autoridad, resiste al orden establecido por Dios”[32]. Y al mismo tiempo no tuvieron miedo de contradecir al poder público, cuando éste  se oponía a la santa voluntad de Dios: “hay que obedecer a Dios antes que  a los hombres”[33]. Este camino siguieron innumerables mártires y fieles a  través de los siglos y en todo el mundo”[34] 
 
Creer en Cristo Jesús y en Aquél que lo envió  para salvarnos es necesario para obtener esa salvación[35] 
 
“Puesto que `sin la fe… es imposible agradar a Dios’[36] y  llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella  y nadie, a no ser que `haya perseverado en ella hasta el fin’[37] obtendrá la vida eterna”[38] 
 
2.5.- La fe es un don gratuito que Dios hace al  hombre.   
 
Este don inestimable podemos  perderlo; San  Pablo advierte de ello a  Timoteo: “Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia  recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe”[39]. Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos  alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que la aumente[40]; debe “actuar por la caridad”[41], ser sostenida por la esperanza[42] y estar enraizada en la fe de la Iglesia.  La fe nos hace gustar de antemano el gozo y  la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces  veremos a Dios “cara a cara”[43], “tal cual  es”[44]. La fe es pues ya el comienzo de la vida eterna:  
 
Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como el reflejo en un espejo,  es como si poseyéramos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura  que gozaremos un día[45].  Ahora, sin embargo, “caminamos en la fe  y no en la visión”[46], y conocemos a Dios “como en un  espejo, de una manera confusa,…imperfecta”[47]. Luminosa  por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El  mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos  asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la  muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a  ser para ella una tentación. 
 
Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham,  que creyó, “esperando contra toda esperanza”[48]; la  Virgen María que, en “la peregrinación de la fe” (Lumen Gentium 58),  llegó hasta la “noche de la fe”[49]  participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y  tantos otros testigos de la fe: “También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe” (Hebreos 12,1-2).
 
Dios nos comunica el don de la fe en el Bautismo, como una semilla, y nosotros tenemos que hacerlo crecer y fructificar con nuestras buenas obras. 
 
Para vivir en la fe, crecer y perseverar en ella, es necesario alimentarnos con la Palabra de Dios, mantenernos unidos a la fe de toda la Iglesia, y orar con insistencia a Dios pidiéndole que nos la aumente. 
 
3.- LA FE Y LAS OBRAS 
 
Pero la fe no puede ser algo abstracto, sin fundamento en la realidad. La fe que decimos tener se hace realidad, se muestra como verdadera fe, en nuestro comportamiento de cada día. 
 
Tener fe, creer, no nos puede dejar permanecer encerrados en nosotros mismos, ciegos a la realidad que nos rodea. Todo lo contrario. Tener fe, creer, nos exige llevar una vida conforme a esa fe, es decir, actuar de una manera determinada. La fe nos pide obras que estén de acuerdo con el mensaje de amor y de misericordia que Dios nos comunica al revelársenos; obras que hagan realidad en actitudes y en actos, las enseñanzas y el ejemplo de Jesús. 
 
El apóstol Santiago nos dice: “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: ‘Tengo fe’, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarlo la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de ustedes les dice: ‘Váyanse en paz, caliéntense y llénense’, pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras está realmente muerta”[50] 
 
4.- MODELOS DE FE 
 
La Sagrada Escritura nos presenta muchos personajes que por su vida son para nosotros testigos y modelos de una fe auténtica. Entre estos personajes podemos destacar a Abrahán y a María. 
 
San Pablo, en su Carta a los Romanos, llama a Abrahán “padre de los creyentes”[51]. La Carta a los Hebreos, que hace un gran elogio de la fe de los antiguos patriarcas, habla de su vida como un continuo acto de fe. Dice: “Por la fe, Abrahán obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber adónde iba. Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en la tierra prometida… Por la fe, Sara recibió vigor para ser madre… Por la fe, Abrahán, sometido a prueba, presentó a Isaac como ofrenda…”[52]. Y aunque muchos hombres y mujeres del Antiguo Testamento merecieron el elogio de la fe ejemplar, Dios tenía ya dispuesto algo mejor: la gracia de creer  en su Hijo Jesús, “el que inicia y consuma la fe”[53] 
 
La Virgen María realiza de la manera más perfecta la “obediencia de la fe”: en  la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel,  creyendo que “nada es imposible para Dios” (Lucas 1, 37; Génesis 18, 14) y dando su  asentimiento: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”  (Lucas 1, 38). Isabel la saludó: “¡Dichosa la que ha creído que se cumplirán la  cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” (Lucas 1, 45); por esta fe  todas las generaciones la proclamarán bienaventurada (ver Lucas 1, 48). Durante  toda su vida, y hasta su última prueba (Lucas 2, 35), cuando Jesús, su hijo,  murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el “cumplimiento”  de la palabra de Dios. Ella, como dice San Ireneo, “obedeciendo fue causa de su salvación propia y de la de todo el género humano”. Por eso no pocos Padres  antiguos en su predicación gustosamente afirman con él: “El nudo de la desobediencia  de Eva fue desatado por la obediencia de María: lo que ató la virgen Eva por su  incredulidad, lo desató la Virgen María por su fe”; y comparándola con Eva  llaman a María “Madre de los vivientes”, y afirman con mucha frecuencia: “la  muerte nos vino por Eva, la vida por María (ver Lumen Gentium 56). María es  virgen porque su virginidad es signo de su fe “no adulterada por duda alguna” (Lumen  Gentium 63) y de su entrega total a la voluntad de Dios. Su fe es la que le  hace llegar a ser la madre del Salvador: “Más bienaventurada es María al  recibir a Cristo por la fe que al concebir en su seno la carne de Cristo” (San  Agustín, de sanctavirginitate 3)    
 
Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la FE.  
 
La fe es ante todo una adhesión personal del hombre  a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a TODA la  verdad que Dios ha revelado. Para el cristiano, creer en Dios es  inseparablemente creer en Aquel que Él ha enviado, su “Hijo amado” en quien ha  puesto toda su complacencia (Marcos 1, 11) Dios nos ha dicho que le escuchemos  (ver Marcos 9, 7). El Señor mismo dice a sus discípulos: “Creed en Dios, creed  también en mi” (Juan 14, 1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el  Verbo hecho carne: 
 
Nosotros creemos y confesamos que Jesús  de Nazaret, nacido judío de una hija de Israel, en Belén en el tiempo del rey  Herodes el Grande y del emperador César Augusto; de oficio carpintero, muerto  crucificado en Jerusalén, bajo el procurador Poncio Pilato, durante el reinado  del emperador Tiberio, es el Hijo eterno de Dios hecho hombre, que ha  “salido de Dios” (Juan 13, 3), “bajó del cielo” (Juan 3,  13; Juan 6, 33), “ha venido en carne” (1 Juan 4, 2), porque “la  Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su  gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de  verdad… Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia”  (Juan 1, 14. 16). (verCatecismo de la Iglesia Católica n. 424)  
 
“A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único que  está en el seno del Padre, el lo ha contado” (Juan 1, 18). Porque “ha visto al  Padre” (Juan 6, 16), él es único en conocerlo y en poderlo revelar (ver Mateo  11, 27). No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el  Espíritu Santo quien revela a los hombres quien es Jesús. Para entrar en  contacto con Cristo, es necesario primero haber sido atraído por el Espíritu  Santo. El es quien nos precede y despierta en nosotros la fe. Mediante el  Bautismo, primer sacramento de la fe, la Vida, que tiene su fuente en el Padre  y se nos ofrece por el Hijo, se nos comunica íntima y personalmente por el Espíritu  Santo en la Iglesia. “El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de  Dios… Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1 Corintios 2,  10-11). Sólo Dios conoce a Dios enteramente. Nosotros creemos en el Espíritu  Santo porque es Dios. “La fe de todos los cristianos se cimenta en la Santísima  Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo” (San Cesáreo de Arlés)  
 
5.- LA FE DE LA IGLESIA 
 
Aunque la fe es un acto personal, libre y consciente, nunca es un acto aislado. Nadie puede creer solo, así como nadie puede vivir solo. Todo el que cree ha recibido la fe de otro o de otros, y debe, a su vez, comunicarla a otros. 
 
La Iglesia, comunidad de fe, es la primera que cree, y a la vez, la que sostiene la fe particular de quienes somos parte de Ella. 
 
Para entrar a ser parte de la Iglesia recibimos el Bautismo, y en el Bautismo Dios nos da la fe. Después, la Iglesia forma nuestra fe, nos instruye, y nos impulsa a confesarla con nuestra vida, si es necesario. 
 
A lo largo de los siglos y hasta el final de los tiempos, la Iglesia ha guardado y conservado, y seguirá haciéndolo, el tesoro de la fe, para transmitirlo de generación en generación. Por eso decimos que la Iglesia es la madre de los creyentes.
 
La fe de la Iglesia, nuestra fe, es siempre una y permanece intacta, a pesar de la diversidad de los tiempos, de las culturas y de los hombres.
 
6.- EL CREDO, SÍMBOLO DE LA FE  
 
Desde su nacimiento con los apóstoles, la Iglesia expresó y transmitió su fe en fórmulas breves y muy concretas. Más adelante, quiso recoger lo esencial de la fe en resúmenes orgánicos y articulados, destinados principalmente a preparar a quienes iban a recibir el Bautismo. Estas síntesis de la fe reciben los nombres de “Profesiones de fe”, “Símbolos de la Fe”, y “Credo”, tres expresiones que significan lo mismo. 
 
Entre todos los Símbolos de la Fe de las diferentes épocas de la historia de la Iglesia, se destaca el llamado “Credo de los Apóstoles”, porque resume fielmente la fe de los apóstoles y la Iglesia primitiva. 
 
Cuando rezamos el Credo, entramos en comunión con Dios y con toda la Iglesia. 

MARIA Y LOS SANTOS MODELOS DE FE 
 
1.- MARÍA, MODELO DE FE POR EXCELENCIA 
 
1.1.- MARIA MODELO DE FE 
 
Escuchando la invitación de nuestra Madre la Iglesia, a quien servimos por nuestra vocación y ministerio, estamos celebrando el Año de la Fe, y queremos profundizar sobre este acontecimiento, bajo la mirada de Santa María, la Mujer de Fe por excelencia, y que es Madre y Maestra de la Fe, como la llamaba San Buenaventura: "Educadora de los Apóstoles y Maestra de los Evangelistas". Por eso vamos a reflexionar sobre la Fe, desde la dimensión de la Revelación en la Sagrada Escritura. 
 
Haciendo referencia a este tema, todos sabemos que el día 11 de Octubre de 2012 dio comienzo el año de la Fe, proclamado por nuestro Papa emérito Benedicto XVI. Es admirable que haya elegido para su partida la fecha de los 50 años del nacimiento del Concilio Vaticano II, y la víspera del día del descubrimiento de América; que son momentos tan especiales en la vida de la Iglesia y de nuestras tierras, porque han aportado consuelo, esperanza, animación, presencia del Espíritu que dirige la Historia de la Salvación y ha puesto a la Iglesia en su ingente tarea de evangelización, a través del acercamiento, el encuentro y el diálogo con los hombres. Y precisamente, eso mismo es lo que, ante nosotros acontece en este Año de la Fe[54]. 
 
Estamos viviendo momentos de la historia en que en los diversos ambientes, también en los nuestros, no se conoce, no se acoge a Jesucristo, es un tiempo en que sus seguidores escasean: unos por hacer oídos sordos y otros porque deciden abandonar e irse, surge ante nosotros ese toque de atención para activar nuestro compromiso a proclamar el evangelio de Jesucristo y a ampliar nuestra vocación misionera. Y lo mismo que ha hecho la Iglesia en otros tiempos, de nuevo se realiza el impulso, proclamando este Año de la Fe, junto a María, primera creyente y primera evangelizadora. 
 
Lo mismo que los apóstoles, el Papa emérito, ha querido que la Iglesia entrase en el Año de la Fe, en silencio, con sosiego… llegando al fondo donde se encuentra Dios y, delicadamente, ha decidido que los acompañase María. 
 
Y ahí está María como Madre y protectora, instruyendo a los apóstoles, enseñando a los evangelistas, animando a los mártires, fortaleciendo a los débiles, consolando a los tristes… porque no hay ni un sólo hijo que no tenga un sitio especial en el corazón de la Madre. Por eso, si María no dejó solos a los seguidores de su Hijo desde los comienzos de la cristiandad, ¡cómo iba a dejarnos solos a nosotros, en estos momentos tan apurados, por los que estamos pasando! Esto es lo que nosotros estamos tratando de ver: la presencia de María, que camina con nosotros, nos custodia y es nuestra fiel compañera y Guía segura para llegar seguros hasta su Hijo Jesús. 
 
María conoce mejor que nadie que, el desafío que su Hijo nos ha planteado hoy, de creer y ser portadores de fe entre los hombres de hoy, reclama una valentía que nadie asumiría fácilmente, porque tiene un hondo significado y no todos serán capaces de acogerlo. Ella sabe que este momento de la historia requiere cimientos y columnas firmes en Fe y seguros en la Esperanza y ¿quién mejor que la Madre para ayudarnos a conseguirlo?. 
 
Porque son, precisamente personas, como las que han hecho posible estos eventos; personas como María, como los apóstoles, como Francisco de Asís, como Santo Domingo, Ignacio de Loyola,  como Juan XXIII, como Juan Pablo II, como Benedicto XVI, como el Papa Francisco… las que hacen falta en el año de la FE. Personas que sean capaces de trasmitir la FE cristiana en la Nueva Evangelización, es la pretensión de la Iglesia al proclamar este acontecimiento. No personas que quieran ir imponiendo un nuevo evangelio, sino personas que acepten que, Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre. Personas capaces de dar una respuesta adecuada a los signos de los tiempos, a las necesidades de los seres humanos y de los pueblos, a los nuevos contextos que nos muestra la cultura actual… por medio de los cuales podamos expresar nuestra identidad cristiana buscando el sentido de nuestra existencia. 
 
Proclamar La Nueva Evangelización, como nos pide la Iglesia, significa promocionar una cultura mucho más asentada en el evangelio; y el verdadero evangelizador es sólo aquél que vive el evangelio, que ha tenido experiencia de Jesucristo; es el mismo texto, del que se habló del Sínodo de los obispos, y fue expresado de esta forma: “Este Sínodo será como un nuevo cenáculo en el que los obispos, como los apóstoles, reunidos en oración con la Madre de Cristo, preparan los caminos para la nueva Evangelización” 
 
No puede estar más claro. Somos personas de Fe, cristianos hermanos que hemos descubierto nuestra irrenunciable relación y dependencia de Dios; convocados para ser enviados en misión, para ser evangelizadores; hermanos abiertos para afrontar los retos y los desafíos de los tiempos cambiantes. Se nos necesita a nosotros. Se nos necesita, como a cualquier persona desde su realidad concreta, con sus dones y su carisma. Para la evangelización, se necesitan personas insertadas en empresas, colegios, política, trabajo social, empresarios, gente de la cultura, cantantes, actores… padres, madres de familia…, nadie puede quedar excluido. Se necesitan personas normales, sencillas, con más o menos conocimiento, con pocos o muchos años, personas alegres y gozosas, más ricas o más pobres… personas que lleven el tesoro dentro del corazón. 
 
Personas capaces de responder a la llamada. De llevarla Buena Noticia a todos los rincones de la tierra. Personas que lo den todo y para siempre…Estamos en el Año de la FE. Un largo camino se abre en nuestro horizonte. Tenemos algo grande que hacer… algo que nos hará, realmente felices. Toda una historia por contar y una más grande para vivir. 
 
Es por eso que siempre recurrimos a Ella, a la Madre, Aquella mujer que tiene la “plenitud de gracia” (gratia plena) y que es un rasgo particular que distingue a María y la convierte, como también a los santos, en un testigo privilegiado de la fe. Esto la pone en relación con nosotros y con el mundo, necesitados de su testimonio. 
 
La Virgen María es modelo de todo creyente o de todo posible creyente. Basta mirarla, contemplarla, para aprender cómo se debe creer[55]. Y seguir meditando, invitando para que todos la veamos y no dejemos de aprender sus actitudes de fe: 
 
Su respuesta al Ángel del Señor, resume humildad y sabiduría. A Ella le basta saber que la iniciativa es de Dios, garantizada por la palabra del Enviado (el Arcángel Gabriel). La fe es saber, gracias a la Palabra anunciada legítimamente, es el homenaje del creyente a Dios que se revela. Este es un saber distinto del que se deriva del esfuerzo académico. María comprueba que el Arcángel es un enviado de Dios y supera el legítimo deseo de comprender cómo se cumpliría lo que le era anunciado. Su consentimiento incluye echar por tierra, en cierto modo, lo que tenía pensado y decidido. Consideró a José como el providencial custodio de su virginidad consagrada. A partir del anuncio del Ángel José será el custodio de su maternidad virginal. Es el estado en el que la Escritura nos presenta a María, embarazada de Dios, y su sorprendente relación con el Misterio de Dios encarnado. 
 
Seguir contemplando a María, como mujer creyente y modelo de fe, la que no obstante su estado de “plenitud de gracia”, debe transitar la vida terrenal empujada por un mundo sustancialmente incrédulo. Su vida, entre sus familiares y vecinos, no tiene nada de extraordinario. No aparece, en los Evangelios canónicos, que María hiciera milagros o gozara de singulares apariciones. Se mueve serenamente, como si no tocara con sus pies el suelo que pisa. No se hace notar, no busca ser más que la Madre de Jesús, que sigue acompañando a su Hijo hasta el doloroso destino de cruz. La asiste la esperanza de la Resurrección, que el Señor intenta infundir en sus principales discípulos. Como la mejor discípula aprende a creer que el Verbo Eterno está en aquello que ve y toca de su Hijo amado. No necesita ver lo invisible ni tocar lo intangible, basta saber, como lo sabe, que es Él, revelando a los humildes el Misterio del amor de su Padre y suyo. 
 
Seguir contemplando a nuestra Madre, y celebrarla con alegría, para que Ella nos enseñe el camino de la fe y su compromiso; la sencillez y la grandeza de dejarnos amar por Dios en su Hijo Jesús.  
 
1.2.- MARÍA REINA DE TODOS LOS SANTOS 
 
Con esta invocación se quiere poner a María en lo más alto de la santidad conseguida por todas las criaturas humanas. Motivos muy distintos tenemos para llamar a María "Reina de todos los Santos": 
 
1.- En primer lugar, porque es la Madre del Rey le pertenece a Ella el título de Reina.  
 
2.- Aventaja a todo ser humano en privilegios: "Es la bendita entre todas las mujeres", es la única que puede ostentar la gracia de tener por Hijo a Dios, no por mérito propio, sino por pura gratuidad de Dios, su actitud de colaboración a los planes de Dios la hacen partícipe en la gran obra de la Redención por la que los humanos podemos alcanzar la gran dignidad de ser partícipe de la naturaleza divina, que nos hace ser Santos. 
 
3.- Aventaja a todos los Santos en virtudes y perfecciones, observa al respecto San Bernardo, el apóstol por excelencia de María en la Edad Media:
 
"No le falta a María:
Ni la fe de los Patriarcas,
ni la esperanza de los Profetas,
ni el celo de los Apóstoles,
ni la constancia de los Mártires,
ni la templanza de los Confesores,
ni la pureza de las Vírgenes". 
 
Si María es modelo de todas las virtudes, los Santos tuvieron en Ella un espejo en donde mirarse, un estímulo para superarse. Ella como Madre reprodujo todas las virtudes, que están al alcance de las personas. La ejemplaridad de María está en todos los órdenes y para todos los estados. Nos confirma esto el ejemplo de los Santos, quienes con el auxilio de María han llegado al grado de perfección del que en el cielo disfrutan. No hay estado ni forma posible de vida que no encuentre en María la virtud o virtudes, que necesitan para sobresalir en un limpio pugilato de amor a Dios.
 
La intercesión de María nos es imprescindible en nuestra vida espiritual todo ello por pura gratuidad de Dios. Así nos lo ha contado el "Doctor Melifluo" (Maestro que destila miel), quien entre las alabanzas que dirige a María sobresale la que nos cuenta de su patrocinio y poderosa mediación: "Nada quiso darnos Dios que no pasase por manos de María. Tal es la voluntad de aquel que ha querido que todo lo conseguimos por su medio".  
 
Esto nos lleva a la conclusión de que toda persona santa tiene que ser mariana. Gráficamente nos lo decía San Juan de Avila. "Más quiero estar sin pellejo que sin devoción a María". Muchos se han distinguido por un singular amor filial a Nuestra Señora, pero todos se han acercado a Ella como modelo a imitar e intercesora a quien acudir. San Efrén, diácono (300 - 370) nos indica lo que María es para todos y cada uno de los Santos: "Oh Virgen, Vos sois el júbilo de los Santos". 
 
No hay Santo, si no hay amor a Dios, y esto supone que amemos lo que El ama, al prójimo, entre los que tienen derecho al amor de los demás sobresale: María. 
 
Son muchas las razones que tenemos para amarla:
 
. Es la Madre de Dios, a quien tengo que amar.
. Es mi Madre, este es el motivo para amarla.
. Es la Madre de la Iglesia, a la que pertenecemos. 
 
El marianismo es una tónica común a todos los Santos, algunos sobresalen por el espíritu de invocación, otros por el de alabanza, gratitud, imitación y servicio. Los matices pueden ser distintos, pero su labor sigue siendo la misma, cumplir la recomendación que María nos ha dejado en el Evangelio: "Hagan lo que El les diga". (Jn. 2, 5). 
 
Los Santos ayudados por María e imitadores de sus virtudes nunca han superado al modelo, pues, la santidad está en proporción directa con el amor de Dios y ninguna criatura supera a María, ya que Ella es la "llena de gracia". 
 
La misión para la que Dios la había escogido exigía que Ella sobresaliese entre todos por la santidad, que es el valor más cotizado por Dios, pues, su amor le hizo acercarse a nosotros hasta el punto de ser "en todo semejante a nosotros menos en el pecado", para que nosotros podamos participar de la naturaleza divina y ser santos. 
 
A María la podemos contemplar en cada una de las virtudes: caridad, esperanza., fe, pureza, humildad etc.., y veremos cómo ninguna criatura la ha superado en el ejercicio de la misma, por eso con toda razón podemos llamarla "Reina de todos los Santos".
 
2.- LOS SANTOS MODELOS DE FE 
 
2.1. ¿Quiénes son? 
 
Son hermanos que han hecho el camino de fe que estamos haciendo hoy nosotros, pues aun cuando Cristo es nuestro modelo de fe, leemos en la Biblia que Pablo se pone a sí mismo como ejemplo de seguidor de Cristo, e incita a los creyentes a ser sus imitadores, como él lo es de Cristo: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte es ganancia... Hermanos, sigan mi ejemplo y fíjense también en los que viven según el ejemplo que nosotros les hemos dado a ustedes» (Fil. 1, 21 y 3, 17), «Sigan ustedes mi ejemplo como yo sigo el ejemplo de Cristo Jesús» (1 Tim. 1, 16). Los santos son seguidores de Cristo, por ello su testimonio incita a los creyentes a ser sus imitadores, como él lo es de Cristo.  
 
2.2.- Dios acepta la oración de los santos  
 
La Biblia nos enseña también que debemos ayudarnos mutuamente con la oración. «La oración de los santos es como perfume agradable ante el trono de Dios» (Apoc. 8, 4). «Ahora me alegro, dice el Apóstol Pablo, en lo que sufro por ustedes, porque de esta manera voy completando en mi propio cuerpo lo que falta a los sufrimientos de Cristo por la Iglesia, que es su cuerpo» (Col. 1, 24). «La oración fervorosa del hombre bueno tiene mucho poder. El profeta Elías era un hombre tal como nosotros, y cuando pidió en su oración que no lloviera, dejó de llover sobre la tierra durante tres años y medio y después cuando oró otra vez, volvió a llover y la tierra dio su cosecha» (Stgo. 5, 16-18). «Los cuatro seres vivientes y los 24 ancianos se pusieron de rodillas delante del Cordero. Cada uno de los ancianos tenía un arpa, y llevaban copas de oro llenas de incienso, que son las oraciones de los que pertenecen a Dios» (Apoc. 5, 8).  
 
En todos estos textos notamos que la oración fervorosa o la intercesión de los santos tienen mucho poder delante del trono de Dios. No podemos dudar de que estos santos, que ahora están delante de Dios, van a interceder por nosotros, como lo hizo Moisés al hablar con Dios para aplacar su ira invocando a Abraham, Isaac y Jacob (Ex. 32, 13).  
 
Al invocar a los santos siempre contemplaremos las virtudes que obró Dios en ellos. Dios está siempre en el trasfondo de nuestra invocación o veneración a los santos. Los santos no nos alejan de Dios, sino que nos invitan a ponernos directamente en contacto con El, con la sola mediación de Jesucristo.  
 
2.3. ¿Debemos evitar los excesos en la veneración de los santos?  
 
Pero en nuestra veneración a los santos debemos evitar los excesos. Por ejemplo, hay gente que no busca a los santos como un modelo de fe cristiana, sino solamente como remedio a sus dolencias, angustias y dificultades, o para encontrar un objeto que se le ha perdido. Sabemos muy bien que hay gente que se acerca a los santos con una fe casi mágica. No nos corresponde juzgar los sentimientos de nuestros hermanos que tienen una fe débil. Pero estoy seguro de que Dios respeta la conciencia de cada uno.  
 
Pensemos en aquella mujer de la Biblia que sufría hemorragias de sangre durante tantos años, la que se acercó a Jesús tal vez con una fe mágica, pensando que con sólo tocar su manto sanaría, y la señora con esta fe que a nosotros nos parece medio mágica sanó. Pero luego Jesús buscó a aquella mujer y quiso darle más que un simple remedio a sus dolencias. Jesús deseaba un encuentro personal con aquella enferma y aclarar la verdadera razón de su sanación: La fe. «Hija, has sido sanada porque creíste» (Lc. 8, 43-48).  
 
Creo que hay mucha gente católica, entre nosotros que se acerca a Cristo y a los santos con esta actitud tímida, con esta fe no muy clara, tal vez con creencias medio mágicas. Pero no tenemos derecho a humillar o aplastar esta poca fe que tiene la gente sencilla. Es un pecado muy grave burlarse de la fe débil de uno de nuestros hermanos. Debemos ayudarles con mucho amor a purificar su fe, como lo hizo Jesús con aquella mujer enferma. Un poco de fe basta para que Dios actúe.  
 
Damos gracias a Dios por habernos hecho el hermoso regalo de nuestros santos latinoamericanos. Ojalá que nosotros, contemplando sus ejemplos logremos también la santidad. Y que la Iglesia no obliga a nadie a invocar y tener devoción a los santos. Esto depende del gusto, de la cultura y de la libertad de cada cristiano. Es un camino que se ofrece, y dichosos de nosotros si lo aceptamos con humildad y agradecimiento.  
 
2.4.- Dice el CATECISMO 
 
¿Somos todos llamados a la santidad?
Sí, todos los bautizados, ya pertenezcan a la Jerarquía, a los laicos, todos somos llamados a la santidad.
 
¿Quiénes son los santos?
Los que llegaron ya a la patria y gozan de la presencia del Señor. Ellos no cesan de interceder por nosotros presentando a Dios por medio del único Mediador Jesús (1, Tim. 2, 5), los méritos que en la tierra alcanzaron.  
 
¿A qué nos llama Dios?
Dios nos llama a responder al deseo natural de felicidad que El mismo ha puesto dentro de nosotros. Y esta felicidad sólo la podemos lograr con la santidad de vida.  
 
¿Qué es la comunión de los santos?
La comunión de los santos significa que así como todos los creyentes forman entre sí un solo cuerpo, así también el bien de unos se comunica a otros.  
 
¿Interceden los santos por nosotros?
Sí, ellos interceden por nosotros al presentar, por medio del Único Mediador Jesús, los méritos que adquirieron en la tierra.  
 
3.- SAN JOSÉ ES MODELO EXCEPCIONAL DE VIDA DE FE[56] 
 
3.1.- San José, El Hombre Justo
 
San José, con su Esposa, la Virgen María, son los ejemplos más eminentes y más perfectos de la vivencia de la Fe. La Iglesia lo reconoce así, y nos da a conocer las razones y los motivos de su ejemplaridad, y nos indica también el camino para llegar nosotros a una imitación lo más perfecta posible. 
 
Se habla y se escribe con frecuencia, y más en este Año de la Fe, de la ejemplaridad de los Santos Esposos de Nazaret, pero pocas veces se nos da a conocer lo más propio que debemos imitar de su ejemplaridad, y en qué debemos poner principalmente lo esencial de nuestra imitación. 
 
El Papa Beato Juan Pablo II nos dio una clave precisa, para entender justa y adecuadamente, según su realidad en los Evangelios y en la historia de la salvación, la vida de San José y su valor teológico dentro del misterio de la Encarnación, al que él pertenece por su predestinación eterna[57]. 
 
Esa clave iluminadora, a la que por desgracia se presta poca atención en la Iglesia, y no se aplica cuando se habla de San José, es: “la profunda analogía que existe” entre las perfecciones de el Santo Patriarca y de su Esposa, la Virgen María. De tal manera, que lo que contemplamos en María podemos verlo realizado proporcionalmente en José: gracia, virtudes, perfección espiritual, santidad…[58] 
 
José de Nazaret, "hombre justo", cabeza de la casa, cabeza de la familia: de la Sagrada Familia, esta desposado con María  y antes de vivir juntos resultó que ella esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo" (Mt 1, 18) [59] 
 
José no conocía el misterio de María que el Verbo vino a habitar en el seno de la Virgen y que permaneciendo virgen, se convirtió en Madre (Jn 1, 14; Mt 1, 18).. No sabía que en Aquella de quien era esposo, aun cuando, de acuerdo con la ley judía no la había recibido aún en su casa, se había cumplido la promesa de la fe hecha a Abraham. Esto es, que en Ella, en María, de la estirpe de David, se había cumplido la profecía que en otro tiempo había dirigido el Profeta Natán a David. La profecía y la promesa de la fe, cuya realización esperaba todo el pueblo, el Israel de la elección divina, y toda la humanidad. 
 
Este fue el misterio de María. José no conocía este misterio. Ella no se lo podía transmitir, porque era misterio superior a las capacidades del entendimiento humano y a las posibilidades de la lengua humana. No era posible transmitirlo con medio humano alguno. Se podía solamente aceptarlo de Dios, y creer. Tal como creyó María. 
 
José no conocía este misterio y por esto sufría muchísimo interiormente. Leemos: "José, su esposo, que era bueno y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto" (Mt 1, 19). Pero llegó cierta noche en la que también José creyó. Le fue dirigida la palabra de Dios y se hizo claro para él el misterio de María, de su Esposa y Cónyuge. Creyó, pues, que en Ella se había cumplido la promesa de la fe hecha a Abraham y la profecía que había escuchado el Rey David. (Ambos, José y María, eran de la estirpe de David). "José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque El salvará a su pueblo de los pecados" (Mt 1, 20-21). "Cuando José se despertó del sueño —concluye el Evangelista— hizo lo que le había mandado el ángel del Señor" (Mt 1, 24). Él tuvo un acto de fe.
 
No es lícito exaltar la ‘fe de María’ en el misterio de la Anunciación del Ángel, y rebajar el sentido y el contenido de la ‘fe de San José,’ en la revelación que le hizo el Ángel del Señor, de que la concepción de su Esposa, era obra del Espíritu Santo. El aceptó la palabra de Dios sin réplicas. Creyó con plena voluntad y entrega incondicional a la voluntad del Padre, porque, cuando despertó, ‘Hizo como le había ordenado el Ángel.’ (Mt 1, 24).  
 
Para no equivocar el verdadero camino de los que nos pide el Beato Juan Pablo II en la aplicación de esta doctrina, tenemos que contemplar a San José en relación con la Virgen María y con el misterio de la Encarnación. La reflexión sobre estos temas nos ayuda a descubrir el sentido y el contenido de la ejemplaridad de María y de José, que debemos imitar principalmente en este Año de la Fe. 
 
El Papa Juan Pablo II glosa este pasaje evangélico, que él interpreta como ‘momento decisivo’, para los Santos Esposos de Nazaret, y para la historia de la salvación, diciendo que ‘en cierto sentido’ se pueden aplicar al Santo Patriarca las palabras que Isabel dirigió a la Madre del Redentor, porque Él había respondido afirmativamente a la palabra de Dios, transmitida por el Ángel. (cf. RC, 4). 
 
San José aparece en este cuadro lleno de dignidad, como el auténtico varón justo, escogido, elegido y predestinado desde toda la eternidad para ser Padre virginal del Hijo de Dios, hecho Hombre, Hijo de su Esposa. Podríamos hacer aquí muchas reflexiones, sobre San José, a la luz de lo que supone para él su predestinación, juntamente con su Esposa virginal y el misterio de la Encarnación. Pero vamos a centrar nuestra atención, en su ejemplaridad para la fe, como forma de vida cristiana. 
 
Tenemos que dirigir aquí nuestra mirada a la Virgen María, que es el ejemplo por antonomasia de la vivencia de la fe, como hemos dicho más arriba. Y tenemos que tener presente también el hecho de la predestinación de San José en el mismo decreto de la predestinación de su Esposa, porque su dignidad, su grandeza, y su santidad, y todas sus gracias tienen su fundamento en su predestinación. Lo describía bellamente C. Sauvé: “María y José no han sido predestinados aisladamente. Dios, en su amor, no ha predestinado a María para José. A José para María, y a los dos para Jesús. Si Dios ha pensado con tanto amor, en María Madre del Redentor, esto no sucedió de manera independiente de su matrimonio virginal con José. Él no ha pensado en José, sino para María, y para su divino Hijo, que debía nacer virginalmente en este matrimonio”[60].  
 
José amó más profundamente a María, de la casa de David, porque aceptó todo su misterio. José, en quien se reflejó más plenamente que en todos los padres terrenos la paternidad de Dios mismo. Veneramos a José, que construyó la casa familiar en la tierra al Verbo Eterno, así como María le había dado el cuerpo humano. "El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1, 14). 
 
A partir de la Anunciación y de la realización del misterio de la encarnación del Hijo de Dios, la vida de los Santos Esposos de Nazaret cobra un sentido nuevo, y una nueva forma de llevar a cabo su misión natural y sobrenatural, motivados en todo por la fuerza de su fe. Esa es precisamente la novedad, y en esto consiste su ejemplaridad. 
 
San José, acogiendo con limpio corazón la misión que le señaló el Ángel, en la noche de la revelación del misterio de la Encarnación, se consagró decididamente a la persona de su Hijo virginal, y a su obra de salvación universal, sirviendo a su modo a la obra de la Redención, cumpliendo en todo la santa voluntad de Dios. 
 
¡José de Nazaret es una revelación particular de la dignidad de la paternidad humana! José de Nazaret, el carpintero, el hombre del trabajo. La familia se apoya sobre la dignidad de la paternidad humana, sobre la responsabilidad del hombre, marido y padre, así como también sobre su trabajo. José de Nazaret es un testimonio de ello. 
 
Las palabras que Dios le dirige: "José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer" (Mt 1, 20), Esa voz que escuchó José de Nazaret aquella noche decisiva de su vida, debe ayudar a cada uno de nosotros, de manera particular cuando amenaza el peligro de la destrucción de la familia. "No tengas miedo de perseverar". "¡No abandones!". Aprender a comportarnos como José. Y Jesús crecía en Nazaret al lado de José. Bajo su mirada vigilante y solícita. 
 
       3.2.- Custodio del Hijo de Dios y su Madre[61] 
 
El Evangelio nos dice que «José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su mujer» (Mt 1,24). En estas palabras se encierra ya la misión que Dios confía a José, la de ser custos, custodio. Custodio ¿de quién? De María y Jesús; pero es una custodia que se alarga luego a la Iglesia, como ha señalado el beato Juan Pablo II: «Al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y modelo» (Exhort. ap. Redemptoris Custos, 1). 
 
¿Cómo ejerce José esta custodia? Con discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una fidelidad total, aun cuando no comprende. Desde su matrimonio con María hasta el episodio de Jesús en el Templo de Jerusalén a los doce años, acompaña en todo momento con esmero y amor. Está junto a María, su esposa, tanto en los momentos serenos de la vida como en los difíciles, en el viaje a Belén para el censo y en las horas temblorosas y gozosas del parto; en el momento dramático de la huida a Egipto y en la afanosa búsqueda de su hijo en el Templo; y después en la vida cotidiana en la casa de Nazaret, en el taller donde enseñó el oficio a Jesús. 
 
¿Cómo vive José su vocación como custodio de María, de Jesús, de la Iglesia? Con la atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no tanto al propio;  y eso es lo que Dios le pidió a David: Dios no quiere una casa construida por el hombre, sino la fidelidad a su palabra, a su designio; y es Dios mismo quien construye la casa, pero de piedras vivas marcadas por su Espíritu. Y José es «custodio» porque sabe escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es más sensible aún a las personas que se le han confiado, sabe cómo leer con realismo los acontecimientos, está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las decisiones más sensatas. En él, queridos amigos, vemos cómo se responde a la llamada de Dios, con disponibilidad, con prontitud; pero vemos también cuál es el centro de la vocación cristiana: Cristo. Guardemos a Cristo en nuestra vida, para guardar a los demás, para salvaguardar la creación. 
 
Pero la vocación de custodiar no sólo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión que antecede y que es simplemente humana, corresponde a todos. Es custodiar toda la creación, la belleza de la creación, como se nos dice en el libro del Génesis y como nos muestra san Francisco de Asís: es tener respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos. Es custodiar a la gente, el preocuparse por todos, por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón. Es preocuparse uno del otro en la familia: los cónyuges se guardan recíprocamente y luego, como padres, cuidan de los hijos, y con el tiempo, también los hijos se convertirán en cuidadores de sus padres. Es vivir con sinceridad las amistades, que son un recíproco protegerse en la confianza, en el respeto y en el bien. En el fondo, todo está confiado a la custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos afecta a todos. Sed custodios de los dones de Dios. 
 
Y cuando el hombre falla en esta responsabilidad, cuando no nos preocupamos por la creación y por los hermanos, entonces gana terreno la destrucción y el corazón se queda árido. Por desgracia, en todas las épocas de la historia existen «Herodes» que traman planes de muerte, destruyen y desfiguran el rostro del hombre y de la mujer. 
 
Quisiera pedir, por favor, a todos los que ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito económico, político o social, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: seamos «custodios» de la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza, guardianes del otro, del medio ambiente; no dejemos que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro. Pero, para «custodiar», también tenemos que cuidar de nosotros mismos. Recordemos que el odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida. Custodiar quiere decir entonces vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque ahí es de donde salen las intenciones buenas y malas: las que construyen y las que destruyen. No debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura. 
 
Y aquí añado entonces una ulterior anotación: el preocuparse, el custodiar, requiere bondad, pide ser vivido con ternura. En los Evangelios, san José aparece como un hombre fuerte y valiente, trabajador, pero en su alma se percibe una gran ternura, que no es la virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de amor. No debemos tener miedo de la bondad, de la ternura. 

R.P. Roland Vicente Castro Juárez
                                                                                                                      Julio 2013


[1]BIBLIOGRAFIA: CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA.  n. 142-171, Carta Apostólica en forma de Motu Proprio, Porta Fidei del Sumo Pontífice Benedicto Xvi, con la que se convoca el Año De La Fe; CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II, (Constitución, Dogmática Lumen Gentium, Constitución Dogmática Dei Verbum, Constitución Pastoral  Gaudium et Spes, Declaración, DignitatisHumanae), Magisterio de la Iglesia (DS), Exhortación Apostólica, Redemptoris Custos, del Sumo Pontífice Juan Pablo II, sobre la figura y la misión de San José en la vida de Cristo y de la Iglesia; J. RATZINGER, Introducción al nuevo «Catecismo de la Iglesia católica», en O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL-J. A. MARTÍNEZ CAMINO (eds.), El catecismo posconciliar, San Pablo, Madrid 1993, 47-64, 58; http://www.zenit.org/es/articles/san-jose-es-modelo-excepcional-de-vida-de-fe.
[2]CEC 176
[3] CEC 178.
[4] Mateo 16,17; confrontar con la vocación de San Pablo: Gálatas  1,15-17; y con la de los pequeños: Mateo 11,25
[5]  DV 5
[6]Gaudium et Spes 19.
[7] S. Tomás de A., s.tú. 2-2, 2,9; confrontar Concilio  Vaticano I: DS 3010).
[8] DS 3009
[9] Cfr. Marcos 16,17-18; Hechos 2,4
[10] Concilio  Vaticano I: DS 3008-10.
[11] S. Tomás de Aquino, s.tú. 2-2,  171,5, obj.3.
[12] J.H.  Newman, apol..
[13] S. Anselmo, prosl. proem.
[14] Serm. 43,7,9
[15] Catecismo de la Iglesia Católica N. 2705
[16] Concilio Vaticano I: DS 3017
[17] Gaudium et Spes  36,2
[18] Jn 13, 13
[19] Mt  11, 28
[20] Mt 11, 28-30; Juan  6, 67-68)” (Dignitatis Humanae 11
[21] Jn 18, 37
[22] Mt 26, 51-53; Jn  18,36
[23] Jn 12, 36)  (Dignitatis Humanae 11
[24] 1Cor 2, 3-5;  1Tes 2, 3-12
[25] 1 Tim 2, 4
[26] Rom 14, 12
[27] Hch 4, 31; Ef 6, 19-20
[28] Rom 1, 16
[29] 2Cor 10,4; 1Tes 5, 8-9
[30] Ef 6, 11-17
[31] Cfr. 2 Cor 10, 3-5
[32] Rom 13, 1-2; 1Pe 2, 13-17
[33] Hch 5,  29; Hch 4, 19-20
[34] Dignitatis Humanae 11
[35] Mc 16,16; Jn 3,36; Jn 6,40 e.a.
[36] Hb 11,6
[37] Mt 10,22; Mt 24,13
[38] Concilio Vaticano I: DS 3012; cf. Concilio  de Trento: DS 1532
[39] 1 Timoteo  1,18-19
[40] Mc 9,24; Lucas 17,5; Lucas 22,32
[41] Gal 5,6; confrontar Santiago 2,14-26
[42] Cfr.  Romanos 15,13
[43] 1Cor 13,12
[44] 1Jn 3,2
[45] S. Basilio, Spir. 15,36; confrontar  S. Tomás de A., s.tú. 2-2,4,1
[46] 2Corintios 5,7
[47] 1Cor 13,12
[48] Rom 4,18
[49] Juan Pablo II, Redemptoris Mater 18
[50] Stg 2, 14-17
[51] cf. Rom 4, 11
[52] Hb 11, 8.9a.11a.17ª Cfr. CEC 145
[53] Hb 11, 40; Hb 12, 2
[54] Nota: el documento “Porta Fidei” precedió a la inauguración del Año de la Fe y sirvió de inspiración, pues el propio Papa lo cita
[55] Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc 1, 38). En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él (cf. Lc 1, 46-55). Con gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cf. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes (cf. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn 19, 25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14; 2, 1-4). Cfr. Carta Apostólica en forma de Motu Proprio, Porta Fidei del Sumo Pontífice Benedicto Xvi, con la que se convoca el Año De La Fe
[56] Tomado de:http://www.zenit.org/es/articles/san-jose-es-modelo-excepcional-de-vida-de-fe. Con motivo de la festividad mañana de San José Obrero, ofrecemos un artículo de fray Enrique Llamas Martínez OCD, presidente de la Asociación Mariológica de España, que afronta la figura del padre de Jesús y esposo de María, con motivo del Año de la Fe
[57] Exhortación Apostólica, Redemptoris Custos, del Sumo Pontífice Juan Pablo II, sobre la figura y la misión de San José en la vida de Cristo y de la Iglesia
[58] Juan Pablo II, RCustos, 3.
[59] Visita Pastoral a Terni, Misa para el pueblo en el estadio de la ciudad, Homilía del Santo Padre Juan Pablo II, Jueves 19 de marzo de 1981, Copyright 1981 - Libreria Editrice Vaticana
[60]C. Sauvé, Le Mystére de Joseph, Nice, 1978, p. 30.
[61] Tomado de la Santa Misa, Imposición del Palio y Entrega del Anillo del Pescador en el solemne inicio del ministerio petrino del Obispo de Roma, Homilía del Santo Padre Francisco, Plaza de San Pedro, Martes 19 De Marzo De 2013, Solemnidad de San José