2. LOS LIBROS DE LA BIBLIA
SON PALABRA DE DIOS[1].
La
Biblia conserva y transmite la Revelación de Dios, destinada a los hombres de
todos los tiempos. Podríamos decir que la Revelación es a la Sagrada Escritura lo que el suceso es a la noticia
que lo da a conocer. El antiguo y el nuevo
Israel consideraron Palabra de
Dios no sólo la Revelación (historia y palabra), sino también su noticia
escrita, el Libro Sagrado. La Biblia no
es sólo la relación por muy fiel que
sea, de la Palabras de Dios, ni únicamente contiene la revelación realizada por
Dios con su palabra y acciones salvíficas, ni que es realmente Palabra de Dios.
Ahora pretendemos verificar este asunto, tanto para el N.T. haciendo un
recorrido a través de los grandes complejos literarios en los que ha ido
condensándose la revelación bíblica.
2.1.
Antiguo Testamento
2.1.1. La Ley de Dios (La Torah)
Israel
siempre consideró la Torah como algo
divino, ya que fue dada por Dios y transmitida por Moisés. Poco a poco la Ley se fue poniendo por
escrito a lo largo de diversas épocas y haciendo sus correspondientes
adaptaciones al momento, de manera que casi de una manera automática apareció
como la expresión codificada de la
Voluntad de Dios y como un transunto de su Transcendencia.
a) El documento del “pacto
sinaítico”.
Dios
pronuncia sus Palabras (Ex 20, 1 ss):
Moisés refiere al pueblo “todas
las palabras del Señor y todas las normas” (Ex 24, 3), y las escribe (24,
4); coge después “el libro de la Alianza y lo lee en presencia del
pueblo” y el pueblo responde: “todo
cuanto el Señor ha ordenado, nosotros lo haremos” (24, 7). Lo mismo sucede
con la narración Yahvista de la Alianza sinaítica (renovación de la Alianza por
su redactor final): cf. Ex 34, 27-28. Mediante la lectura y escucha de la Ley,
Israel se coloca, con una fe obediente, frente a la misma Palabra de Dios. Cuando la Torah ha cobrado, después del
exilio, la actual extensión literaria del Pentateuco, Israel entrará en
contacto con Dios a través de la lectura y escucha de esas páginas: cf. Ex 8,
1-15; 9, 33-36; 10,1-30.
b) La carta constitucional del
Rey.
El
libro de la Ley, descubierto bajo el reinado del Rey Josías durante los
trabajos de restauración del Templo de Jerusalén, es el origen y la fuente de
inspiración de una radical reforma religiosa (cf. 2 R 22-23). Se trata probablemente de la sección
legislativa del Dt 12-26 (véase cap 5, 3), de aquella “copia de la Ley” de la cual leemos en Dt 17, 18-20): “Cuando (el rey) se siente sobre el trono
real, escribirá para su uso en un libro una copia de esta ley según el ejemplar
de los sacerdotes levíticos. La tendrá
junto a sí todos los días de su vida para
aprender a temer al Señor su Dios, a observar todas las palabras de esta ley
y todos sus mandamientos”. Asimismo las familias de los israelitas deberán buscar en los
preceptos y en la Ley escrita el alimento cotidiano por medio de la fe y de la
fidelidad a la Alianza (cf. Dt 6, 6-9; 11 , 18-20). En el Deuteronomio “la
Palabra” o “las palabras” no designan ya la palabra pronunciada por Dios, sino la palabra escrita: “La ley se considera como la expresión
codificada de la Revelación divina, a la que está prohibido sustraerle o
añadirle nada (cf. Dt 4, 2; 13, 1). Esta noción es ya la del libro sagrado, que
se desarrolla después del exilio y que acaba por englobar no sólo a la Ley sino
también a los libros en los cuales se conservaban los discursos de los profetas, y
ulteriormente los de los Sabios”[2]
c) Exaltación de la Ley.
Leamos
finalmente el Sal 119, verdadero monumento de la exaltación de la Ley del
Señor. El autor de este Salmo post-exílico conoce ya el Pentateuco, al que
parece referirse de forma especial. El
autor exalta la Ley, pero al mismo tiempo exalta la Escritura. El Salmo 119 salmo “alfabético” se compone de
veintidós estrofas, tantas cuantas letras tiene el alfabeto hebreo y según su
orden. Podría pensarse en una especie de
personalidad de la Ley escrita, si no fuera porque los diversos
sustantivos que indican la Ley van acompañados de un posesivo: Tu Ley, Tu
palabra, Tus mandamientos ... En todo caso, en determinados momentos, la ley
pasa ocupar el lugar de Dios; es alabada por sí misma: aquel “No me ocultes tu Rostro” (Sal 27, 9; 44,
25); en el v 24 los dictámenes” están personificados: “tu dictámenes hacen mis
delicias, personas de buen consejos” (literal); la Ley es por sí misma capaz de
milagros, de maravillas” (vv. 18, 27. 129).
El salmista tiene, por lo tanto, frente a sí el libro de la Torah pero
no como algo impersonal. El salmista
dialoga con Dios mismo que habla y se revela en la Torah; el salmista profesa
la Ley escrita como Palabra de Dios.
2.1.2. Los libros de los profetas.
El
profeta de Israel es esencialmente el
que comunica al pueblo un mensaje de partes de Dios, como lo ponen de
manifiesto las fórmulas proféticas :
“Vino sobre mí la palabra del Señor”, “la
palabra del Señor que recibió el profeta...”
“Escuchen la palabra del Señor”, “Así habla el Señor”, “Oráculo del Señor”. El profeta es “la boca de Dios” (Jer 15, 19), es “el
hombre de Dios” (1 Sm 2, 27), de manera
que no se distingue entre la palabra de
Dios y la del profeta: “los
israelitas no quieren escucharte, porque no quieren escucharme” (Ez 3, 7);
“Yo les envié a mis siervos, los profetas
siempre y sin tardanza, pero ellos no me escucharon y no me prestaron oídos”
(Jr 7, 25-26). Cuando los oráculos de los profetas se ponen por escrito, a
veces por el mismo profeta (Cf. Is 8,
16; 30, 8; Ha 2, 2; Jr 36, 4. 32; 45, 1;
51, 60), el libro de las profecías llega consecuentemente a participar de la
transcendencia del mensaje oral: puede ser llamado. El Libro del Señor, que en Is 34, 16 designa probablemente
una primera recopilación de los oráculos del profeta. A este respecto hay dos
textos particularmente significativos.
a) El rollo de Jeremías quemado (Jer
36).
El
Señor ordena a Jeremías que escriba en un rollo los oráculos pronunciados hasta
entonces. Se los dicta a sus secretarios Baruc, quien va a leerlos públicamente
en el Templo de Jerusalén. El impío
rey Joaquín advertido, mandó secuestrar
el rollo y sentado en el palacio de invierno frente al brasero encendido,
empezó a rasgar con un estilete de escriba todo el rollo, quemándolo trozo a
trozo. Las palabras escritas por
Jeremías son “palabras del Señor” (vv. 6.8.11); la destrucción del
rollo por parte del rey es interpretada por el profeta como un delito contra la
palabra de Dios, que se va a sumar a las
iniquidades precedentes (vv. 27-31) por las cuales el profeta preanunció la
invasión babilónica. El rollo vuelve a
ser escrito (v. 32); la palabra escrita por el profeta, por ser Palabra de
Dios, no debe permitirse que se pierda.
b) El rollo comido (Ez
2,3-3,11)
Es
conveniente que el lector ponga en parangón la vocación de Ezequiel con la análoga de Jeremías (Jr 1 ).
Jeremías ve acercarse al Señor quien “extiende la mano, le toca la boca y le
dice: He aquí que pongo mis palabras en
tu boca” (Jr 1, 9). Jeremías es
llamado por Dios “mi boca” (Jr 15, 19). En
Ezequiel, en cambio, leamos: “Yo miré y
he aquí que una mano extendida hacia mí
tenía un rollo. Lo desenrolló delante de mí; estaba escrito por dentro y por
fuera... Me dijo: Hijo del hombre, come
esto que tienes delante, come este rollo, después ve y habla a la casa de Israel... Yo lo comí y fue para mí boca dulce
como la miel. Después él me dijo: Hijo del hombre, ve acércate a los israelitas
y refiéreles mis palabras.....” (Ez 2, 9-3, 4). El rollo comido por Ezequiel es un signo inequívoco de hasta qué
punto estaba enraizado en aquel tiempo el convencimiento de que no sólo el
oráculo del profeta, sino también el libro - el oráculo escrito - era Palabra
de Dios.
Así
resulta lógico a todas luces que la tradición Judá haya puesto a los diversos
libros de los profetas el título: “Palabra de Dios dirigida a ....” Oseas
(1,1), Jeremías (1,1-2); Miqueas (1,1), Joel (1,1), Sofonías (1,1). Este título
establece una igualdad entre la Palabra escrita del profeta y la Palabra
de Dios. Con la fijación por escrito, el
poder de la palabra divina de los profetas, fue en cierto modo atrapada y hecha
eficaz para los hombres de todos los tiempos. Isaías ve dentro de esta
perspectiva la necesidad de poner por
escrito su profecía: después de haber dirigido inútilmente la Palabra de Dios a los hombres de su tiempo, vuelve a
casa a escribir su relato “para que quede
para el futuro como testimonio perenne” (Is 30, 8)
2.1.3. La literatura sapiencial
Hacia
finales del S. II a C. Junto a la Torah
y a lo Profetas[3]
se menciona un tercer grupo de Libros, considerados igualmente importantes para
la formación espiritual y moral de Israel, que el traductor griego del libro
del Sirácida (o Eclesiástico), en su
Prólogo, los designa simplemente con el título genérico: los otros escritos
sucesivos (vv. 1-2), los otros libros de nuestros Padres (vv. 8-9). Este tercer
grupo comprende textos de carácter muy diverso (ver cap 5), pero el género
literario que prevalece es el género sapiencial, en el que pueden agruparse en
medio de su diversidad. Job muchos salmos, Proverbios, Eclesiastés,
Eclesiástico y Sabiduría.
No es
éste el lugar oportuno para afrontar el complejo problema de la Sabiduría
en Israel y el de su género literario[4]
2.1.4. Los libros sagrados
a) Para el judaísmo bíblico y
extrabíblico
De esta
manera se va formando en el Israel post-exílico el convencimiento de poseer una
recopilación de Los Libros (2 Mac 2,
13). Los Libros sagrados (1 Mac 12, 9) o simplemente el Libro Sagrado (2 Mac 8, 23).
La fe del judaísmo en esta colección de libros, muy distintos de otros
libros y llamados precisamente “libros
sagrados”, está tan enraizada que, según Mishná (Jadajim 3, 5 c) “todas las Escrituras vuelven impuras las
manos”, por ser “escritos sagrados
(Kithe ha-qodesh); por el mismo motivo es lícito salvar de un incendio en día
de sábado a “todas las sagradas
escrituras” (Sabbat 16, 1). Flavio Josefo y
Filón de Alejandría llaman a los escritos bíblicos, y no sólo al
Pentateuco, “los libros sagrados”, “las sagradas escrituras”.
b) Para Jesús y la Iglesia
Primitiva.
Jesús y
la Iglesia primitiva han hecho propia la
concepción que de los libros del A.T.
tenía la Sinagoga.
- Con
un sencillo: “Está escrito” es decir,
citando un pasaje del A.T. Jesús cierra cualquier discusión (Mt 4, 4-10), o
reclama una autoridad indiscutible (Mt 21, 13).
La escritura, juntamente con su Padre, con sus milagros y el Bautista, dan testimonio de la persona y
de la obra de Jesús (Jn 5, 31-40). Para
Jesús, “La Palabra de Dios” (escrita) no puede ser anulada (Jn
10, 35).
- La
fórmula “A fin de que se cumpliese la
Escritura” ( u otra semejante) usada por los evangelista (Jn 19, 28 etc) y
por Pedro (Hch 1, 16); las discusiones de Pablo con los judíos sobre la base de
la Escritura (Hch 17, 2 ss) “para ver si
las cosas eran realmente así” (Hch 17, 11): son todas ellas señales de su
convicción de que los escritos del A.T. constituyen una realidad irrefutable a
la que nadie puede sustraerse. Para
Pablo “los escritos sagrados” del
A.T. (Rom 1, 2) son el medio por el que nos llega el consuelo y la esperanza
provenientes, de Dios (Rom 15, 4ss), nos revelan el plan divino de la
salvación (Rom 16, 25 ss); nos anuncian a Cristo (1 Cor 15, 3; Rom 1,
2), son “la voz de Dios” (Rom 11, 4).
- Particularmente es digna de atención la
fórmula, frecuentemente en los escritos del N.T. y con referencia al A.T.: “Dice la Escritura. En el empleo helénico
del vergo Legein (= decir), jamás se usa
en relación con la expresión escrita del pensamiento; su uso se limita siempre
a la expresión hablada. El neologismo del griego del N.T. traducción de la
expresión ha-katub (la Escritura Dice),
combina dos conceptos antitéticos; palabra oral y palabra escrita. “La Escritura es por lo tanto a un mismo
tiempo palabra oral y escrita. El Dios
viviente habla, y su palabra, una vez pronunciada, se hace escritura para ser
oída por los hombres de todos los tiempos”.
2.2. El Nuevo Testamento.
En el
N.T. asistimos al mismo fenómeno que hemos hallado en la conciencia del
antiguo Israel. No solamente se da el paso espontáneo de la palabra hablada a
la palabra escrita, sino que está última asume el mismo valor, la misma
autoridad vinculante que la predicación oral. Así, dado que ya existe la
Escritura del A.T. que es Palabra
de Dios, la memoria escrita del Nuevo
Israel va a completar las Antiguas
Escrituras, participando de su misma autoridad divina. Verifiquemos este
asunto por medio de los Evangelios y los escritos apostólicos.
2.2.1. Los Evangelios.
Jesús
habla con una seguridad inaudita. De la crítica, realmente severísima que se ha
llevado a cabo acerca de “Jesús y la
conciencia de la propia misión” sobre la base de “ipsissima verba Jesu”, un dato aparece con toda certeza; Jesús tuvo
una conciencia clara de ser el portador definitivo de la Revelación y de la
salvación y como tal habló y actuó. Él es el comienzo de una nueva tradición
(véase cap 4, 3 a). Realmente, como
hemos dicho más arriba, Jesús cita el
A.T. y reconoce su autoridad; pero es que además se pone incluso por encima de
él. Jesús dice que sí mismo: “Aquí está
uno que es más grande que el Templo” (Mt 12, 6), “quien es más que Jonás” (Mt 12, 41), “quien es más que Salomón” (Mt 12, 42). Por si esto no basta, frente a la ley
mosaica, base y fundamento de todo el hebraísmo, se atrevió a oponer su más
alta autoridad: “Han oído que se
dijo...¡Mas yo les digo!”. A
propósito de la seis antítesis del Sermón del
Monte (Mt 5, 22, 48). J. Jeremías
escribe: “Quien pronuncia el ego de lego
hymin (= pero yo les digo) de la antítesis, se presenta no sólo como el
legítimo interprete de la Torah (...) sino que tiene la audacia, única y
revolucionaria de colocarse en contraste con la Torah”[5]. Asimismo “no tiene
paralelo en el ambiente de Jesús y por lo tanto resulta sorprendente para sus
contemporáneos, el ego (= yo ) unido a una conciencia de que está hablando con
autoridad (cfr Mc 1, 27), usado imperativamente en las curaciones (Mc 9, 25; 2,
11) en las palabras con las que envía a la misión (Mt 10, 16) y en las expresiones
de consuelo (Lc 22, 52). Este Ego va
unido al Amén y por eso habla con completa autoridad (...) sostiene que en el
juicio final la salvación se decide en función de su reconocimiento (Mt 10, 32
ss y paralelo)”.
Ningún
Maestro de la Ley habla de esta forma : se limita a explicar lo que Dios ha
dicho en los tiempos antiguos: Jesús habla “como
quien tiene autoridad y no como los escribas” (Mc 1, 22) . De esta manera no ha hablado nunca ningún
profeta: ellos no hacían más que transmitir la Palabra de Dios, diciendo: “Así dice Dios...”. La Palabra de Dios no
es algo que le viene a Jesús desde fuera,
como sorprendiéndole tal como sucedía a los profetas. Aquel: “Pero yo les digo” pone de manifiesto que
su misión reveladora se funda sobre una clara identidad bien definida entre la
persona de Jesús y la Palabra de Dios. Así puede hablar únicamente quien afirma
de Sí, en virtud de su propia autoridad, que anuncia de manera definitiva la
voluntad de Dios.
Por lo
tanto, cuando la Iglesia ve en Jesús el
“Sí a todas las promesas de Dios” (2
Cor 1, 20), la última y definitiva Palabra de Dios a los hombres (Hb 1, 1-2)
más aún, “La Palabra de Dios que se ha hecho carne y que ha plantado
su tienda entre los hombres” (Jn 1, 14), ciertamente no está cometiendo ninguna
extrapolación. Se trata únicamente de una formulación perfectamente coherente
con lo que ya existía en la conciencia
mesiánica de Jesús y que El mismo había ya manifestado.
a) Jesús es la revelación
definitiva del Dios.
Jesús
habla con una seguridad inaudita. Jesús tuvo clara conciencia de ser el
portador definitivo de la revelación y de la salvación y como tal habló y
actuó. Es el comienzo de una nueva tradición. Jesús cita y usa el AT y reconoce
su autoridad; pero se pone por encima de él. Dice de sí mismo: “Aquí hay uno que es más grande que el Templo”
(Mt 12,6 Cfr. 12,41.42). Se atrevió incluso a ponerse por encima de la Ley
mosaica “Han oído que se dijo... pero yo
les digo”.
Ningún maestro
de la ley se atreve hablar como habla Jesús: se limita sólo a explicar lo que
Dios ha dicho en los tiempos antiguos; Jesús habla como quien tiene autoridad y
no como los escribas ” (Mc 1,22). La
Palabra de Dios no le viene a Jesús de fuera, como sorprendiéndole. Hay en él
una clara identidad entre su persona y la Palabra de Dios.
Por
ello cuando la Iglesia primitiva ve en Jesús el “Sí de todas las promesas de Dios” (2Cor 1,20), la última y
definitiva Palabra de Dios a los hombres (Hb 1,1-2), más aún, la Palabra de
Dios que se ha hecho carne y que ha plantado su tienda entre nosotros (Jn
1,14), ciertamente no está cometiendo ninguna extrapolación. Se trata
únicamente de una formulación perfectamente coherente con lo que ya existía en
la conciencia mesiánica de Jesús y que él mismo había ya manifestado.
b) Los evangelios son Palabra
de Dios.
Cuando
la predicación de Jesús y su obra de
salvación “todo aquello que Jesús hizo y
enseño hasta el día en que subió a los cielos” (Hch 1, 1-2) se convirtió
en Palabra escrita en los Evangelios, lo
mismo que sucedió de forma espontánea con el A.T. saltó en la Iglesia
primitiva, de manera cuasi automática, la conciencia de poseer, encarnada en un
libro, la definitiva Palabra de Dios que en la persona de Jesucristo se había
hecho presente. “El anuncio de la Buena
Nueva (Evangelio) del Mesías Jesús” (Hch 5, 42) que “es poder de Dios para la
salvación de cuantos creen” (Rm 1, 16), se convertía ahora en Evangelio
escrito: “Comienzo del Evangelio de
Jesucristo Hijo de Dios...” (Mc 1,
1).
La Iglesia apostólica pone junto a los
escritos del A.T. que ella considera - como lo hemos visto - “Las Sagradas Escrituras”, algunos de sus
escritos, comenzando por los Evangelios, porque tienen el mismo carácter divino
que los primeros. Esto parece reflejarse en 1 Tm 5, 18 que cita de forma
espontánea como Escrituras un texto del A.T. y un dicho de Jesús sacado del
Evangelio de S. Lucas: “Los Presbíteros que desempeñan bien la
presidencia sean tratados con doble honor, especialmente quienes se han
fatigado en la predicación y en la enseñanza.
Pues como dice la Escritura: No pondrás bozal al buey que trilla (Dt
25, 4) y el trabajador tiene derecho a su
salario” (Lc 10, 7).
2.2.2. Los escritos apostólicos
a) La predicación de
los apóstoles.
Los
apóstoles fortalecidos con la autoridad que emanaba de la misión que les fue
encomendada por el Jesús histórico y por Cristo resucitado, anuncian el Evangelio de la salvación con clara
conciencia de ser los medidores humanos de la definitiva Palabra de Dios,
revelada y realizada por Jesucristo. En “la
Palabra de Dios” (Hch 4, 29-31), “La
Palabra del Señor Jesús” (Hch 8, 25) la que ellos predican por doquier “sin desfallecer” (Hch 4, 31), a judíos y
gentiles. De esta Palabra ellos “dan servicio y testimonio” (Hch 6, 4; 8,
25); y la acción misionera de los apóstoles y de sus colaboradores, que consta, como la de Jesús de acciones y
palabras , provoca el crecimiento de la Iglesia, que S. Lucas, describe en los
Hechos sencillamente como “crecimiento de
la Palabra” (Hch 6, 7; 12, 24; 14, 20).
De esta
manera se realiza una importante integración de cuantos hemos dicho hasta el
momento. Dios no solamente ha pronunciado en Cristo su Palabra última y
definitiva. El también la pronuncia
cuando Cristo es anunciado en la
predicación apostólica: mejor aún, Dios continúa en la predicación apostólica
proclamando su Palabra, la misma que
Dios pronunció en Cristo Jesús. Así es como Pablo puede escribir: “Por esto precisamente también nosotros damos
gracias a Dios continuamente porque habiendo recibido de nosotros la palabra
divina de la predicación la han escuchado, no como palabra de hombres, sino
realmente, como Palabra de Dios, que obra en ustedes los creyentes” (1 Tts
2, 13).
b) Los escritos de los
apóstoles.
A
través de Pablo, habla y actúa con poder Cristo Jesús (Cfr 2 Co 13, 3) la fe y
la salvación no provienen sino de escuchar la palabra del apóstol (Rm 10, 17).
Pero la misma autoridad vinculante es atribuida por Pablo a la forma escrita de
la predicación: “Así pues, hermanos, manténganse
firmes y aténganse rigurosamente a la tradición que han recibido sea de viva
voz o por las cartas que les he escrito” (2
Tes 2, 15; cfr 1 Tm 1, 18; 4, 11).
A la carta de Pablo se debe
obediente (2 Ts 3, 14), como si hablase de viva voz; todos los creyentes de la
comunidad deberán leerla ( 1 Ts 5, 27); a veces algunas de ellas está concebida
como carta “circular” que debe ser transmitida a la comunidades vecinas (Col 4, 16).
Así
pues, no es de maravillar que las cartas de Pablo se equiparen simplemente a
los otros pasajes de la Sagrada Escritura: “Por
eso, carísimos, en la espera de estos sucesos, traten de mantenerse sin mancha
irreprensible, delante de Dios, en paz.
Consideren la magnanimidad de nuestro
Señor como salvación, como también nuestro amado hermano Pablo les
escribió, conforme a la sabiduría que a él fue concebida. Así lo manifiesta él
en todas sus cartas, en las que trata
estas cosas. En las cuales hay algunos puntos de difícil inteligencia y los
ignorantes e incultos los tergiversan, lo mismo que las demás Escrituras para
su propia perdición” (2 P 3, 14-16).
Las cartas de S. Pablo y los escritos del A.T. están colocados, en la
conciencia de la Iglesia primitiva, en el mismo plano: son “Sagrada Escritura”. Lo mismo hará el autor
del Apocalipsis . Si él amenaza a quien
se atreva añadir o quitar cualquier cosa a las palabras de su libro profético
(Ap 22, 18-19), quiere decir que le atribuye la misma autoridad que se atribuía
a los escritos de los antiguos profetas.
También el Apocalipsis es Sagrada
Escritura, a la que nada se puede añadir o quitar (cf. Dt 4, 2).
Conclusión
Así
pues, tanto para el antiguo como para el nuevo Israel las Sagradas Escrituras,
no sólo contienen la Palabra de Dios,
aquella Palabra que Dios en diversos momentos y modos dirigió a los hombres
mediante sus mensajeros, el último de los cuales fue su Hijo Jesucristo (cfr Hb
1, 1-2), sino que son ellas mismas Palabra de
Dios: “Dios hablaba y continúa
hablando y obrando en un eterno por medio de libro”[6]
Cuestionario
1-
¿Por qué afirmamos que los
libros de la Biblia son Palabra de Dios?
2-
¿Por qué Israel consideró la
Toráh como algo divino?
3-
¿Cuál es la actitud de Israel
ante la Palabra de Dios?
4-
¿Qué hace el Salmo 119?
5-
Que es lo que comunica el
profeta de Israel al pueblo?
6-
¿Qué opinas del rollo de
Jeremías quemado?
7-
¿Y del rollo comido?
8-
La actitud de Jesús y la
Iglesia primitiva ante los Libros Sagrados
9-
¿Por qué afirmamos que en el NT
asistimos al fenómeno de conciencia del antiguo israel ante la Palabra de Dios?
10- ¿Por qué Jesús es la revelación definitiva de
Dios?
11- ¿
Por qué afirmamos que los evangelios son Palabra de Dios?
12- ¿Qué
decir de los escritos apostólicos (La predicación de los apóstoles y los
escritos de los apóstoles?.
R.P. Roland Vicente Castro Juárez
[1] Tomado de Valerio
MANNUCI, La Biblia como palabra de Dios.
Introducción General a la Sagrada Escritura, DDB, Bilbao 1995 (3ra
edición), 109-118.
[2] P. Van IMSCHOOT, Théologie de l´Ancien Testament, tom. I Descleé, Tournai 1954, pág 205.
[3] Por lo que
concierne a los llamados “libros
históricos” es decir, a la “historia
deuteronomística”, que comprende Jos, Jue 1 y 2 Re (Véase cap 5), es
significativo que la tradición judaica los considere en el conjunto y narrada
como el lugar y el tiempo en los que Dios se ha revelado, actuado, hablando,
castigado, salvado. Por eso, más que de libros “históricos” se trata de libros “proféticos”:
testimonio, por una parte, de la intervención de Dios, y por otra, de la fe y
de la esperanza de un pueblo llamado por
Dios a una misión en medio de todos los demás pueblos. En ellos se fue
condensando la misma Palabra de Dios,
creadora de Historia, para que la Palabra de Dios
escrita serviría de amaestramiento a las futuras generaciones.
[4] Cfr. G. VON RAD, La Sabiduría en Israel,
Fax Madrid 1973.
[5] Cf. Jeremías, Teología del N.T. Sígueme Salamanca 1977, I La
Predicación de Jesús pp 291 - 296.
[6] A. MARANGON o.c. pág 44.
[9] BAGOT- DUBS,
O.c. pags 17-26