EL DESIERTO EN LA BIBLIA
El desierto ha sido un tema largamente
explotado como recurso literario y artístico, con ocasión del que se ha buscado
con mucha frecuencia el ambiente adecuado para reproducir situaciones humanas
de carácter dramático, reales en el orden histórico y aún espirituales o,
simplemente, imaginarias. Nos atreveríamos a calificar a A. de Saint Exupery
como uno de los autores modernos que mejor ha captado el misterio dramático del
desierto, proyectado hacia una liberación, todo ello concebido dentro de una
unidad poética de profundo valor simbólico. Si hemos citado a este autor es
porque creemos que su pensamiento en este punto tiene muchos rasgos en común
con el planteamiento bíblico.
Concepto
bíblico de desierto
El desierto fue igualmente una fuente de inspiración
constante para los autores sagrados, tema particularmente querido de los
profetas. Para describirlo utilizan varios términos, cada uno con un matiz
específico, pero que en ningún caso traducen el concepto general que nosotros
tenemos de desierto.
El término más común de los empleados por la Biblia es, en
hebreo, midbar, que en su origen significa "conducir"
"apacentar" (el ganado). Se utiliza para describir una región
solitaria, pero no totalmente estéril o desprovista de vegetación y agua, pues
se trata de una región de pastoreo, como nos lo indica Jeremías: "Llorad y
gemid sobre los montes, lamentaos por los pastizales del desierto (midbar),
porque están desolados, no hay quien pase por ellos ni se oye el balar de los
rebaños..." (Jr 9,9 y 17,6).
El término castellano más adecuado para traducir este
vocablo hebreo seria "estepa".
Quizás el texto bíblico que más nos acerca a nuestro
concepto tradicional de desierto sea el Deuteronomio 8,15: "... desierto
vasto y terrible, con serpientes de hálito abrasador y escorpiones, región
árida carente de agua..."
Pero este texto es la excepción a la regla. El habitante de
Palestina, sin embargo, está acostumbrado a una doble imagen de sus desiertos
cambiantes sin que pierdan por ello su identidad. En la corta estación que
sigue a las lluvias torrenciales del invierno, el desierto se viste de
pasajero, pero encantador, ropaje. Es completamente el reverso de la imagen del
estío. Los arbustos reverdecen y una alfombra de tímida hierba verde salpicada
de infinitas florecillas de colores variados e intensos hace sonreír al
desierto. Y los autores sagrados, abiertos siempre a ver en todo la obra
salvadora de Dios, aprovechan esta nueva imagen del desierto como símbolo de
esperanza: "No temáis anima]es del campo, que reverdecerán los pastizales
del desierto y darán fruto los árboles" (Jl 2,22). "Chorrean los
pastizales del desierto (midbar) y los collados se orlan de alegría" (Sal,
65,13).
El desierto bíblico cuenta, además, con una fauna
significativa. Son citados, concretamente el león, el chacal, el onagro, el
pelícano, el avestruz, serpientes y escorpiones... Y si en buena parte del año
ofrece un aspecto reseco y poco acogedor, no faltan fuentes y pozos de agua
repartidos por toda su geografía, para alivio de personas y animales. "La
encontró el Angel de Yahvé (a Agar) junto a la fuente que hay en el desierto,
camino del sur" (Gen 16,7 y 37,22).
Cuando el lenguaje bíblico quiere describir una zona árida
y estéril emplea la palabra arâbâh que tiene un particular acento
poético y se emplea con frecuencia como oposición a tierra fértil. Isaías,
describiendo la desolación de Palestina después de la conquista asiria,
escribe: "Está marchita, seca la tierra; avergonzado el Líbano, mustio; el
Sarón está como una estepa (arâbâh) (Is 33,9).
El Sarón ha sido siempre la llanura costera fértil por
antonomasia en la Biblia, mientras que la palabra arâbâh ha pasado a
designar, como nombre propio, la zona reseca situada al sur del mar Muerto.
Si hablan de un paraje solitario por donde no pase nadie,
los autores sagrados emplean la palabra "Yesîmôn". Recuérdese el
texto de Isaías sobre la restauración del Pueblo de Dios, tras el destierro
babilónico, figura del pueblo mesiánico: "He aquí que voy a realizar cosa
nueva... Ciertamente en el desierto trazaré un camino..." (Is 43,19).
La aplicación de la justicia de Dios sobre su pueblo,
cuando éste ha pecado contra Yahvé, o contra los enemigos de su pueblo, da
ocasión a los autores sagrados para comparar los efectos de la destrucción que
preconizan a una tierra desolada; lo poblado será reducido a escombros, a
desierto y ruinas. Expresan este concepto con la palabra horbâh, que se
utiliza todavía hoy en árabe para designar algún edificio histórico en ruinas (Hirbet).
"Y te reduciré a ruinas y oprobio entre las naciones
que te rodean, a los ojos de todo el que pase" (Ez 5,14), e Isaías:
"Yo levantaré sus ruinas (horbâh refiriéndose a Jerusalén, (Is 44,
26).
Desiertos
bíblicos
En el Antiguo Testamento se nombran unos 15 desiertos. La
mayoría y los más importantes por su extensión están situados dentro de la
península del Sinaí y en estrecha relación con las tradiciones del Exodo de
Egipto: Ethan, Sin (desierto del Maná), Sinaí (teatro de la teofanía de Yahvé y
entrega de las tablas de la Ley) Faran, Cades... Cinco más se encuentran
englobados bajo la denominación general de Desierto de Judea. En el Nuevo
Testamento sólo se nombra el desierto de Judea, al iniciarse la predicación del
Bautista; en sus confines, la tradición ha colocado el desierto de la Tentación
(de Jesús), apoyándose en los relatos de los evangelistas Mateo, Marcos y
Lucas, frente a Jericó y no lejos del Jordán. Y finalmente, S. Mateo (15,23) nos
habla de una zona desértica junto al lago de Genesaret donde tuvo lugar la
segunda multiplicación de los panes.
Topográficamente, el desierto bíblico es muy accidentado en su mayor parte. Altas montañas y profundos valles en la parte sur del Sinaí; colinas y baja montaña, con barrancos muy profundos, en el desierto de Judea.
Simbolismo del desierto en la Biblia
Cuando Israel atravesó el Jordán, tras el Exodo de Egipto
hacía la Tierra Prometida, selló la primera etapa de su historia. Fue algo como
decir adiós a su vida errante. De nómada se convirtió en pueblo sedentario, con
hogar fijo. Sin embargo, aunque el desierto quedó de la otra parte,
históricamente hablando, el recuerdo de aquella experiencia quedó profundamente
grabado en sus gentes, como enseña imborrable para su vida posterior. Todo el
mundo recuerda su lugar de nacimiento, e Israel, como Pueblo de Dios, había
nacido en el desierto. Allí había adquirido una identidad mucho más fuerte que
ningún otro pueblo de la tierra. Israel mismo, en virtud de la elección
gratuita de que fue objeto por parte de Yahvé, no podía olvidarlo. Se
perderían, con el tiempo, algunos detalles, pero los hechos funda mentales,
particularmente el Pacto de la Alianza en el Sinaí, así como la actitud rebelde
del pueblo y la justicia misericordiosa de Yahvé, serían objeto de reflexión
constante para Israel. Y en diversos momentos de su historia afloraría la
nostalgia del desierto.
Los profetas considerarían la época del desierto como la
edad de oro de Israel:
"Posesión santa era entonces Israel para Yahvé,
primicia de su cosecha" (Jr 2,3).
El mismo Jeremías comparará aquella época feliz con la de
los desposorios, cantando la primera fidelidad de Israel a su Dios:
"Recuerdo a tu favor el afecto de tus mocedades, el amor de la época de
tus desposorios, cómo me seguiste por e] desierto, por países donde no se
siembra" (Jr 2,2).
Y es que todo había cambiado con las ventajas materiales de
la vida sedentaria, y el contacto con adoradores de otras divinidades
patrocinadoras aparentes de un progreso y bienestar superiores al que Israel
traía.
Los profetas anatematizarían siempre en tono mayor la
idolatría y la prevaricación de Israel, pero ninguno tendría expresiones tan
vivas para pintar su infidelidad como el profeta Oseas. Y aunque la
misericordia de Dios aparece inagotable, será necesario, no obstante, que
Israel vuelva a pasar por la experiencia del desierto, para así disponerse a
escuchar la voz del único que le puede salvar, Yahvé, su Dios:
"Por tanto, he aquí que yo la seduciré y la conduciré
al desierto,
y le hablaré al corazón,
y le daré desde allí mismo sus viñas
y el propio valle de Akor, como puerta de esperanza;
y cantará allí como en los días de su juventud
y como el día en que salió del país de Egipto" (Os
2,16.17).
En el año 587 es destruida Jerusalén por Nabucodonosor,
como antes lo había sido Samaría por Sargón 11(722), y sus habitantes llevados
al destierro. Para Israel, sin templo ni altar ni sacrificios, Babilonia era un
desierto peor que el de arena y sol abrasador. Allí "junto a los ríos de
Babilonia", en la meditación callada y sufrida en una tierra extranjera,
nacerá la idea de la salvación mesiánica, que abarcará y hará libres a todos
los pueblos. Y cuando al cabo de cincuenta años, el Resto de Israel, será
puesto en libertad, el libro de la Consolación se hará eco de este retorno como
de un nuevo éxodo triunfal y símbolo de la liberación final. El Señor mismo
caminará al frente de su pueblo para conducirlo a la Jerusalén nueva. El
desierto quebrado se allanará y no será ya más un camino de prueba, sembrado de
dificultades:
"Una voz grita: en el desierto despejad el camino de
Yahvé.
Enderezad en la estepa una calzada para nuestro Dios.
Todo valle se alzará y toda montaña y colina se hundirá, y
lo quebrado se convertirá en terreno llano y los cerros en vega.
Ciertamente la gloria de Yahvé se manifestará" (Is
40,3-5).
"Y el desierto se engalanará y la estepa extenderá una
alfombra tupida de flores bajo los pies del cortejo triunfal, y exultará de
júbilo al contemplar la gloria de nuestro Dios" (Is 35,1-2). Naturalmente
los profetas, con mirada lejana, están viendo en este pequeño grupo que vuelve
del destierro la liberación final del pueblo de Dios en la Era Mesiánica. La
transformación del desierto es, en ciertos pasajes apocalípticos, como el signo
de la salvación final, ya que, según ellos. el Mesías aparecerá en el desierto
(cf. Mt 24,26; Ap 12,6-14).
"Voz de uno que dama en el desierto: preparad el
camino del Señor". Así comienza el evangelista Marcos el pregón de la
"Buena Nueva", recogiendo las palabras del vaticinio de Isaías
anteriormente citadas (Mc 1,3; Is 40,3). "Y se presentó Juan Bautista en
el desierto predicando e] bautismo de penitencia para remisión de los
pecados". Y salían todos al desierto para ser bautizados por Juan en el
río Jordán. Una vez más la salvación se iniciaba en el desierto. La liberación
estaba a punto de pasar de la profecía a su cumplimiento: "Y aconteció por
aquellos días que vino Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en
el Jordán..." "Y al punto, el Espíritu le impele al desierto"
(Mc 1,9).
Los cuarenta días que Jesús pasa haciendo penitencia nos
recuerdan los cuarenta años de travesía de Israel por el desierto. En los dos
casos, el desierto serviría como escenario elegido por Dios para la prueba a la
que ambos iban a ser sometidos. El autor del libro del Deuteronomio es claro
por lo que respecta a Israel: "Recordarás todo el camino que Yahvé, tu
Dios, te ha hecho andar estos cuarenta años por el desierto a fin de humillarte,
probarte y saber lo que encierra tu corazón..." (Dt 8,2).. Y los tres
evangelistas sinópticos son unánimes en afirmar que Jesús fue conducido por el
Espíritu al desierto para ser tentado por Satanás. Podemos, pues, decir que, en
toda la tradición bíblica, el desierto tiene un doble sentido que se
complementa: Uno, como lugar de elección y otro como medio de purificación,
constituyendo ambos la preparación inmediata a la entrada en la Tierra
Prometida, en el Reino de Dios.
Pero lo más importante es recalcar que donde Israel
sucumbió, Jesús triunfó y su triunfo fue la liberación nuestra. De aquí, que,
para nosotros, la imagen del desierto, su simbolismo, toma en Cristo realidad.
Superando él toda prueba, consumada en su muerte, nos ha abierto a nosotros las
puertas de la verdadera Tierra Prometida, la Nueva Jerusalén.
Tomado de Florentino DIEZ, Revista Tierra Santa, Marzo-abril (1978) 64-69