jueves, 3 de marzo de 2016

FRANCISCO El nombre de Dios es misericordia




Y Jesús dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: “¡Oh, Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias”. En cambio, el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh, Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!”. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado».
Lucas 18, 9-14


AL LECTOR

LA MIRADA DE FRANCISCO

La mañana del domingo 17 de marzo de 2013, Francisco celebraba su primera misa con el pueblo tras su elección como obispo de Roma, que había tenido lugar la tarde del miércoles anterior. La iglesia de Santa Ana del Vaticano, que se halla a dos pasos de la homónima puerta de entrada al Estado más pequeño del mundo y que hace las funciones de parroquia para los habitantes de Borgo Pio, estaba repleta de fieles. También yo estaba allí con algunos amigos. Francisco ofreció en aquella ocasión su segunda homilía como papa, hablando sin tapujos: «El mensaje de Jesús es la misericordia. Para mí, lo digo desde la humildad, es el mensaje más contundente del Señor».

El pontífice comentaba el fragmento del Evangelio de san Juan que habla de la adúltera, la mujer que los escribas y los fariseos estaban a punto de lapidar tal como prescribía la Ley de Moisés. Jesús le salvó la vida. Pidió a quien estuviera libre de pecado que tirara la primera piedra. Todos se marcharon. «Ni siquiera yo te condeno; vete y, de ahora en adelante, no peques más» (8, 11).

Francisco, refiriéndose a los escribas y a los fariseos que habían arrastrado a la mujer que iban a lapidar frente al Nazareno, dijo: «También a nosotros, a veces, nos gusta castigar a los demás, condenar a los demás». El primer y único paso que se pide para experimentar la misericordia, añadía el papa, es reconocerse necesitados de misericordia: «Cuando reconozcamos que somos pecadores, sabremos que Jesús vino por nosotros». Basta no imitar a aquel fariseo que estando frente al altar le agradecía a Dios no ser un pecador «como todos los demás hombres». Si somos como ese fariseo, si nos creemos justos, «¡no conoceremos el corazón del Señor y no tendremos jamás la alegría de sentir esta misericordia!», explicaba el nuevo obispo de Roma. Quien está acostumbrado a juzgar a los demás desde arriba, sintiéndose cómodo, quien por lo general se considera justo, bueno y legal, no advierte la necesidad de ser abrazado y perdonado. Y en cambio hay quien lo advierte, pero piensa que no tiene remedio por el excesivo daño cometido.

Francisco reprodujo a este respecto una conversación con un hombre que, al oír que se le hablaba de este modo de la misericordia, respondió: «¡Oh, padre, si usted conociera mi vida, no me hablaría así! ¡Las he hecho muy gordas!». Ésta fue la respuesta: «¡Mejor! ¡Ve a ver a Jesús: a Él le gusta que le cuentes estas cosas! Él las olvida, Él tiene una capacidad especial para olvidarse de las cosas. Se olvida, te besa, te abraza y solamente te dice: “Ni siquiera yo te condeno; vete y, de ahora en adelante, no peques más”. Tan sólo te da ese consejo. Un mes después, estamos igual… Volvemos a ver al Señor. El Señor jamás se cansa de perdonar: ¡jamás! Somos nosotros los que nos cansamos de pedirle perdón. Entonces debemos pedir la gracia de no cansarnos de pedir perdón, pues Él jamás se cansa de perdonar».

De aquella primera homilía de Francisco, que me impresionó especialmente, emergía la centralidad del mensaje de la misericordia que caracterizaría estos primeros años de pontificado. Palabras sencillas y profundas. El rostro de una Iglesia que no reprocha a los hombres su fragilidad y sus heridas, sino que las cura con la medicina de la misericordia.

Vivimos en una sociedad que nos acostumbra cada vez menos a reconocer nuestras responsabilidades y a hacernos cargo de ellas: los que se equivocan, de hecho, son siempre los demás. Los inmorales son siempre los demás, las culpas son siempre de otro, nunca nuestras. Y vivimos a veces la experiencia de un cierto retorno al clericalismo consagrado a trazar fronteras, a «regularizar» las vidas de las personas mediante la imposición de requisitos previos y prohibiciones que sobrecargan el ya fatigoso vivir cotidiano. Una actitud siempre dispuesta a condenar pero mucho menos a acoger. Siempre dispuesta a juzgar, pero no a inclinarse con compasión ante las miserias de la humanidad. El mensaje de la misericordia —corazón de esa especie de «primera encíclica» no escrita, pero contenida en la breve homilía del nuevo papa— acababa a la vez con ambos clichés.

Algo más de un año después, el 7 de abril de 2014, Francisco volvió a comentar el mismo fragmento durante la misa matutina en la capilla de la Casa Santa Marta, confesando su emoción ante esta página evangélica: «Dios perdona no con un decreto, sino con una caricia». Y, con la misericordia, «Jesús va incluso más allá de la Ley y perdona acariciando las heridas de nuestros pecados».

«Las lecturas bíblicas de hoy —explicó el papa— nos hablan del adulterio», que junto a la blasfemia y a la idolatría estaba considerado «un pecado gravísimo en la Ley de Moisés», castigado «con la pena de muerte» por lapidación. En el pasaje sacado del octavo capítulo de san Juan, el papa señalaba: «Hallamos a Jesús, sentado allí, entre toda la gente, haciendo de catequista, enseñando». Después «se acercaron los escribas y los fariseos con una mujer que arrastraban, quizá con las manos atadas, como podemos imaginar. Y entonces la pusieron en el centro y la acusaron: “¡He aquí una adúltera!”». La suya es una acusación pública. El Evangelio cuenta que a Jesús le hicieron una pregunta: «¿Qué debemos hacer con esta mujer? ¡Tú nos hablas de bondad, pero Moisés nos ha dicho que debemos matarla!». «Eso decían —advirtió Francisco—, para ponerlo a prueba, para tener un motivo para acusarlo.» Y lo cierto es que si Jesús les hubiera dicho: «Sí, adelante con la lapidación», hubieran tenido la oportunidad de decirle a la gente: «¡Mirad a vuestro Maestro, con lo bueno que es, qué le ha hecho a esta pobre mujer!». Si, en cambio, Jesús hubiera dicho: «¡No, pobrecilla, hay que perdonarla!», entonces podían acusarlo «de no cumplir la Ley».

Su único objetivo, explicaba también el papa Bergoglio, era «poner a prueba, tender una trampa» a Jesús. «A ellos la mujer no les importaba nada y tampoco les importaban los adúlteros.» Es más, «quizá alguno de ellos era también adúltero». Y he aquí entonces que Jesús, quien quería «quedarse a solas con la mujer y hablarle a su corazón», respondió: «Aquel de vosotros que esté libre de pecado que tire contra ella la primera piedra». Y, tras escuchar esas palabras, «el pueblo poco a poco se marchó». «El Evangelio, con cierta ironía, dice que todos se marcharon, uno por uno, empezando por los más ancianos: ¡está visto que en el banco del cielo tenían una bonita cuenta corriente de faltas!» Llega pues el momento «de Jesús confesor». Se queda «solo con la mujer», que permanece «ahí en medio». Y, mientras tanto, «Jesús estaba agachado y escribía con el dedo en el polvo del suelo. Algunos exégetas dicen que Jesús escribía los pecados de esos escribas y fariseos», pero «quizá sea imaginación». Después «se levantó y miró» a la mujer, que estaba «llena de vergüenza, y le dijo: “¿Mujer, dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Estamos solos, tú y yo. Tú frente a Dios. Sin acusaciones, sin palabrerías: tú y Dios”».

La mujer —siguió comentando Francisco en esa homilía— no se proclama víctima de «una falsa acusación», no se defiende afirmando: «Yo no he cometido adulterio». No, «ella admite su pecado» y le contesta a Jesús: «Nadie, Señor, me ha condenado». Y a su vez Jesús le dice: «Tampoco yo te condeno, vete y de ahora en adelante no peques más». Así pues, concluía Francisco: «Jesús perdona. Pero aquí hay algo más que el perdón. Porque como confesor Jesús va más allá de la Ley». De hecho, «la Ley decía que ella tenía que ser castigada». Por otro lado, Jesús «era puro y hubiera podido ser el primero en lanzar la piedra». Pero Cristo «va más allá». «No le dice: “El adulterio no es pecado”, pero no la condena con la Ley». Precisamente, éste es «el misterio de la misericordia de Jesús».

Jesús, para «ser misericordioso», va más allá de «la Ley que ordenaba la lapidación». Hasta el punto de que le dice a la mujer que se vaya en paz. «La misericordia —explicaba en aquel sermón matutino el obispo de Roma— es algo difícil de entender: no borra los pecados», pues para borrar los pecados «está el perdón de Dios». Pero «la misericordia es la manera con que Dios perdona». Pues «Jesús podía decir: “¡Yo te perdono, vete!”. Como le dijo a aquel paralítico: “¡Tus pecados están perdonados!”». En esta situación, «Jesús va más allá y aconseja a la mujer que no peque más. Y aquí se ve la actitud misericordiosa de Jesús: defiende al pecador de los enemigos, defiende al pecador de una condena justa».

Esto, añadió Francisco, «sirve también para nosotros». «¡Cuántos de nosotros mereceríamos una condena! Y hasta sería justa. ¡Pero Él perdona!» ¿Cómo? «Con la misericordia que no borra el pecado: es sólo el perdón de Dios el que lo borra, mientras la misericordia va más allá.» Es «como el cielo: nosotros miramos el cielo, con sus muchas estrellas, pero cuando por la mañana llega el sol, con toda su luz, las estrellas no se ven. Así es la misericordia de Dios: una gran luz de amor, de ternura, porque Dios perdona no con un decreto, sino con una caricia». Lo hace «acariciando nuestras heridas de pecado, porque Él está implicado en el perdón, está implicado en nuestra salvación».

Con este estilo, concluía el papa Francisco, Jesús hace de confesor. No humilla a la mujer adúltera, no le dice: «¿Qué has hecho, cuándo lo has hecho, cómo lo has hecho y con quién lo has hecho?». Le dice, por el contrario: «Vete y no peques más. La misericordia de Dios es grande, grande es la misericordia de Jesús: perdonarnos acariciándonos».

El Jubileo de la Misericordia es una consecuencia de este mensaje y de la centralidad que siempre ha tenido en las prédicas de Francisco. El 13 de marzo de 2015, mientras escuchaba la homilía de la liturgia penitencial al término de la cual el papa iba a anunciar la convocatoria del Año Santo extraordinario, pensé: sería bonito poder plantearle algunas preguntas centradas en los temas de la misericordia y del perdón para profundizar en lo que aquellas palabras habían significado para él, como hombre y como sacerdote, sin la preocupación de conseguir algunas frases efectistas que entrasen en el debate mediático en torno al sínodo sobre la familia, a menudo reducido a un partido entre equipos contrarios. Sin entrar en la casuística. Me gustaba la idea de una entrevista que permitiera que emergiera el corazón de Francisco, su mirada. Un texto que dejara abiertas las puertas, en un tiempo, como el jubilar, durante el cual la Iglesia pretende mostrar de manera especial, y aún más significativa, su rostro de misericordia.

El papa aceptó la propuesta. Este libro es el fruto de una charla comenzada en su habitación, en la Casa Santa Marta en el Vaticano, en una más que bochornosa tarde del pasado julio, pocos días después de su regreso del viaje a Ecuador, Bolivia y Paraguay. Le había enviado con poquísima anticipación una lista de temas y preguntas que quería tratar. Me presenté armado con tres grabadoras. Francisco me esperaba con una concordancia de la Biblia y de las citas de los padres de la Iglesia en la mesita que había frente a él. En las páginas que vienen a continuación podéis leer el contenido de la conversación.

Espero que el entrevistado no se tome a mal si revelo una pequeña escena entre bastidores que me parece muy significativa. Estábamos hablando de la dificultad de reconocernos como pecadores y, en la primera redacción que había preparado, Francisco afirmaba: «La medicina existe, la cura existe, siempre y cuando demos un pequeño paso hacia Dios». Tras releer el texto, me llamó y me pidió que añadiera: «… O cuando tengamos al menos el deseo de darlo», una expresión que yo torpemente había dejado caer en el trabajo de síntesis. En esta adición, o, mejor dicho, en este texto correctamente retocado, hallamos todo el corazón del pastor que busca asimilarse al corazón misericordioso de Dios y que hace todo lo posible para llegar al pecador. No descuida grieta alguna, ni siquiera mínima, para poder dar el perdón. Dios nos espera con los brazos abiertos, nos basta dar un paso hacia Él como hizo el hijo pródigo. Pero si no tenemos la fuerza de hacer ni siquiera esto porque somos débiles, nos basta al menos tener el deseo de hacerlo. Es ya un comienzo suficiente para que la gracia pueda funcionar y la misericordia sea otorgada, según la experiencia de una Iglesia que no se concibe como una aduana, sino que busca todo posible camino para perdonar.

Algo parecido hallamos en una página de la novela de Bruce Marshall A cada uno un denario.1 El protagonista del libro, el abad Gaston, debe confesar a un joven soldado alemán que los partisanos franceses están a punto de condenar a muerte. El soldado revela su pasión por las mujeres y las numerosas aventuras amorosas que ha vivido. El abad le explica que debe arrepentirse para conseguir el perdón y la absolución. Y él responde: «¿Y cómo hago para arrepentirme? Era algo que me gustaba y, si tuviera ocasión, volvería a hacerlo ahora también. ¿Cómo hago para arrepentirme?». Entonces, al abad Gaston, que quiere absolver a ese penitente marcado por el destino y ahora al borde de la muerte, le viene a la cabeza una idea brillante y pregunta: «Pero ¿a ti te pesa que no te pese?». Y el joven, espontáneamente, responde: «Sí, me pesa que no me pese». Es decir, siento no estar arrepentido. Ese lamento es la pequeña grieta que permite al cura misericordioso dar la absolución.

ANDREA TORNIELLI

 




1

TIEMPO DE MISERICORDIA


Santo padre, ¿puede decirnos cómo nació el deseo de convocar un Jubileo de la Misericordia? ¿De dónde le vino la inspiración?

No se debe a un hecho concreto o definido. A mí las cosas se me ocurren un poco solas, son las cosas del Señor, que custodia en la oración. Yo tengo por costumbre no fiarme nunca de la primera reacción que tengo frente a una idea que se me ocurre o a una propuesta que me hacen. No me fío nunca, entre otras cosas porque por lo general la primera reacción es equivocada. He aprendido a esperar, a confiar en el Señor, a pedir su ayuda para poder discernir mejor, para dejarme guiar.

La centralidad de la misericordia, que para mí representa el mensaje más importante de Jesús, puedo decir que ha crecido poco a poco en mi vida sacerdotal como consecuencia de mi experiencia de confesor, de las muchas historias positivas y hermosas que he conocido.

Ya en julio de 2013, pocos meses después del comienzo de su pontificado, durante el viaje de regreso de Río de Janeiro, donde se había celebrado la Jornada Mundial de la Juventud, usted dijo que el nuestro es el «tiempo de la misericordia».

Sí, creo que éste es el tiempo de la misericordia. La Iglesia muestra su rostro materno, su rostro de madre, a la humanidad herida. No espera a que los heridos llamen a su puerta, sino que los va a buscar a las calles, los recoge, los abraza, los cura, hace que se sientan amados. Dije entonces, y estoy cada vez más convencido de ello, que esto es un kairós, que nuestra época es un kairós de misericordia, un tiempo oportuno. Abriendo solemnemente el Concilio Ecuménico Vaticano II, san Juan XXIII dijo que «la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia en lugar de empuñar las armas del rigor». En su Meditación ante la muerte, el beato Pablo VI revelaba el fundamento de su vida espiritual en la síntesis propuesta por san Agustín: miseria y misericordia. «Miseria mía —escribía el papa Montini—, misericordia de Dios. Que yo pueda al menos honrar a quien Tú eres, el Dios de infinita bondad, invocando, aceptando, celebrando tu dulcísima misericordia.» San Juan Pablo II avanzó en este camino a través de la encíclica Dives in misericordia, en la que afirmó que la Iglesia vive una vida auténtica cuando profesa y proclama la misericordia, el más maravilloso atributo del Creador y del Redentor, y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia. Además, ha instituido la fiesta de la «divina misericordia» y ha revalorizado la figura de santa Faustina Kowalska, y las palabras de Jesús sobre la misericordia. También el papa Benedicto XVI habló de esto en su magisterio: «La misericordia es en realidad el núcleo central del mensaje evangélico —dijo—, es el propio nombre de Dios, el rostro con el que Él se reveló en la antigua Alianza y plenamente en Jesucristo, encarnación del amor creador y redentor. Este amor de misericordia ilumina también el rostro de la Iglesia y se manifiesta tanto mediante los sacramentos, en concreto, aquel de la reconciliación, como con las obras de caridad, comunitarias e individuales. Todo lo que la Iglesia dice y hace manifiesta la misericordia que Dios siente por el hombre».

Pero en mis recuerdos personales hay también otros muchos episodios. Por ejemplo, antes de llegar aquí, cuando estaba en Buenos Aires, tengo grabada en la memoria una mesa redonda entre teólogos: se discutía sobre qué podía hacer el papa para que la gente se acercara, frente a tantos problemas que parecían sin solución. Uno de ellos dijo: «Un Jubileo del Perdón». Y eso se me quedó grabado en la cabeza. Así pues, para contestar a la pregunta, creo que la decisión vino rezando, pensando en la enseñanza y en el testimonio de los papas que me precedieron, y pensando en la Iglesia como en un hospital de campo, donde se curan sobre todo las heridas más graves. Una Iglesia que caliente el corazón de las personas con la cercanía y la proximidad.

¿Qué es para usted la misericordia?

Etimológicamente, misericordia significa abrir el corazón al miserable. Y enseguida vamos al Señor: misericordia es la actitud divina que abraza, es la entrega de Dios que acoge, que se presta a perdonar. Jesús ha dicho que no vino para los justos, sino para los pecadores. No vino para los sanos, que no necesitan médico, sino para los enfermos. Por eso se puede decir que la misericordia es el carné de identidad de nuestro Dios. Dios de misericordia, Dios misericordioso. Para mí, éste es realmente el carné de identidad de nuestro Dios. Siempre me ha impresionado leer la historia de Israel como se cuenta en la Biblia, en el capítulo 16 del Libro de Ezequiel. La historia compara Israel con una niña a la que no se le cortó el cordón umbilical, sino que fue dejada en medio de la sangre, abandonada. Dios la vio debatirse en la sangre, la limpió, la untó, la vistió y, cuando creció, la adornó con seda y joyas. Pero ella, enamorada de su propia belleza, se prostituyó, no dejando que le pagaran, sino pagando ella misma a sus amantes. Pero Dios no olvidará su alianza y la pondrá por encima de sus hermanas mayores, para que Israel se acuerde y se avergüence (Ezequiel 16, 63), cuando le sea perdonado lo que ha hecho.

Ésta para mí es una de las mayores revelaciones: seguirás siendo el pueblo elegido, te serán perdonados todos tus pecados. Eso es: la misericordia está profundamente unida a la fidelidad de Dios. El Señor es fiel porque no puede renegar de sí mismo. Lo explica bien san Pablo en la Segunda Carta a Timoteo (2, 13): «Si somos infieles, Él permanece fiel, pues no puede renegar de sí mismo». Tú puedes renegar de Dios, tú puedes pecar contra Él, pero Dios no puede renegar de sí mismo, Él permanece fiel.

¿Qué lugar y qué significado tiene en su corazón, en su vida e historia personal, la misericordia? ¿Recuerda cuándo tuvo, de niño, la primera experiencia de la misericordia?

Puedo leer mi vida a través del capítulo 16 del Libro del profeta Ezequiel. Leo esas páginas y me digo: «Pero todo esto parece escrito expresamente para mí». El profeta habla de la vergüenza, y la vergüenza es una gracia: cuando uno siente la misericordia de Dios, experimenta una gran vergüenza de sí mismo, de su propio pecado. Hay un bonito ensayo de un gran estudioso de la espiritualidad, el padre Gaston Fessard, dedicado a la vergüenza, en su libro La Dialectique des exercises spirituels de saint Ignace de Loyola.2 La vergüenza es una de las gracias que san Ignacio hace pedir en la confesión de los pecados frente a Cristo crucificado. Ese texto de Ezequiel nos enseña a avergonzarnos, nos permite avergonzarnos: con toda tu historia de miseria y de pecado, Dios te sigue siendo fiel y te levanta. Eso es lo que yo siento. No tengo recuerdos concretos de cuando era niño. Pero sí de muchacho. Pienso en el padre Carlos Duarte Ibarra, el confesor que vi en mi parroquia ese 21 de septiembre de 1953, el día en que la Iglesia celebra a san Mateo apóstol y evangelista. Tenía diecisiete años. Me sentí acogido por la misericordia de Dios confesándome con él. Ese sacerdote era originario de Corrientes, pero estaba en Buenos Aires curándose de una leucemia. Murió al año siguiente. Recuerdo aún que después de su funeral y de su entierro, al regresar a casa, me sentí como si me hubieran abandonado. Y lloré mucho aquella noche, mucho, oculto en mi habitación. ¿Por qué? Porque había perdido a una persona que me hacía sentir la misericordia de Dios, ese miserando atque eligendo, una expresión que entonces no conocía y que después elegí como lema episcopal. La reencontraría a continuación, en las homilías del monje inglés san Beda el Venerable, quien, describiendo la vocación de san Mateo, escribe:
«Jesús vio a un publicano y, como lo miró con sentimiento de amor y lo eligió, le dijo: “Sígueme”». Ésta es la traducción que comúnmente se ofrece a la expresión de san Beda. A mí me gusta traducir miserando, con un gerundio que no existe, misericordiando, regalándole misericordia. Así pues, misericordiándolo y escogiéndolo, para describir la mirada de Jesús que da misericordia y elige, se lleva consigo.

Cuando piensa en sacerdotes misericordiosos, que ha conocido o en los que se ha inspirado, ¿quién le viene a la cabeza?

Son tantos… Acabo de mencionar al padre Duarte. Puedo citar a don Enrico Pozzoli, salesiano, que me bautizó y que había casado a mis padres. Era el confesor, el confesor misericordioso: todos iban a confesarse con él, iba por las casas de los salesianos. He conocido a tantos confesores así… Recuerdo a otro gran confesor, más joven que yo, un padre capuchino que ejercía su ministerio en Buenos Aires. Una vez vino a verme porque quería hablar conmigo. Me dijo: «Necesito tu ayuda. Tengo mucha gente en el confesionario, gente de todo tipo, humilde y menos humilde, pero también muchos curas… Los perdono mucho y a veces experimento un escrúpulo, el escrúpulo de haber perdonado demasiado». Hablamos de la misericordia y le pregunté qué hacía cuando experimentaba ese escrúpulo. Me respondió: «Voy a nuestra pequeña capilla, frente al tabernáculo, y le digo a Jesús: “Señor, perdóname porque he perdonado demasiado. ¡Pero eres Tú el que me ha dado tan mal ejemplo!”». No me olvidaré de esto jamás. Cuando un sacerdote vive así la misericordia sobre sí mismo, puede regalársela a los demás. Leí una homilía del entonces cardenal Albino Luciani sobre el padre Leopoldo Mandic, recién proclamado entonces beato por Pablo VI. Había descrito algo que se acerca mucho a lo que acabo de contar: «Eso es, pecadores somos todos —decía Luciani en esa ocasión—, lo sabía muy bien el padre Leopoldo. Hay que ser consciente de esta triste realidad nuestra. Nadie puede durante mucho tiempo evitar las faltas pequeñas o grandes. Pero, como decía san Francisco de Sales, “si tienes un burro y yendo por la calle se cae al suelo, ¿qué debes hacer? No vas a ir con el bastón a molerle a palos las costillas, pobrecillo, bastante desgraciado es ya. Tienes que cogerlo por la cabeza y decirle: ‘Venga, volvamos a ponernos en marcha. Ahora reemprendamos el camino, la próxima vez te fijarás más’”. Éste es el sistema y este sistema lo ha aplicado plenamente el padre Leopoldo. Un sacerdote amigo mío que iba a confesarse con él dijo: “Padre, usted es demasiado generoso. Yo me confieso encantado con usted, pero me parece que es demasiado generoso”. Y el padre Leopoldo contestó: “Pero ¿quién es demasiado generoso, hijo mío? Es el Señor el que fue generoso; no soy yo quien ha muerto por los pecados, es el Señor quien murió por ellos. ¿Cómo iba a ser con los demás con lo generoso que fue con el ladrón?”». Ésta es la homilía del entonces cardenal Luciani sobre Leopoldo Mandic, después proclamado santo por Juan Pablo II.

Puedo citar también a otra figura significativa para mí, la del padre José Ramón Aristi, sacramentino, que ya recordé una vez cuando me reuní con los párrocos de Roma. Murió en 1996 más que nonagenario. También él fue un gran confesor, y muchísima gente y muchos curas se confesaban con él. Cuando confesaba les daba a los penitentes su rosario y hacía que sostuvieran en su mano la pequeña cruz, después la usaba para absolverlos y finalmente los invitaba a besarla. Cuando murió, yo era obispo auxiliar de Buenos Aires; era la noche del Sábado Santo. Fui a verlo al día siguiente, el Domingo de Pascua, después de comer, y bajé a la cripta de la iglesia. Me di cuenta de que no había flores junto a su ataúd y fui a buscar un ramo fuera, después regresé y empecé a colocarlas. Vi el rosario enredado en sus manos: saqué la pequeña cruz y, mirándolo, le dije: «¡Dame la mitad de tu misericordia!». Desde entonces aquella pequeña cruz va siempre conmigo, la llevo en el pecho: cuando me sobreviene un mal pensamiento sobre alguien, acerco la mano y toco esa cruz. Me sienta bien. He aquí otro ejemplo de cura misericordioso, que sabía acercarse a la gente y curar las heridas regalando la misericordia de Dios.

En su opinión, ¿por qué este tiempo nuestro y esta humanidad nuestra tienen tanta necesidad de misericordia?

Porque es una humanidad herida, una humanidad que arrastra heridas profundas. No sabe cómo curarlas o cree que no es posible curarlas. Y no se trata tan sólo de las enfermedades sociales y de las personas heridas por la pobreza, por la exclusión social, por las muchas esclavitudes del tercer milenio. También el relativismo hiere mucho a las personas: todo parece igual, todo parece lo mismo. Esta humanidad necesita misericordia. Pío XII, hace más de medio siglo, dijo que el drama de nuestra época era haber extraviado el sentido del pecado, la conciencia del pecado. A esto se suma hoy también el drama de considerar nuestro mal, nuestro pecado, como incurable, como algo que no puede ser curado y perdonado. Falta la experiencia concreta de la misericordia. La fragilidad de los tiempos en que vivimos es también ésta: creer que no existe posibilidad alguna de rescate, una mano que te levanta, un abrazo que te salva, que te perdona, te inunda de un amor infinito, paciente, indulgente; te vuelve a poner en el camino. Necesitamos misericordia. Debemos preguntarnos por qué tantas personas, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos de cualquier extracción social, recurren hoy a los magos y a los quiromantes. El cardenal Giacomo Biffi solía citar estas palabras del escritor inglés Gilbert Keith Chesterton: «Quien no cree en Dios no es cierto que no crea en nada, pues empieza a creer en todo». Una vez le oí decir a una persona: «En la época de mi abuela bastaba el confesor, hoy mucha gente confía en los quiromantes…». Hoy se busca la salvación donde se puede.

Pero estos fenómenos a los que usted alude, como los magos y los quiromantes, siempre han existido en la historia de la humanidad.

Sí, verdad, siempre ha habido adivinos, magos, quiromantes. Pero no había tanta gente buscando en ellos salud y consuelo espiritual. Las personas buscan sobre todo a alguien que las escuche. Alguien dispuesto a dar su propio tiempo para escuchar sus dramas y sus dificultades. Es lo que yo llamo «el apostolado de la oreja», y es importante. Muy importante. Me oigo decir a los confesores: «Hablad, escuchad con paciencia y sobre todo decidles a las personas que Dios las quiere bien. Y si el confesor no puede absolver, que explique por qué, pero que dé de todos modos una bendición, aunque sea sin absolución sacramental. El amor de Dios también existe para quien no está en la disposición de recibir el sacramento: también ese hombre o esa mujer, ese joven o esa chica son amados por Dios, son buscados por Dios, están necesitados de bendición. Sed tiernos con esas personas. No las alejéis. La gente sufre. Ser un confesor es una gran responsabilidad. Los confesores tienen frente a ellos a sus ovejas descarriadas que Dios tanto ama; si no les dejamos advertir su amor y la misericordia de Dios, se alejan y quizá no vuelvan más. Así pues, abrazadlas y sed misericordiosos, aunque no podáis absolverlas. Dadles de todos modos una bendición». Yo tengo una sobrina que se ha casado civilmente con un hombre antes de que este obtuviera la nulidad matrimonial. Querían casarse, se amaban, querían hijos y han tenido tres. El tribunal le había asignado a él también la custodia de los hijos que tuvo en su primer matrimonio. Este hombre era tan religioso que todos los domingos, yendo a misa, iba al confesionario y le decía al sacerdote: «Sé que usted no me puede absolver, pero he pecado en esto y en aquello otro, deme una bendición». Esto es un hombre formado religiosamente.


II

EL REGALO DE LA CONFESIÓN


¿Por qué es importante confesarse? Usted fue el primer papa en hacerlo públicamente, durante las liturgias penitenciales de la Cuaresma, en San Pedro… Pero ¿no bastaría, en el fondo, con arrepentirse y pedir perdón solos, enfrentarse solos con Dios?

Fue Jesús quien les dijo a sus apóstoles: «Aquellos a quienes perdonéis los pecados, serán perdonados; aquellos a quienes no se los perdonéis, no serán perdonados» (Evangelio de san Juan 20, 19-23). Así pues, los apóstoles y sus sucesores —los obispos y los sacerdotes que son sus colaboradores— se convierten en instrumentos de la misericordia de Dios. Actúan in persona Christi. Esto es muy hermoso. Tiene un profundo significado, pues somos seres sociales. Si tú no eres capaz de hablar de tus errores con tu hermano, ten por seguro que no serás capaz de hablar tampoco con Dios y que acabarás confesándote con el espejo, frente a ti mismo. Somos seres sociales y el perdón tiene también un aspecto social, pues también la humanidad, mis hermanos y hermanas, la sociedad, son heridos por mi pecado. Confesarse con un sacerdote es un modo de poner mi vida en las manos y en el corazón de otro, que en ese momento actúa en nombre y por cuenta de Jesús. Es una manera de ser concretos y auténticos: estar frente a la realidad mirando a otra persona y no a uno mismo reflejado en un espejo. San Ignacio, antes de cambiar de vida y de entender que tenía que convertirse en soldado de Cristo, había combatido en la batalla de Pamplona. Formaba parte del ejército del rey de España, Carlos V de Habsburgo, y se enfrentaba al ejército francés. Fue herido gravemente y creyó que iba a morir. En aquel momento no había ningún cura en el campo de batalla. Y entonces llamó a un conmilitón suyo y se confesó con él, le dijo a él sus pecados. El compañero no podía absolverlo, era un laico, pero la exigencia de estar frente a otro en el momento de la confesión era tan sincera que decidió hacerlo así. Es una bonita lección. Es cierto que puedo hablar con el Señor, pedirle enseguida perdón a Él, implorárselo. Y el Señor perdona, enseguida. Pero es importante que vaya al confesionario, que me ponga a mí mismo frente a un sacerdote que representa a Jesús, que me arrodille frente a la Madre Iglesia llamada a distribuir la misericordia de Dios. Hay una objetividad en este gesto, en arrodillarme frente al sacerdote, que en ese momento es el trámite de la gracia que me llega y me cura. Siempre me ha conmovido ese gesto de la tradición de las Iglesias orientales, cuando el confesor acoge al penitente poniéndole la estola en la cabeza y un brazo sobre los hombros, como en un abrazo. Es una representación plástica de la bienvenida y de la misericordia. Recordemos que no estamos allí en primer lugar para ser juzgados. Es cierto que hay un juicio en la confesión, pero hay algo más grande que el juicio que entra en juego. Es estar frente a otro que actúa in persona Christi para acogerte y perdonarte. Es el encuentro con la misericordia.

¿Qué puede decir de su experiencia como confesor? Se lo pregunto porque parece una experiencia que ha marcado profundamente su vida. En la primera misa celebrada con los fieles tras su elección, en la parroquia de Santa Ana, el 17 de marzo de 2013, usted habló de aquel hombre que decía: «Oiga, padre, yo he hecho cosas gordas…», y al cual usted contestó: «Ve a ver a Jesús, que Él lo perdona y lo olvida todo». En esa misma homilía recordaba que Dios nunca se cansa de perdonar. Poco después, en el ángelus, recordó otro episodio, el de la viejecita que le había dicho confesándose: «Sin la misericordia de Dios, el mundo no existiría».

Recuerdo muy bien este episodio, que se me quedó grabado en la memoria. Me parece que aún la veo. Era una mujer mayor, pequeñita, menuda, vestida completamente de negro, como se ve en algunos pueblos del sur de Italia, en Galicia o en Portugal. Hacía poco que me había convertido en obispo auxiliar de Buenos Aires y se celebraba una gran misa para los enfermos en presencia de la estatua de la Virgen de Fátima. Estaba allí para confesar. Hacia el final de la misa me levanté porque debía marcharme, pues tenía una confirmación que administrar. En ese momento, llegó aquella mujer, anciana y humilde. Me dirigí a ella llamándola abuela, como acostumbramos a hacer en Argentina. «Abuela, ¿quiere confesarse?» «Sí», me respondió. Y yo, que estaba a punto de marcharme, le dije: «Pero si usted no ha pecado…». Su respuesta llegó rápida y puntual: «Todos hemos pecado». «Pero quizá el Señor no la perdone…», repliqué yo. Y ella: «El Señor lo perdona todo». «Pero ¿usted cómo lo sabe?» «Si el Señor no lo perdonase todo —fue su respuesta—, el mundo no existiría.»

Un ejemplo de la fe de los sencillos, que tienen ciencia infusa aunque jamás hayan estudiado teología. Durante ese primer ángelus dije, para que me entendieran, que mi respuesta había sido: «¡Pero usted ha estudiado en la Gregoriana!». En realidad, la auténtica respuesta fue: «¡Pero usted ha estudiado con Royo Marín!». Una referencia al padre dominicano Antonio Royo Marín, autor de un famoso volumen de teología moral. Me impresionaron las palabras de aquella mujer: sin la misericordia, sin el perdón de Dios, el mundo no existiría, no podría existir. Como confesor, incluso cuando me he encontrado ante una puerta cerrada, siempre he buscado una fisura, una grieta, para abrir esa puerta y poder dar el perdón, la misericordia.

Usted una vez afirmó que el confesionario no debe ser una «tintorería». ¿Qué significa eso? ¿Qué quería decir?

Era un ejemplo, una imagen para dar a entender la hipocresía de cuantos creen que el pecado es una mancha, tan sólo una mancha, que basta ir a la tintorería para que la laven en seco y todo vuelva a ser como antes. Como cuando se lleva una chaqueta o un traje para que le saquen las manchas: se mete en la lavadora y ya está. Pero el pecado es más que una mancha. El pecado es una herida, hay que curarla, medicarla. Por eso usé esa expresión: intentaba evidenciar que ir a confesarse no es como llevar el traje a la tintorería.

Cito otro ejemplo suyo. ¿Qué significa que el confesionario no debe ser tampoco una «sala de tortura»?

Ésas eran palabras dirigidas más bien a los sacerdotes, a los confesores. Y se referían al hecho de que quizá puede existir en uno un exceso de curiosidad, una curiosidad un poco enfermiza. Una vez oí decir a una mujer, casada desde hacía años, que no se confesaba porque cuando era una muchacha de trece o catorce años el confesor le había preguntado dónde ponía las manos cuando dormía. Puede haber un exceso de curiosidad, sobre todo en materia sexual. O bien una insistencia en que se expliciten detalles que no son necesarios. El que se confiesa está bien que se avergüence del pecado: la vergüenza es una gracia que hay que pedir, es un factor bueno, positivo, porque nos hace humildes. Pero en el diálogo con el confesor hay que ser escuchado, no ser interrogado. Además, el confesor dice lo que debe, aconsejando con delicadeza. Es esto lo que quería expresar hablando de que los confesionarios no deben ser jamás cámaras de tortura.

¿Jorge Mario Bergoglio ha sido un confesor severo o indulgente?

He intentado siempre dedicarle tiempo a las confesiones, incluso siendo obispo o cardenal. Ahora confieso menos, pero aún lo hago. A veces quisiera poder entrar en una iglesia y sentarme en el confesionario. Así pues, para contestar a la pregunta: cuando confesaba siempre pensaba en mí mismo, en mis pecados, en mi necesidad de misericordia y, en consecuencia, intentaba perdonar mucho.


III

BUSCAR CUALQUIER GRIETA

 

¿Qué hace falta para conseguir misericordia? ¿Es necesaria alguna predisposición concreta?

Me viene a la cabeza esta frase: «¡No puedo más!». Llegado cierto punto uno necesita ser entendido, ser atendido, ser curado, perdonado. Necesita levantarse para retomar el camino. Recita el salmo: «Un espíritu contrito es un sacrificio a Dios, un corazón afligido y humillado, oh Dios, no lo desprecies» (Salmos 50, 19). San Agustín escribía: «Busca en tu corazón lo que es grato a Dios. Hay que romper minuciosamente el corazón. ¿Temes que perezca porque está hecho añicos? En boca del salmista hallamos esta expresión: “Crea en mí, oh Dios, un corazón puro” (Salmos 50, 12). De modo que, para que sea creado puro, debe ser destruido el corazón impuro. Cuando pecamos debemos sentir disgusto de nosotros mismos, pues los pecados disgustan a Dios. Y dado que constatamos que no vivimos sin pecado, cuando menos en esto tratemos de ser parecidos a Dios: en el lamentarse de lo que disgusta a Dios» (Discursos 19, 2-3). Los padres de la Iglesia enseñan que este corazón hecho pedazos es la ofrenda más apreciada por Dios. Es la señal de que somos conscientes de nuestro pecado, del mal realizado, de nuestra miseria, de nuestra necesidad de perdón y de misericordia.

¿Cómo logramos reconocernos pecadores? ¿Qué le diría a alguien que no se siente como tal?

¡Les aconsejaría que pidieran esta gracia! Sí, porque reconocernos pecadores es una gracia. Es una gracia que te viene dada. Sin la gracia, a lo máximo que se puede llegar es a decir: soy limitado, tengo mis límites, éstos son mis errores. Pero reconocernos pecadores es otra cosa. Significa ponerse frente a Dios, que es nuestro todo, presentándonos a nosotros mismos, es decir, nuestra nada. Nuestras miserias, nuestros pecados. Es realmente una gracia que se debe pedir.

Don Luigi Giussani citaba este ejemplo sacándolo de la novela de Bruce Marshall A cada uno un denario. El protagonista del libro, el abad Gaston, tenía que confesar a un joven soldado alemán que los partisanos franceses estaban a punto de condenar a muerte. El soldado había confesado su pasión por las mujeres y las muchas aventuras amorosas que había tenido. El abad le había explicado que debía arrepentirse. Y él: «¿Cómo hago para arrepentirme? Era algo que me gustaba, si tuviera la ocasión lo haría ahora también. ¿Cómo hago para arrepentirme?». Entonces, al abad Gaston, que quería absolver a toda costa a ese penitente al borde de la muerte, se le ocurrió una idea genial y dijo: «Pero ¿a ti te pesa que no te pese?». Y el joven, espontáneamente, respondió: «Sí, me pesa que no me pese». Es decir, siento no estar arrepentido. La hendidura en la puerta que había permitido la absolución…

Es cierto, es así. Es un ejemplo que representa muy bien las tentativas que Dios lleva a cabo para adentrarse en el corazón del hombre, para encontrar esa grieta que permite la acción de su gracia. Él no quiere que nadie se pierda. Su misericordia es infinitamente más grande que nuestro pecado, su medicina es infinitamente más poderosa que la enfermedad que debe curar en nosotros. Hay un prefacio de la liturgia ambrosiana en el que se lee: «Te has inclinado sobre nuestras heridas y nos has curado, dándonos una medicina más fuerte que nuestras llagas, una misericordia más grande que nuestra culpa. Así también el pecado, en virtud de tu invencible amor, ha servido para elevarnos a la vida divina». Reflexionando sobre mi vida y mi experiencia, recordando ese 21 de septiembre de 1953 cuando Dios vino a mi encuentro llenándome de asombro, siempre he dicho que el Señor nos primerea, es decir, que nos precede, que se nos anticipa. Creo que lo mismo se puede decir sobre su misericordia divina, dada para curar nuestras heridas, que se nos anticipa. Dios nos aguarda, espera que le concedamos tan sólo esa mínima grieta para poder actuar en nosotros, con su perdón, con su gracia. Sólo quien ha sido tocado, acariciado por la ternura de la misericordia, conoce realmente al Señor. Por eso he repetido a menudo que el sitio en el que tiene lugar el encuentro con la misericordia de Jesús es mi pecado. Cuando se experimenta el abrazo de misericordia, cuando nos dejamos abrazar, cuando nos conmovemos: entonces la vida puede cambiar, pues tratamos de responder a este don inmenso e imprevisto, que a los ojos humanos puede parecer incluso «injusto» en tanto que superabundante. Estamos frente a un Dios que conoce nuestros pecados, nuestras traiciones, nuestras negaciones, nuestra miseria. Y, sin embargo, está allí esperándonos para entregarse totalmente a nosotros, para levantarnos. Pensando de nuevo en el episodio citado en la novela de Mar­shall, yo parto de un presupuesto similar, que va en la misma dirección. No existe tan sólo esa máxima jurídica siempre válida, según la cual in dubio pro reo, es decir, en la duda se decide siempre a favor de la persona que está sometida a juicio. Está también la importancia del gesto. El solo hecho de que una persona vaya al confesionario indica que ya hay un inicio de arrepentimiento, aunque no sea consciente. Si no hubiera existido ese movimiento inicial, la persona no hubiera ido. Que esté allí puede evidenciar el deseo de un cambio. La palabra es importante, explicita el gesto. Pero el propio gesto es importante, y acaso puede valer más la presencia torpe y humilde de un penitente al que le cuesta hablar que las muchas palabras de alguien que describe su arrepentimiento.


IV

PECADOR, COMO SIMÓN PEDRO

 

Usted muchas veces se ha definido como un pecador. Visitando a los presos de Palmasola, en Bolivia, durante el viaje de julio de 2015 a América Latina, usted dijo: «Frente a vosotros tenéis a un hombre al que han sido perdonados sus muchos pecados…». Impresiona oír a un papa que dice esto de sí mismo…

¿De verdad? No creo que sea algo fuera de lo normal, ni siquiera en la existencia de mis predecesores. He leído en la documentación del proceso de beatificación de Pablo VI el testimonio de uno de sus secretarios, a quien el papa, haciendo resonar las palabras que ya he citado de su Meditación ante la muerte, había confiado: «Para mí siempre ha sido un gran misterio de Dios que yo me encuentre sumido en mi miseria y me encuentre frente a la misericordia de Dios. Yo soy nada, soy mísero. Dios Padre me quiere mucho, me quiere salvar, me quiere sacar de esta miseria en la que me encuentro, pero yo soy incapaz de hacerlo por mí mismo. Entonces envía a su Hijo, un Hijo que lleva precisamente la misericordia de Dios traducida en un acto de amor hacia mí… Pero para esto hace falta una gracia especial, la gracia de una conversión. Yo debo reconocer la acción de Dios Padre en su Hijo hacia mí. Una vez que he reconocido esto, Dios actúa en mí a través de su Hijo». Es una síntesis preciosa del mensaje cristiano. Y qué decir de la homilía con la que Albino Luciani comenzaba su episcopado en Vittorio Veneto, diciendo que la elección había recaído sobre él porque ciertas cosas, en lugar de escribirlas sobre bronce o sobre mármol, el Señor prefería escribirlas en el polvo: así, si la escritura quedara, estaría claro que el mérito era exclusivamente de Dios. Él, el obispo, el futuro papa Juan Pablo I, se consideraba a sí mismo «el polvo». Debo decir que cuando hablo de esto, siempre pienso en lo que Pedro le dijo a Jesús el domingo de su Resurrección, cuando se lo encontró solo. Un encuentro que menciona el evangelista Lucas (24, 34). ¿Qué le habrá dicho Simón al Mesías recién resucitado del sepulcro? ¿Le habrá dicho que se sentía como un pecador? Habrá pensado en la negación, en cuanto había sucedido pocos días antes, cuando por tres veces había fingido no conocerlo, en el patio de la casa del sumo sacerdote. Habrá pensado en su llanto amargo y público. Si Pedro hizo eso, y si los Evangelios nos describen su pecado, su negación, y si a pesar de todo esto Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas» (Evangelio de san Juan 21, 15-16), no creo que debamos maravillarnos si también sus sucesores se describen a sí mismos como «pecadores». No es una novedad. El papa es un hombre que necesita la misericordia de Dios. Lo he dicho sinceramente, también frente a los presos de Palmasola, en Bolivia, frente a esos hombres y aquellas mujeres que me recibieron tan calurosamente. A ellos les he recordado que también san Pedro y san Pablo habían sido prisioneros. Tengo una relación especial con aquellos que viven en prisión, privados de su libertad. He estado siempre muy unido a ellos, precisamente por esta consciencia de mi condición de pecador. Cada vez que cruzo la puerta de una cárcel para una celebración o para una visita, me viene siempre a la cabeza este pensamiento: «¿Por qué ellos y no yo? Yo tendría que estar aquí, merecería estar aquí. Sus caídas hubieran podido ser las mías, no me siento mejor que quien tengo delante». Y es así como me encuentro repitiendo y rezando: «¿Por qué él y no yo?». Esto puede escandalizar, pero me consuelo con Pedro: había renegado de Jesús y, a pesar de ello, fue elegido.

¿Por qué somos pecadores?

Porque existe el pecado original. Un dato que se puede constatar. Nuestra humanidad está herida, sabemos reconocer el bien y el mal, sabemos qué es el mal, intentamos seguir el camino del bien, pero a menudo caemos por causa de nuestra debilidad y escogemos el mal. Es la consecuencia del pecado original, del cual tenemos plena consciencia gracias a la revelación. El relato del pecado de Adán y Eva, la rebelión contra Dios que leemos en el Libro del Génesis, se sirve de un lenguaje imaginativo para exponer algo que realmente ha sucedido en los orígenes de la humanidad.

El Padre ha sacrificado a su Hijo, Jesús se ha rebajado, ha aceptado dejarse torturar, crucificar y aniquilar para redimirnos del pecado, para curar aquella herida. Así, aquella culpa de nuestros progenitores es celebrada como felix culpa en el canto del Exultet, que la Iglesia eleva durante la celebración más importante del año, la de la noche de Pascua: culpa «feliz», porque ha merecido dicha redención.

¿Qué consejos le daría a un penitente para hacer una buena confesión?

Que piense en la verdad de su vida frente a Dios, qué siente, qué piensa. Que sepa mirarse con sinceridad a sí mismo y a su pecado. Y que se sienta pecador, que se deje sorprender, asombrar por Dios. Para que Él nos llene con el don de su misericordia infinita debemos advertir nuestra necesidad, nuestro vacío, nuestra miseria. No podemos ser soberbios. Me viene a la cabeza la historia que me contó una vez un dirigente argentino al que conocía. Tenía un colega que parecía muy comprometido con la vida cristiana: rezaba el rosario, hacía lecturas espirituales, etcétera. Un día le había confesado, en passant, como quien no quiere la cosa, que tenía una relación con su propia empleada de hogar. Y le había dado a entender que lo consideraba algo normal, pues —decía— estas personas, es decir, los criados, en el fondo estaban allí también «para eso». Mi amigo se había escandalizado, pues el colega en definitiva le estaba diciendo que creía en la existencia de seres humanos superiores e inferiores: estos últimos destinados a ser explotados y «usados», como aquella empleada de hogar. Me impresionó ese ejemplo: a pesar de todas las objeciones que se le hacían, aquel hombre seguía firme en su idea, impermeable. Y seguía considerándose un buen cristiano porque rezaba, leía textos espirituales cada día y los domingos iba a misa. He aquí un caso de soberbia, lo contrario de ese corazón hecho pedazos del que hablan los padres de la Iglesia.

Y, en cambio, ¿qué consejos le daría a un sacerdote que se los pidiera, que le preguntara: «Cómo hago para ser un buen confesor»?

Creo haber respondido ya en parte con lo que hemos dicho antes. Que piense en sus pecados, que escuche con ternura, que le pida al Señor que le dé un corazón misericordioso como el suyo, que no tire nunca la primera piedra porque también él es un pecador necesitado de perdón. Y que trate de parecerse a Dios en su misericordia. Esto es lo que se me ocurre decirle. Debemos ir con la mente y con el corazón a la parábola del hijo pródigo, el más joven de los dos hermanos, que al recibir su parte de la herencia del padre la dilapidó toda llevando una vida disoluta y para sobrevivir se encontró pastoreando cerdos. Admitido su error, regresó a la casa familiar para pedirle a su padre que lo admitiera al menos entre sus siervos, pero el padre, que estaba esperándolo y que escrutaba el horizonte, le salió al encuentro y, antes de que el hijo dijera nada, antes de que admitiera sus pecados, lo abrazó. Esto es el amor de Dios, ésta es su supera­bundante misericordia. Hay algo sobre lo que meditar, la actitud del hijo mayor, el que se había quedado en casa trabajando con el padre, el que siempre se había portado bien. Él, cuando toma la palabra, es el único que, en el fondo, dice la verdad: «O sea, que yo hace años que te sirvo y no he desobedecido nunca una de tus órdenes, y tú no me has dado jamás un solo cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. Pero ahora que regresa este hijo tuyo, que ha malgastado tu fortuna con prostitutas, para él has matado el becerro gordo» (Evangelio de san Lucas 15, 29-30). Dice la verdad, pero al mismo tiempo se autoexcluye.


V

¿DEMASIADA MISERICORDIA?

 

Hace algunos años, en un colegio del norte de Italia, un profesor de religión explicó en sus clases la parábola del hijo pródigo y después pidió a los chicos que escribieran un texto reescribiendo la historia que acababan de escuchar. El final escogido por la inmensa mayoría de los alumnos fue éste: el padre recibe al hijo pródigo, lo castiga severamente y lo obliga a vivir con sus siervos. Así, éste aprende a no despilfarrar todas las riquezas de la familia.

Pero ésta es una reacción humana. La reacción del hijo mayor es humana. En cambio, la misericordia de Dios es divina.

¿Cómo se afronta el complejo del hijo mayor de la parábola? A veces se oye decir que en la Iglesia hay demasiada misericordia. La Iglesia debe condenar el pecado…

La Iglesia condena el pecado porque debe decir la verdad. Dice: «Esto es un pecado». Pero al mismo tiempo abraza al pecador que se reconoce como tal, se acerca a él, le habla de la misericordia infinita de Dios. Jesús ha perdonado incluso a aquellos que lo colgaron en la cruz y lo despreciaron. Debemos volver al Evangelio. Allí vemos que no se habla tan sólo de bienvenida o de perdón, sino que se habla de una «fiesta» para el hijo que regresa. La expresión de la misericordia es la alegría de la fiesta, que encontramos bien expresada en el Evangelio de san Lucas: «Habrá más alegría en el cielo por un pecador convertido que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión» (15, 7). No dice: ¡y si después fuera a recaer, volver atrás, cometer más pecados, que se las apañe solo! No, pues a Pedro, que le preguntaba cuántas veces había que perdonar, Jesús le dijo: «Setenta veces siete» (Evangelio de san Mateo 18, 22), es decir, siempre. Al hijo mayor del padre misericordioso le ha sido permitido decir la verdad sobre lo que ha sucedido, aunque no lo entendiera, entre otras cosas porque el otro hermano cuando ha empezado a acusar no ha tenido tiempo de hablar: el padre lo ha callado y lo ha abrazado. Precisamente porque existe en el mundo el pecado, precisamente porque nuestra naturaleza humana está herida por el pecado original, Dios, que ha entregado a su Hijo por nosotros, no puede más que revelarse como misericordia. Dios es un padre premuroso, atento, dispuesto a acoger a cualquier persona que dé un paso adelante o que tenga el deseo de dar un paso hacia casa. Él está allí contemplando el horizonte, nos aguarda, nos está ya esperando. Ningún pecado humano, por muy grave que sea, puede prevalecer sobre la misericordia o limitarla. Obispo de Vittorio Veneto desde hace algunos años, Albino Luciani celebra ejercicios con los sacerdotes y, comentando la parábola del hijo pródigo, dijo a propósito del Padre: «Él espera. Siempre. Y nunca es demasiado tarde. Es así, Él es así…, es Padre. Un padre que espera en la puerta. Que nos ve cuando aún estamos lejos y se conmueve, y corriendo se echa en nuestros brazos y nos besa tiernamente… Nuestro pecado entonces se convierte casi en una joya que le podemos regalar para proporcionarle el consuelo de perdonar… ¡Quedamos como caballeros cuando se regalan joyas, y no es derrota, sino gozosa victoria dejar ganar a Dios!».

Siguiendo al Señor, la Iglesia está llamada a difundir su misericordia sobre todos aquellos que se reconocen pecadores, responsables del mal realizado, que se sienten necesitados de perdón. La Iglesia no está en el mundo para condenar, sino para permitir el encuentro con ese amor visceral que es la misericordia de Dios. Para que eso suceda, lo repito a menudo, hace falta salir. Salir de las iglesias y de las parroquias, salir e ir a buscar a las personas allí donde viven, donde sufren, donde esperan. El hospital de campo, la imagen con la que me gusta describir esta «Iglesia emergente», tiene la característica de aparecer allí donde se combate: no es la estructura sólida, dotada de todo, donde vamos a curarnos las pequeñas y las grandes enfermedades. Es una estructura móvil, de primeros auxilios, de emergencia, para evitar que los combatientes mueran. Se practica la medicina de urgencia, no se hacen check-up especializados. Espero que el Jubileo extraordinario haga emerger más aún el rostro de una Iglesia que descubre las vísceras maternas de la misericordia y que sale al encuentro de los muchos «heridos» que necesitan atención, comprensión, perdón y amor.


VI

PASTORES, NO DOCTORES DE LA LEY

 

¿Puede haber misericordia sin el reconocimiento del propio pecado?

La misericordia existe, pero si tú no quieres recibirla… Si no te reconoces pecador quiere decir que no la quieres recibir, quiere decir que no sientes la necesidad. A veces te puede costar entender qué te ha sucedido. A veces puedes ser desconfiado, creer que no puedes volver a levantarte. O bien prefieres tus heridas, las heridas del pecado, y haces como los perros: las lames con la lengua, te lames las heridas. Ésta es una enfermedad narcisista que lleva a la amargura. Hay un placer en la amargura, un placer enfermo.

Si no partimos de nuestra miseria, si seguimos perdidos, si desistimos de la posibilidad de ser perdonados, acabamos por lamernos las heridas, que quedan abiertas y no se curan nunca. En cambio, la medicina existe, la cura existe, tan sólo si damos un pequeño paso hacia Dios o tenemos al menos el deseo de darlo. Basta una mínima grieta, basta tomarnos en serio nuestra propia condición. Es importante también conservar la memoria, recordarnos de dónde venimos, qué somos, nuestra nada. Es importante no creernos autosuficientes.

Santa Teresa de Ávila ponía en guardia a sus hermanas respecto a la vanidad y a la autosuficiencia. Cuando oía decir «Me han hecho esto sin motivo», comentaba: «Dios nos libre de las malas razones. Aquel que no ha querido llevar su cruz no sé qué hace en el monasterio». Ninguno de nosotros puede hablar de injusticia si piensa en las muchas injusticias que ha cometido él mismo frente a Dios. No debemos perder jamás la memoria de nuestros orígenes, del fango del que hemos salido, y esto sirve también para los consagrados.

¿Qué piensa de quien confiesa siempre los mismos pecados?

Si se refiere a la repetición casi automática de un formulario, diría que el penitente no está bien preparado, no ha sido bien catequizado, no sabe hacer examen de conciencia y no conoce muchos de los pecados que se cometen y de los que no es consciente… A mí me gusta mucho la confesión de los niños, pues ellos no son abstractos, dicen las cosas tal como son. Te hacen sonreír. Son sencillos: dicen lo que ha sucedido, saben que lo que han hecho está mal.

Si hay una repetitividad que se convierte en costumbre, es como si no se llegara a creer en el conocimiento de uno mismo y del Señor; es como no admitir haber pecado, tener heridas por curar. La confesión como rutina es un poco el ejemplo de la tintorería que ponía antes. Cuánta gente herida, también psicológicamente, que no admite estarlo. Esto lo diría pensando en quien se confiesa con el formulario…

Otra cosa es quien recae en el mismo pecado y sufre por ello, aquel a quien le cuesta volver a levantarse. Hay muchas personas humildes que confiesan sus recaídas. Lo importante, en la vida de cada hombre y de cada mujer, no es no volver a caer jamás por el camino. Lo importante es levantarse siempre, no quedarse en el suelo lamiéndose las heridas. El Señor de la misericordia me perdona siempre, de manera que me ofrece la posibilidad de volver a empezar siempre. Me ama por lo que soy, quiere levantarme, me tiende su mano. Ésta también es una tarea de la Iglesia: hacer saber a las personas que no hay situaciones de las que no se puede salir, que mientras estemos vivos es siempre posible volver a empezar, siempre y cuando permitamos a Jesús abrazarnos y perdonarnos.

En la época en que era rector del colegio Massimo de los jesuitas y párroco en Argentina, recuerdo a una madre que tenía niños pequeños y había sido abandonada por su marido. No tenía un trabajo fijo y tan sólo encontraba trabajos temporales algunos meses al año. Cuando no encontraba trabajo, para dar de comer a sus hijos era prostituta. Era humilde, frecuentaba la parroquia, intentábamos ayudarla a través de Cáritas. Recuerdo que un día —estábamos en la época de las fiestas navideñas— vino con sus hijos al colegio y preguntó por mí. Me llamaron y fui a recibirla. Había venido para darme las gracias. Yo creía que se trataba del paquete con los alimentos de Cáritas que le habíamos hecho llegar: «¿Lo ha recibido?», le pregunté. Y ella contestó: «Sí, sí, también le agradezco eso. Pero he venido aquí para darle las gracias sobre todo porque usted no ha dejado de llamarme señora». Son experiencias de las que uno aprende lo importante que es acoger con delicadeza a quien se tiene delante, no herir su dignidad. Para ella, el hecho de que el párroco, aun intuyendo la vida que llevaba en los meses en que no podía trabajar, la siguiese llamando «señora» era casi tan importante, o incluso más, que esa ayuda concreta que le dábamos.

¿Puedo preguntarle cuál es su experiencia como confesor con las personas homosexuales? Se hizo famosa aquella frase suya pronunciada durante la conferencia de prensa en el vuelo de regreso de Río de Janeiro: «¿Quién soy yo para juzgar?».

En esa ocasión, dije: «Si una persona es gay, busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?». Parafraseé de memoria el Catecismo de la Iglesia católica, donde se explica que estas personas deben ser tratadas con delicadeza y no deben ser marginadas. En primer lugar, me gusta que se hable de «personas homosexuales»: primero está la persona, con su entereza y dignidad. Y la persona no se define tan sólo por su tendencia sexual: no olvidemos que somos todos criaturas amadas por Dios, destinatarias de su infinito amor. Yo prefiero que las personas homosexuales vengan a confesarse, que permanezcan cerca del Señor, que podamos rezar juntos. Puedes aconsejarles la oración, la buena voluntad, señalarles el camino, acompañarlos.

¿Puede haber oposición entre verdad y misericordia, o entre doctrina y misericordia?

Respondo así: la misericordia es verdadera, es el primer atributo de Dios. Después podemos hacer reflexiones teológicas sobre doctrina y misericordia, pero sin olvidar que la misericordia es doctrina. Sin embargo, a mí me gusta más decir: la misericordia es verdadera. Cuando Jesús se halla ante una adúltera y la gente que estaba dispuesta a lapidarla aplicando la Ley mosaica, se detiene y escribe en la arena. No sabemos qué escribió, el Evangelio no lo dice, pero todos los que estaban allí, dispuestos a lanzar su piedra, la dejan caer y, uno tras otro, se marchan. Queda sólo la mujer, aún asustada tras haber estado a un paso de la muerte. A ella Jesús le dice: «Tampoco yo te condeno, vete y no peques más». No sabemos cómo fue su vida después de aquel encuentro, tras aquella intervención y aquellas palabras de Jesús. Sabemos que fue perdonada. Sabemos que Jesús dice que hay que perdonar setenta veces siete: lo importante es volver a menudo a las fuentes de la misericordia y de la gracia.

¿Por qué usted, comentando el Evangelio en las homilías matutinas en Santa Marta, habla tan a menudo de los «doctores de la Ley»? ¿Qué actitud representan?

Es una actitud que encontramos descrita en muchos episodios del Evangelio: son los principales opositores de Jesús, los que lo desafían en nombre de la doctrina. Es una actitud que encontramos también a lo largo de toda la historia de la Iglesia.

Durante una asamblea del Episcopado italiano, un hermano obispo citó una expresión tomada del De Abrahán de san Ambrosio: «Cuando se trata de dispensar la gracia, allí está presente Cristo; cuando se debe ejercer el rigor, tan sólo están presentes los ministros, pero Cristo está ausente». Pensemos en las muchas tendencias del pasado que vuelven a resurgir bajo otras formas: los cátaros, los pelagianos que se justifican a sí mismos por sus obras y por su esfuerzo voluntarista, actitud esta última ya contrastada de manera muy límpida en el texto de la Carta a los Romanos de san Pablo. Pensemos en el agnosticismo, que incluye esa espiritualidad light, sin encarnación. San Juan es muy claro sobre esto: quien niega que Cristo vino en carne y hueso, es el anticristo. Recuerdo siempre el fragmento del Evangelio de san Marcos (1, 40-45), donde se describe la cura del leproso por parte de Jesús. Una vez más, como en tantas otras páginas evangélicas, vemos que Jesús no permanece indiferente, sino que experimenta compasión, se deja implicar y herir por el dolor, por la enfermedad, por la necesidad de quien encuentra en el camino. No se echa atrás. La Ley de Moisés determinaba la exclusión de la ciudad para el enfermo de lepra, que debía quedarse fuera del campamento (Levítico 13, 45-46), en lugares desiertos, marginado y declarado impuro. Al sufrimiento de la enfermedad se sumaba el de la exclusión, la marginación y la soledad. Intentemos imaginar la carga de sufrimiento y de vergüenza que debía llevar el enfermo de lepra, que se sentía no sólo víctima de la enfermedad, sino también culpable, castigado por sus pecados. La Ley que llevaba a marginar sin piedad al leproso tenía como finalidad evitar el contagio: había que proteger a los sanos.

Jesús se mueve siguiendo otra lógica. Por su propia cuenta y riesgo se acerca al leproso, lo reintegra y lo cura. Y nos hace así descubrir un nuevo horizonte, el de la lógica de un Dios que es amor, un Dios que quiere la salvación de todos los hombres. Jesús ha tocado al leproso, lo ha reintegrado en la comunidad. No se ha parado a estudiar concienzudamente la situación, no ha preguntado a los expertos los pros y los contras. Para Él, lo que cuenta realmente es alcanzar a los lejanos y salvarlos, como el buen pastor que deja a la grey para ir a buscar a la ovejita perdida. Entonces, como hoy, esta lógica y esta actitud pueden escandalizar, provocan la queja de quien está acostumbrado siempre, y solamente, a hacer que todo entre en sus propios esquemas mentales y en la propia puridad ritualista, en lugar de dejarse sorprender por la realidad, por un amor y por una medida más grandes. Jesús va a curar y a integrar a los marginados que están fuera de la ciudad, fuera del campamento. Haciendo eso nos señala a nosotros el camino. En este fragmento evangélico nos encontramos frente a dos lógicas de pensamiento y de fe. Por un lado, el miedo de perder a los justos, los salvados, las ovejas que están ya dentro del redil, a buen recaudo. Por otro, el deseo de salvar a los pecadores, los perdidos, los que están fuera del recinto. La primera es la lógica de los doctores de la Ley, la segunda es la lógica de Dios, que acoge, abraza, transfigura el mal en bien, transforma y redime mi pecado, transmuta la condena en salvación. Jesús entra en contacto con el leproso, lo toca. Haciendo esto nos enseña a nosotros qué debemos hacer, qué lógica seguir frente a las personas que sufren física y espiritualmente. Tenemos este ejemplo que seguir, venciendo prejuicios y rigideces, al igual que les sucedió a los apóstoles en los albores de la Iglesia, cuando debieron vencer, por ejemplo, las resistencias de aquellos que exigían la observancia incondicionada de la Ley de Moisés también por parte de los paganos convertidos.

¿Y qué hay del riesgo de «contagio», del riesgo de dejarse contaminar?

Hay que entrar en la oscuridad, en la noche que atraviesan tantos hermanos nuestros. Ser capaces de entrar en contacto con ellos, de hacer notar nuestra cercanía, sin dejarnos envolver y condicionar por esa oscuridad. Ir hacia los marginados, hacia los pecadores, no significa permitir a los lobos entrar en la grey. Significa tratar de llegar a todos testimoniando la misericordia, la que hemos experimentado nosotros en primer lugar, sin caer jamás en la tentación de sentirnos como los justos o los perfectos. Cuanto más viva está la conciencia de nuestra miseria y de nuestro pecado, cuanto más experimentamos el amor y la infinita misericordia de Dios sobre nosotros, tanto más somos capaces de estar frente a los muchos «heridos» que encontramos en nuestro camino con una mirada de bienvenida y de misericordia. Y, en consecuencia, evitando la actitud de quien juzga y condena desde la atalaya de su propia seguridad, buscando la paja en el ojo ajeno sin ver nunca la viga en el propio. Acordémonos siempre de que nuestro Dios celebra más a un pecador que vuelve al redil que a noventa y nueve justos que no necesitan conversión. Cuando alguno empieza a descubrirse enfermo del alma, cuando el Espíritu Santo —es decir, la gracia de Dios— actúa y mueve el corazón hacia un inicial reconocimiento del propio pecado, debe encontrar las puertas abiertas, no cerradas. Debe encontrar un buen recibimiento, no juicio, prejuicio o condena. Debe ser ayudado, no rechazado o mantenido en los márgenes. A veces se corre el riesgo de que los cristianos, con su psicología de doctores de la Ley, apaguen lo que el Espíritu Santo enciende en el corazón de un pecador, de alguien que está en el umbral, de alguien que empieza a advertir la nostalgia de Dios. Pero quisiera advertir otra actitud de los doctores de la Ley, para decir cómo en ellos hay a menudo hipocresía, una adhesión formal a la Ley que oculta heridas muy profundas. Jesús emplea palabras muy duras, los llama «sepulcros blanqueados», observantes tan sólo externamente, pero por dentro, en lo más íntimo, hipócritas. Hombres que vivían pegados a la letra de la Ley, pero que prescindían del amor, hombres que tan sólo sabían cerrar las puertas y marcar las fronteras. El capítulo 23 del Evangelio de san Mateo es muy claro, debemos volver sobre él para comprender qué es la Iglesia y qué no debe ser nunca. Se describe la actitud de aquellos que atan pesados fardos y los cargan sobre las espaldas de la gente, mientras ellos no quieren moverlos ni siquiera con un dedo; son aquellos que aman los primeros puestos, que desean ser llamados maestros. En el origen de estas actitudes está la pérdida del asombro frente a la salvación que te ha sido dada. Cuando uno se siente un poco más seguro, empieza a adueñarse de facultades que no son suyas, sino del Señor. El estupor empieza a degradarse, y esto está en la base del clericalismo o de la actitud de aquellos que se sienten puros. La adhesión formal a las reglas, a nuestros esquemas mentales, prevalece. El asombro degrada, creemos poder hacer las cosas solos, ser nosotros los protagonistas. Y, si uno es un ministro de Dios, acaba por creerse separado del pueblo, dueño de la doctrina, titular de un poder, sordo a las sorpresas de Dios. La «degradación del asombro» es una expresión que a mí me dice muchas cosas. A veces me he sorprendido a mí mismo pensando que a algunas personas tan rígidas les iría bien un resbalón: reconociéndose pecadores, encontrarían a Jesús. Me vienen a la memoria las palabras del siervo de Dios, Juan Pablo I, que durante una audiencia del miércoles dijo: «El Señor ama tanto la humildad que, a veces, permite pecados graves. ¿Por qué? Porque los que han cometido esos pecados, tras haberse arrepentido, pasan a ser humildes. No dan ganas de creerse medio ángeles cuando se sabe que se han cometido faltas graves». Y pocos días después, en otra ocasión, el propio papa Luciani había recordado que san Francisco de Sales hablaba de «nuestras queridas imperfecciones»: «Dios detesta las carencias, pues son carencias. Pero por otro lado, en cierto sentido, le gustan las carencias en tanto que le dan a Él la ocasión de mostrar su misericordia y a nosotros la de volvernos humildes, y entender y compartir las carencias del prójimo».

Usted ha citado varias veces ejemplos y actitudes de cerrazón. ¿Qué es lo que aleja a las personas de la Iglesia?

Precisamente estos días he recibido un correo electrónico de una señora que vive en una ciudad argentina. Me cuenta que hace veinte años se dirigió al tribunal eclesiástico para empezar el proceso de nulidad matrimonial. Las razones eran serias y fundadas. Un sacerdote le había dicho que se podía conseguir sin problema, pues se trataba de un caso muy claro en lo que respecta a la valoración de las causas de nulidad. Pero en primer lugar, al recibirla, le había pedido que pagara cinco mil dólares. Ella se escandalizó y abandonó la Iglesia. La llamé por teléfono y hablé con ella. Me contó que tenía dos hijas muy comprometidas con la parroquia. Y me habló de un caso que acababa de suceder en su ciudad: un recién nacido de pocos días murió sin bautizar, en una clínica. El cura no dejó entrar en la iglesia a los padres con el ataúd del pequeño, hizo que se quedaran en la puerta, pues el niño no estaba bautizado y, así pues, no podía ir más allá del umbral. Cuando la gente se encuentra frente a estos feos ejemplos, en los que ve prevalecer el interés o la poca misericordia y la cerrazón, se escandaliza.

En la exhortación Evangelii gaudium usted escribió: «Un pequeño paso, en medio de los grandes límites humanos, puede ser más apreciado por Dios que la vida exteriormente correcta de quien pasa sus días sin enfrentarse a importantes dificultades». ¿Qué significa?
Me parece muy claro. Ésta es la doctrina católica, forma parte de la gran Ley de la Iglesia, que es aquella del et et, y no la del aut aut. Para algunas personas, por las condiciones en que se encuentran, por el drama humano que están viviendo, un pequeño paso, un pequeño cambio, vale muchísimo a los ojos de Dios. Recuerdo el encuentro con una muchacha en la entrada de un santuario. Era guapa y sonriente. Me dijo: «Estoy contenta, padre, vengo a darle las gracias a la Virgen por una gracia que recibí». Era la mayor de sus hermanos, no tenía padre y para ayudar a mantener a la familia se prostituía: «En mi pueblo no había otro trabajo…». Me contó que un día al prostíbulo llegó un hombre. Estaba allí por trabajo, venía de una gran ciudad. Se gustaron y al final él le propuso que lo acompañara. Durante mucho tiempo ella le pidió a la Virgen que le diera un trabajo que le permitiera cambiar de vida. Estaba muy contenta de poder dejar de hacer lo que hacía. Yo le hice dos preguntas: la primera tenía que ver con la edad del hombre que había conocido. Intentaba asegurarme de que no se tratara de una persona mayor que quisiera aprovecharse de ella. Me dijo que era joven. Y después le pregunté: «¿Y te casarías con él?». Y ella contestó: «Yo quisiera, pero no oso aún pedírselo por miedo a asustarlo…». Estaba muy contenta de poder dejar ese mundo donde había vivido para mantener a su familia.

Otro ejemplo de gesto aparentemente pequeño, pero grande a los ojos de Dios, es el que hacen tantas madres y esposas que el sábado o el domingo hacen cola en la entrada de las cárceles para llevar comida y regalos a los hijos o a los maridos presos. Se someten a la humillación de los cacheos. No reniegan de sus hijos o maridos que se han equivocado, van a visitarlos. Ese gesto en apariencia tan pequeño y tan grande a los ojos de Dios es un gesto de misericordia, a pesar de los errores cometidos por sus seres queridos.


VII

PECADORES SÍ, CORRUPTOS NO

 

En la bula de convocación del Año Santo de la Misericordia, usted escribió: «Si Dios se ajustase sólo a la justicia dejaría de ser Dios, sería como todos los hombres que invocan el respeto de la ley. La justicia sola no basta, y la experiencia enseña que apelar sólo a ella es correr el riesgo de destruirla». ¿Qué relación hay entre misericordia y justicia?

En el Libro de la Sabiduría (12, 18-19) leemos: «Tú, dueño de la fuerza, juzgas con clemencia y nos gobiernas con mucha indulgencia […]. Actuando así has enseñado a tu pueblo que el justo debe amar a los hombres; además has llenado a tus hijos de dulce esperanza, pues Tú concedes después de los pecados la posibilidad de arrepentirse». La misericordia es un elemento importante, mejor dicho, indispensable, en las relaciones entre los hombres para que haya hermandad. La sola medida de la justicia no basta. Con la misericordia y el perdón, Dios va más allá de la justicia, la engloba y la supera en un evento superior en el que se experimenta el amor, que está en la base de una verdadera justicia.

¿La misericordia tiene también una valencia pública? ¿Qué reverberación puede tener en la vida social?

Pues sí, la tiene. Pensemos en el Piamonte de finales del siglo XIX, en las casas de misericordia, en los santos de la misericordia, el Cottolengo, don Bosco… El Cottolengo con los enfermos, don Cafasso acompañando a los condenados a la horca. Pensemos en qué significan hoy las obras empezadas por la beata madre Teresa de Calcuta, algo que va contra todos los cálculos humanos: dar la vida para ayudar a ancianos y enfermos, ayudar a los más pobres entre los pobres a morir dignamente en una cama limpia. Esto viene de Dios. El cristianismo ha asumido la herencia de la tradición judía, la enseñanza de los profetas sobre la protección del huérfano, de la viuda y del extranjero. La misericordia y el perdón son importantes también en las relaciones sociales y en las relaciones entre los Estados. San Juan Pablo II, en el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2002, al día siguiente de los ataques terroristas en Estados Unidos, había afirmado que no hay justicia sin perdón y que la capacidad de perdón está en la base de todo proyecto de una sociedad futura más justa y solidaria. La falta de perdón, el recurrir a la ley del «ojo por ojo, diente por diente», corre el riesgo de alimentar una espiral de conflictos sin fin.

¿Puedo preguntarle cómo se concilia la justicia terrenal con la misericordia, sobre todo en los casos de quien se ha manchado con graves culpas y con delitos terribles?

También en la justicia terrenal, en la normativa judicial, se está abriendo camino una conciencia nueva. Hemos citado ya en otro momento de esta charla la normain dubio pro reo. Pensemos en lo mucho que ha crecido la conciencia mundial del rechazo a la pena de muerte. Pensemos en lo mucho que se está intentando hacer para la reinserción social de los presos, para que quien se ha equivocado, tras haber pagado su deuda con la justicia, pueda encontrar con más facilidad un trabajo y no quedar en los márgenes de la sociedad.

He usado una cruz pastoral de madera de olivo realizada en un taller de carpintería que forma parte de un proyecto de inserción de detenidos y exdrogodependientes. Sé de algunas iniciativas positivas de trabajo dentro de las cárceles. La misericordia divina contagia a la humanidad. Jesús era Dios, pero era también hombre, y en su persona encontramos también la misericordia humana. Con la misericordia, la justicia es más justa, se realiza realmente a sí misma. Esto no significa tener la manga ancha, en el sentido de abrir las puertas de las cárceles a quien se ha manchado con delitos graves. Significa que debemos ayudar a que los que han caído no se queden en el suelo. Es difícil ponerlo en práctica, pues a veces preferimos encerrar a alguien en una prisión para toda la vida en lugar de intentar recuperarlo, ayudando a que se reinserte en la sociedad.

Dios lo perdona todo, ofrece una nueva posibilidad a todo el mundo, difunde su misericordia sobre todos aquellos que la piden. Somos nosotros los que no sabemos perdonar.

Usted dijo durante una homilía en Santa Marta: «¡Pecadores sí, corruptos no!». ¿Qué diferencia hay entre pecado y corrupción?

La corrupción es el pecado que, en lugar de ser reconocido como tal y de hacernos humildes, es elevado a sistema, se convierte en una costumbre mental, una manera de vivir. Ya no nos sentimos necesitados de perdón y de misericordia, sino que justificamos nuestros comportamientos y a nosotros mismos. Jesús les dice a sus discípulos: si un hermano tuyo te ofende siete veces al día y siete veces al día vuelve a ti a pedirte perdón, perdónalo. El pecador arrepentido, que después cae y recae en el pecado a causa de su debilidad, halla nuevamente perdón si se reconoce necesitado de misericordia. El corrupto, en cambio, es aquel que peca y no se arrepiente, el que peca y finge ser cristiano, y con su doble vida escandaliza.

El corrupto no conoce la humildad, no se considera necesitado de ayuda y lleva una doble vida. En 1991 le dediqué a este tema un largo artículo, publicado como un pequeño libro, Corrupción y pecado. No hay que aceptar el estado de corrupción como si fuera solamente un pecado más: aunque a menudo se identifica la corrupción con el pecado, en realidad se trata de dos realidades distintas, aunque relacionadas entre sí. El pecado, sobre todo si es reiterado, puede llevar a la corrupción, pero no cuantitativamente —en el sentido de que un cierto número de pecados hacen un corrupto—, sino más bien cualitativamente: se generan costumbres que limitan la capacidad de amar y llevan a la autosuficiencia. El corrupto se cansa de pedir perdón y acaba por creer que no debe pedirlo más. Uno no se transforma de golpe en corrupto, hay una cuesta pronunciada por la que se resbala y que no se identifica simplemente con una serie de pecados. Uno puede ser un gran pecador y, a pesar de ello, puede no haber caído en la corrupción. Mirando el Evangelio, pienso por ejemplo en las figuras de Zaqueo, de Mateo, de la samaritana, de Nicodemo y del buen ladrón: en su corazón pecador todos tenían algo que los salvaba de la corrupción. Estaban abiertos al perdón, su corazón advertía su propia debilidad y ésta ha sido la grieta que ha permitido que entrara la fuerza de Dios. El pecador, al reconocerse como tal, de algún modo admite que aquello a lo que se adhirió, o se adhiere, es falso. El corrupto, en cambio, oculta lo que considera su auténtico tesoro, lo que le hace esclavo, y enmascara su vicio con la buena educación, logrando siempre salvar las apariencias.

Aun más que el pecado, la corrupción tiene un significativo rostro social: basta leer las crónicas de los periódicos…

La corrupción no es un acto, sino una condición, un estado personal y social en el que uno se acostumbra a vivir. El corrupto está tan encerrado y saciado en la satisfacción de su autosuficiencia que no se deja cuestionar por nada ni por nadie. Ha construido una autoestima que se basa en actitudes fraudulentas: pasa la vida en mitad de los atajos del oportunismo, a expensas de su propia dignidad y de la de los demás. El corrupto tiene siempre la expresión de quien dice: «¡No he sido yo!». La que mi abuela llamaba «cara de santurrón». El corrupto es el que se indigna porque le roban la cartera y se lamenta por la poca seguridad que hay en las calles, pero después engaña al Estado evadiendo impuestos y quizá hasta despide a sus empleados cada tres meses para evitar hacerles un contrato indefinido, o bien se aprovecha del trabajo en negro. Y después presume incluso con los amigos de estas astucias suyas. Es el que quizá va a misa cada domingo, pero no tiene ningún problema en aprovecharse de su posición de poder reclamando el pago de sobornos. La corrupción hace perder el pudor que custodia la verdad, la bondad y la belleza. El corrupto a menudo no se da cuenta de su estado, precisamente como quien tiene mal aliento y no se da cuenta. Y no es fácil para el corrupto salir de esta condición a través de un remordimiento interior. Generalmente, el Señor lo salva mediante las grandes pruebas de la vida, situaciones que no puede evitar y que rompen el caparazón construido poco a poco, permitiendo así que entre la gracia de Dios.

Debemos repetirlo: ¡pecadores sí, corruptos no! Pecadores sí. Como decía el publicano en el templo, sin tener ni siquiera el valor de levantar los ojos hacia el cielo. Pecadores sí, como Pedro se reconoció llorando amargamente tras haber renegado de Jesús. Pecadores sí. Como tan sabiamente nos hace reconocer la Iglesia al comienzo de la misa, cuando se nos invita a golpearnos el pecho, es decir, a reconocernos necesitados de salvación y de misericordia. Tenemos que rezar de una manera especial durante este Jubileo para que Dios haga mella también en los corazones de los corruptos, otorgándoles la gracia de la vergüenza, la gracia de reconocerse pecadores necesitados de su perdón.

Usted ha dicho varias veces: «Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedirle perdón». ¿Por qué Dios no se cansa nunca de perdonarnos?

Porque es Dios, porque Él es misericordia, y porque la misericordia es el primer atributo de Dios. Es el nombre de Dios.

No hay situaciones de las que no podamos salir, no estamos condenados a hundirnos en arenas movedizas, en las que, cuanto más nos movemos, más nos hundimos. Jesús está allí, con la mano tendida, dispuesto a agarrarnos y a sacarnos fuera del barro, del pecado, también del abismo del mal en que hemos caído. Tan sólo debemos tomar conciencia de nuestro estado, ser honestos con nosotros mismos, no lamernos las heridas. Pedir la gracia de reconocernos pecadores, responsables de ese mal. Cuanto más nos reconocemos como necesitados, más nos avergonzamos y nos humillamos, más pronto nos vemos invadidos por su abrazo de gracia. Jesús nos espera, nos precede, nos tiende la mano, tiene paciencia con nosotros. Dios es fiel.

La misericordia será siempre más grande que cualquier pecado, nadie puede ponerle un límite al amor de Dios cuando perdona. Basta con mirarlo a Él, basta con levantar la mirada concentrada sobre nuestro yo y nuestras heridas y dejar al menos una grieta a la acción de su gracia. Jesús hace milagros también con nuestro pecado, con lo que somos, con nuestra nada, con nuestra miseria.

Pienso en el milagro de las bodas de Caná, el primer milagro que a Jesús le fue literalmente «arrancado» por su Madre. Jesús transformó el agua en vino, del mejor, del más bueno. Lo hizo usando el agua de las jarras que servían para la purificación ritual, para lavarse las propias inmundicias espirituales. El Señor no hizo surgir el vino de la nada, sino que usó el agua de los recipientes en que se habían «lavado» los pecados, el agua que contiene impurezas. Realiza un milagro con lo que a nosotros nos parece impuro. Lo transforma, haciendo evidente la afirmación de san Pablo apóstol en la Carta a los Romanos: «Donde abundó el pecado, abundó la gracia» (5, 20).

Los padres de la Iglesia hablan de esto. San Ambrosio, en concreto, dice: «La culpa nos ha beneficiado más de lo que nos ha perjudicado, pues ésta ha dado ocasión a la misericordia divina de redimirnos» (De institutione virginis, 104). Y también: «Dios ha preferido que hubiera más hombres que salvar y a los que poder perdonar el pecado que tener tan sólo un único Adán que quedara libre de culpa» (De paradiso, 47).

¿Cómo se puede enseñar la misericordia a los niños?

Acostumbrándolos a las historias del Evangelio, a las parábolas. Dialogando con ellos y, sobre todo, haciéndoles experimentar la misericordia. Haciéndoles entender que en la vida uno puede equivocarse, pero que lo importante es siempre levantarse. Hablando de la familia, he dicho que es el hospital más cercano: cuando uno está enfermo se cura allí, hasta que es posible. La familia es la primera escuela de los niños, es el punto de referencia imprescindible para los jóvenes, es el mejor asilo para los ancianos. Añado que la familia es también la primera escuela de la misericordia, porque allí se es amado y se aprende a amar, se es perdonado y se aprende a perdonar.

Pienso en la mirada de una madre que se desloma trabajando para llevar a casa el pan al hijo drogodependiente. A pesar de sus errores, lo ama.

VIII

MISERICORDIA Y COMPASIÓN

 

¿Qué diferencias y qué afinidades hay entre misericordia y compasión?

La misericordia es divina, tiene más que ver con el juicio sobre nuestro pecado. La compasión tiene un rostro más humano. Significa sufrir con…, sufrir juntos, no permanecer indiferentes al dolor y al sufrimiento ajenos. Es lo que Jesús sentía cuando veía a las multitudes que lo seguían. Había invitado a los apóstoles, separadamente, a un lugar desierto, escribe san Marcos en su Evangelio. La multitud los vio marcharse en una barca, entendió adónde se dirigían y se encaminó hacia allí a pie, adelantándolos. Jesús descendió de la barca, «vio una gran multitud, tuvo compasión de ellos, pues eran como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas» (6, 34).

Pensemos en la bellísima página que describe la resurrección del hijo de la viuda de Naín, cuando Jesús, al llegar a esa aldea de Galilea, se conmueve ante las lágrimas de esta mujer, viuda, destruida por la pérdida de su único hijo. Le dice: «Mujer, no llores». Escribe san Lucas: «Viéndola, al Señor le sobrevino una gran compasión por él» (7, 13). El Dios hecho hombre se deja conmover por la miseria humana, por nuestra necesidad, por nuestro sufrimiento. El verbo griego que indica esta compasión es σπλαγχνι´ζομαι (splanchnízomai) y deriva de la palabra que indica las vísceras o el útero materno. Es parecido al amor de un padre y de una madre que se conmueven en lo más hondo por su propio hijo, es un amor visceral. Dios nos ama de este modo con compasión y con misericordia. Jesús no mira la realidad desde fuera, sin dejarse arañar, como si sacara una fotografía. Se deja implicar. De esta compasión necesitamos hoy para vencer la globalización de la indiferencia. De esta mirada necesitamos cuando nos encontramos frente a un pobre, un marginado o un pecador. Una compasión que se alimenta de la conciencia de que nosotros somos también pecadores.

¿Qué afinidades y qué diferencias existen entre la misericordia de Dios y la de los hombres?

Este paralelismo puede hacerse con todas las virtudes y con todos los atributos de Dios. Ir por el camino de la santidad significa vivir en presencia de Dios, ser irreprochable, poner la otra mejilla; es decir, imitar su infinita misericordia. «Si alguien te obliga a acompañarlo una milla, ve con él dos» (Mateo 5, 41); «A quien te quita la capa, no le niegues la túnica» (Lucas 6, 29); «Da a quien te pida, y a quien quiera de ti un préstamo no le des la espalda» (Mateo 5, 42). Y finalmente: «Amad a vuestros enemigos y rezad por vuestros perseguidores» (Mateo 5, 44). Son muchas las enseñanzas del Evangelio que nos ayudan a entender la sobreabundancia de la misericordia, la lógica de Dios.

Jesús envía a los suyos no como titulares de un poder o como dueños de la Ley. Los envía por el mundo pidiéndoles que vivan en la lógica del amor y de la gratuidad. El anuncio cristiano se transmite acogiendo a quien tiene dificultades, acogiendo al excluido, al marginado, al pecador. En los Evangelios leemos la parábola del rey y de los invitados a la fiesta de la boda de su hijo (Mateo 22, 1-14; Lucas 14, 15-24). Sucede que no se presentan al banquete aquellos que habían sido invitados, es decir, los mejores súbditos, los que se sienten bien, que prescinden de la invitación porque están demasiado ocupados. De manera que el rey ordena a sus criados que salgan a la calle, que vayan a los cruces de caminos y que recluten a cuantos encuentren, buenos y malos, para que participen en el banquete.


IX

PARA VIVIR EL JUBILEO

 

¿Cuáles son las experiencias más importantes que un creyente debe vivir en el Año Santo de la Misericordia?

Abrirse a la misericordia de Dios, abrirse a sí mismo y a su propio corazón, permitir a Jesús que le salga al encuentro, acercándose con confianza al confesionario. E intentar ser misericordioso con los demás.

¿Las famosas «obras de misericordia» de la tradición cristiana son aún válidas en este tercer milenio, o bien hace falta revisarlas?

Son actuales, son válidas. Quizá en algunos casos se pueden «traducir» mejor, pero siguen siendo la base para nuestro examen de conciencia. Nos ayudan a abrirnos a la misericordia de Dios, a pedir la gracia de entender que sin misericordia la persona no puede hacer nada, que no puedes hacer nada y que «el mundo no existiría», como decía la viejecita que conocí en 1992.

Miremos en primer lugar las siete obras de misericordia corporal: dar de comer al hambriento; dar de beber al sediento; vestir al desnudo; dar alojamiento a los peregrinos; visitar a los enfermos; visitar a los presos y enterrar a los muertos. Me parece que no hay mucho que explicar. Y si miramos nuestra situación, nuestras sociedades, me parece que no faltan circunstancias y ocasiones a nuestro alrededor. Frente al sin techo que se instala delante de nuestra casa, al pobre que no tiene que comer, a la familia de nuestros vecinos que no llega a fin de mes a causa de la crisis, porque el marido ha perdido el trabajo, ¿qué debemos hacer? Frente a los inmigrantes que sobreviven a la travesía y desembarcan en nuestras costas, ¿cómo debemos comportarnos? Frente a los ancianos solos, abandonados, que no tienen a nadie, ¿qué debemos hacer?

Gratuitamente hemos recibido y gratuitamente damos. Estamos llamados a servir a Jesús crucificado en cada persona marginada. A tocar la carne de Cristo en quien ha sido excluido, tiene hambre, sed, está desnudo, encarcelado, enfermo, desocupado, perseguido o prófugo. Allí encontramos a nuestro Dios, allí tocamos al Señor. Nos lo ha dicho el propio Jesús, explicando cuál será el protocolo según el cual todos seremos juzgados: cada vez que le hayamos hecho esto al más pequeño de nuestros hermanos, se lo habremos hecho a Él (Evangelio de san Mateo 25, 31-46).

A las obras de misericordia corporal siguen las de misericordia espiritual: aconsejar a los que dudan, enseñar a los ignorantes, advertir a los pecadores, consolar a los afligidos, perdonar las ofensas, soportar pacientemente a las personas molestas, rezar a Dios por los vivos y por los muertos. Pensemos en las primeras cuatro obras de misericordia espiritual: ¿no tienen algo que ver, en el fondo, con lo que hemos llamado «el apostolado de la oreja»? Acercarse, saber escuchar, aconsejar y enseñar sobre todo con nuestro testimonio. Al acoger al marginado que tiene el cuerpo herido, y al acoger al pecador con el alma herida, se juega nuestra credibilidad como cristianos. Recordemos siempre las palabras de san Juan de la Cruz: «En la noche de la vida, seremos juzgados en función del amor».

Tomado de: https://webcache.googleusercontent.com/search?q=cache:jW4-IwwSA1YJ:https://rsanzcarrera.files.wordpress.com/2016/02/el-nombre-de-dios-es-misericordia.docx+&cd=2&hl=es-419&ct=clnk&gl=pe