Y Jesús dijo también a algunos que se
tenían por justos y despreciaban a los demás esta parábola: «Dos hombres
subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie,
oraba en su interior de esta manera: “¡Oh, Dios! Te doy gracias porque no soy
como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este
publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias”.
En cambio, el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar
los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh, Dios! ¡Ten
compasión de mí, que soy pecador!”. Os digo que éste bajó a su casa justificado
y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille,
será ensalzado».
Lucas
18, 9-14
AL LECTOR
LA MIRADA DE FRANCISCO
La
mañana del domingo 17 de marzo de 2013, Francisco celebraba su primera misa con
el pueblo tras su elección como obispo de Roma, que había tenido lugar la tarde
del miércoles anterior. La iglesia de Santa Ana del Vaticano, que se halla a
dos pasos de la homónima puerta de entrada al Estado más pequeño del mundo y
que hace las funciones de parroquia para los habitantes de Borgo Pio, estaba
repleta de fieles. También yo estaba allí con algunos amigos. Francisco ofreció
en aquella ocasión su segunda homilía como papa, hablando sin tapujos: «El
mensaje de Jesús es la misericordia. Para mí, lo digo desde la humildad, es el
mensaje más contundente del Señor».
El pontífice comentaba el fragmento del Evangelio
de san Juan que habla de la adúltera, la mujer que los escribas y los fariseos
estaban a punto de lapidar tal como prescribía la Ley de Moisés. Jesús le salvó
la vida. Pidió a quien estuviera libre de pecado que tirara la primera piedra.
Todos se marcharon. «Ni siquiera yo te condeno; vete y, de ahora en adelante,
no peques más» (8, 11).
Francisco, refiriéndose a los escribas y a los
fariseos que habían arrastrado a la mujer que iban a lapidar frente al
Nazareno, dijo: «También a nosotros, a veces, nos gusta castigar a los demás,
condenar a los demás». El primer y único paso que se pide para experimentar la
misericordia, añadía el papa, es reconocerse necesitados de misericordia:
«Cuando reconozcamos que somos pecadores, sabremos que Jesús vino por
nosotros». Basta no imitar a aquel fariseo que estando frente al altar le
agradecía a Dios no ser un pecador «como todos los demás hombres». Si somos
como ese fariseo, si nos creemos justos, «¡no conoceremos el corazón del Señor
y no tendremos jamás la alegría de sentir esta misericordia!», explicaba el
nuevo obispo de Roma. Quien está acostumbrado a juzgar a los demás desde
arriba, sintiéndose cómodo, quien por lo general se considera justo, bueno y
legal, no advierte la necesidad de ser abrazado y perdonado. Y en cambio hay
quien lo advierte, pero piensa que no tiene remedio por el excesivo daño
cometido.
Francisco reprodujo a este respecto una
conversación con un hombre que, al oír que se le hablaba de este modo de la
misericordia, respondió: «¡Oh, padre, si usted conociera mi vida, no me
hablaría así! ¡Las he hecho muy gordas!». Ésta fue la respuesta: «¡Mejor! ¡Ve a
ver a Jesús: a Él le gusta que le cuentes estas cosas! Él las olvida, Él tiene
una capacidad especial para olvidarse de las cosas. Se olvida, te besa, te
abraza y solamente te dice: “Ni siquiera yo te condeno; vete y, de ahora en
adelante, no peques más”. Tan sólo te da ese consejo. Un mes después, estamos
igual… Volvemos a ver al Señor. El Señor jamás se cansa de perdonar: ¡jamás!
Somos nosotros los que nos cansamos de pedirle perdón. Entonces debemos pedir
la gracia de no cansarnos de pedir perdón, pues Él jamás se cansa de perdonar».
De aquella primera homilía de Francisco, que me
impresionó especialmente, emergía la centralidad del mensaje de la misericordia
que caracterizaría estos primeros años de pontificado. Palabras sencillas y
profundas. El rostro de una Iglesia que no reprocha a los hombres su fragilidad
y sus heridas, sino que las cura con la medicina de la misericordia.
Vivimos en una sociedad que nos acostumbra cada vez
menos a reconocer nuestras responsabilidades y a hacernos cargo de ellas: los
que se equivocan, de hecho, son siempre los demás. Los inmorales son siempre
los demás, las culpas son siempre de otro, nunca nuestras. Y vivimos a veces la
experiencia de un cierto retorno al clericalismo consagrado a trazar fronteras,
a «regularizar» las vidas de las personas mediante la imposición de requisitos
previos y prohibiciones que sobrecargan el ya fatigoso vivir cotidiano. Una
actitud siempre dispuesta a condenar pero mucho menos a acoger. Siempre
dispuesta a juzgar, pero no a inclinarse con compasión ante las miserias de la
humanidad. El mensaje de la misericordia —corazón de esa especie de «primera
encíclica» no escrita, pero contenida en la breve homilía del nuevo papa—
acababa a la vez con ambos clichés.
Algo más de un año después, el 7 de abril de 2014,
Francisco volvió a comentar el mismo fragmento durante la misa matutina en la
capilla de la Casa Santa Marta, confesando su emoción ante esta página
evangélica: «Dios perdona no con un decreto, sino con una caricia». Y, con la
misericordia, «Jesús va incluso más allá de la Ley y perdona acariciando las
heridas de nuestros pecados».
«Las lecturas bíblicas de hoy —explicó el papa— nos
hablan del adulterio», que junto a la blasfemia y a la idolatría estaba
considerado «un pecado gravísimo en la Ley de Moisés», castigado «con la pena
de muerte» por lapidación. En el pasaje sacado del octavo capítulo de san Juan,
el papa señalaba: «Hallamos a Jesús, sentado allí, entre toda la gente,
haciendo de catequista, enseñando». Después «se acercaron los escribas y los
fariseos con una mujer que arrastraban, quizá con las manos atadas, como podemos
imaginar. Y entonces la pusieron en el centro y la acusaron: “¡He aquí una
adúltera!”». La suya es una acusación pública. El Evangelio cuenta que a Jesús
le hicieron una pregunta: «¿Qué debemos hacer con esta mujer? ¡Tú nos hablas de
bondad, pero Moisés nos ha dicho que debemos matarla!». «Eso decían —advirtió
Francisco—, para ponerlo a prueba, para tener un motivo para acusarlo.» Y lo
cierto es que si Jesús les hubiera dicho: «Sí, adelante con la lapidación»,
hubieran tenido la oportunidad de decirle a la gente: «¡Mirad a vuestro
Maestro, con lo bueno que es, qué le ha hecho a esta pobre mujer!». Si, en
cambio, Jesús hubiera dicho: «¡No, pobrecilla, hay que perdonarla!», entonces
podían acusarlo «de no cumplir la Ley».
Su único objetivo, explicaba también el papa
Bergoglio, era «poner a prueba, tender una trampa» a Jesús. «A ellos la mujer
no les importaba nada y tampoco les importaban los adúlteros.» Es más, «quizá
alguno de ellos era también adúltero». Y he aquí entonces que Jesús, quien
quería «quedarse a solas con la mujer y hablarle a su corazón», respondió:
«Aquel de vosotros que esté libre de pecado que tire contra ella la primera
piedra». Y, tras escuchar esas palabras, «el pueblo poco a poco se marchó». «El
Evangelio, con cierta ironía, dice que todos se marcharon, uno por uno,
empezando por los más ancianos: ¡está visto que en el banco del cielo tenían
una bonita cuenta corriente de faltas!» Llega pues el momento «de Jesús
confesor». Se queda «solo con la mujer», que permanece «ahí en medio». Y, mientras
tanto, «Jesús estaba agachado y escribía con el dedo en el polvo del suelo.
Algunos exégetas dicen que Jesús escribía los pecados de esos escribas y
fariseos», pero «quizá sea imaginación». Después «se levantó y miró» a la
mujer, que estaba «llena de vergüenza, y le dijo: “¿Mujer, dónde están? ¿Nadie
te ha condenado? Estamos solos, tú y yo. Tú frente a Dios. Sin acusaciones, sin
palabrerías: tú y Dios”».
La mujer —siguió comentando Francisco en esa
homilía— no se proclama víctima de «una falsa acusación», no se defiende
afirmando: «Yo no he cometido adulterio». No, «ella admite su pecado» y le
contesta a Jesús: «Nadie, Señor, me ha condenado». Y a su vez Jesús le dice:
«Tampoco yo te condeno, vete y de ahora en adelante no peques más». Así pues,
concluía Francisco: «Jesús perdona. Pero aquí hay algo más que el perdón.
Porque como confesor Jesús va más allá de la Ley». De hecho, «la Ley decía que
ella tenía que ser castigada». Por otro lado, Jesús «era puro y hubiera podido
ser el primero en lanzar la piedra». Pero Cristo «va más allá». «No le dice:
“El adulterio no es pecado”, pero no la condena con la Ley». Precisamente, éste
es «el misterio de la misericordia de Jesús».
Jesús, para «ser misericordioso», va más allá de
«la Ley que ordenaba la lapidación». Hasta el punto de que le dice a la mujer
que se vaya en paz. «La misericordia —explicaba en aquel sermón matutino el
obispo de Roma— es algo difícil de entender: no borra los pecados», pues para
borrar los pecados «está el perdón de Dios». Pero «la misericordia es la manera
con que Dios perdona». Pues «Jesús podía decir: “¡Yo te perdono, vete!”. Como
le dijo a aquel paralítico: “¡Tus pecados están perdonados!”». En esta
situación, «Jesús va más allá y aconseja a la mujer que no peque más. Y aquí se
ve la actitud misericordiosa de Jesús: defiende al pecador de los enemigos,
defiende al pecador de una condena justa».
Esto, añadió Francisco, «sirve también para
nosotros». «¡Cuántos de nosotros mereceríamos una condena! Y hasta sería justa.
¡Pero Él perdona!» ¿Cómo? «Con la misericordia que no borra el pecado: es sólo
el perdón de Dios el que lo borra, mientras la misericordia va más allá.» Es
«como el cielo: nosotros miramos el cielo, con sus muchas estrellas, pero
cuando por la mañana llega el sol, con toda su luz, las estrellas no se ven.
Así es la misericordia de Dios: una gran luz de amor, de ternura, porque Dios
perdona no con un decreto, sino con una caricia». Lo hace «acariciando nuestras
heridas de pecado, porque Él está implicado en el perdón, está implicado en
nuestra salvación».
Con este estilo, concluía el papa Francisco, Jesús
hace de confesor. No humilla a la mujer adúltera, no le dice: «¿Qué has hecho,
cuándo lo has hecho, cómo lo has hecho y con quién lo has hecho?». Le dice, por
el contrario: «Vete y no peques más. La misericordia de Dios es grande, grande
es la misericordia de Jesús: perdonarnos acariciándonos».
El Jubileo de la Misericordia es una consecuencia
de este mensaje y de la centralidad que siempre ha tenido en las prédicas de
Francisco. El 13 de marzo de 2015, mientras escuchaba la homilía de la liturgia
penitencial al término de la cual el papa iba a anunciar la convocatoria del
Año Santo extraordinario, pensé: sería bonito poder plantearle algunas
preguntas centradas en los temas de la misericordia y del perdón para
profundizar en lo que aquellas palabras habían significado para él, como hombre
y como sacerdote, sin la preocupación de conseguir algunas frases efectistas
que entrasen en el debate mediático en torno al sínodo sobre la familia, a
menudo reducido a un partido entre equipos contrarios. Sin entrar en la
casuística. Me gustaba la idea de una entrevista que permitiera que emergiera
el corazón de Francisco, su mirada. Un texto que dejara abiertas las puertas,
en un tiempo, como el jubilar, durante el cual la Iglesia pretende mostrar de
manera especial, y aún más significativa, su rostro de misericordia.
El papa aceptó la propuesta. Este libro es el fruto
de una charla comenzada en su habitación, en la Casa Santa Marta en el
Vaticano, en una más que bochornosa tarde del pasado julio, pocos días después
de su regreso del viaje a Ecuador, Bolivia y Paraguay. Le había enviado con
poquísima anticipación una lista de temas y preguntas que quería tratar. Me
presenté armado con tres grabadoras. Francisco me esperaba con una concordancia
de la Biblia y de las citas de los padres de la Iglesia en la mesita que había
frente a él. En las páginas que vienen a continuación podéis leer el contenido
de la conversación.
Espero que el entrevistado no se tome a mal si
revelo una pequeña escena entre bastidores que me parece muy significativa.
Estábamos hablando de la dificultad de reconocernos como pecadores y, en la
primera redacción que había preparado, Francisco afirmaba: «La medicina existe,
la cura existe, siempre y cuando demos un pequeño paso hacia Dios». Tras releer
el texto, me llamó y me pidió que añadiera: «… O cuando tengamos al menos el
deseo de darlo», una expresión que yo torpemente había dejado caer en el
trabajo de síntesis. En esta adición, o, mejor dicho, en este texto
correctamente retocado, hallamos todo el corazón del pastor que busca
asimilarse al corazón misericordioso de Dios y que hace todo lo posible para
llegar al pecador. No descuida grieta alguna, ni siquiera mínima, para poder
dar el perdón. Dios nos espera con los brazos abiertos, nos basta dar un paso
hacia Él como hizo el hijo pródigo. Pero si no tenemos la fuerza de hacer ni
siquiera esto porque somos débiles, nos basta al menos tener el deseo de hacerlo.
Es ya un comienzo suficiente para que la gracia pueda funcionar y la
misericordia sea otorgada, según la experiencia de una Iglesia que no se
concibe como una aduana, sino que busca todo posible camino para perdonar.
Algo parecido hallamos en una página de la novela
de Bruce Marshall A cada uno un denario.1 El protagonista del libro, el abad Gaston,
debe confesar a un joven soldado alemán que los partisanos franceses están a
punto de condenar a muerte. El soldado revela su pasión por las mujeres y las
numerosas aventuras amorosas que ha vivido. El abad le explica que debe
arrepentirse para conseguir el perdón y la absolución. Y él responde: «¿Y cómo
hago para arrepentirme? Era algo que me gustaba y, si tuviera ocasión, volvería
a hacerlo ahora también. ¿Cómo hago para arrepentirme?». Entonces, al abad
Gaston, que quiere absolver a ese penitente marcado por el destino y ahora al
borde de la muerte, le viene a la cabeza una idea brillante y pregunta: «Pero
¿a ti te pesa que no te pese?». Y el joven, espontáneamente, responde: «Sí, me
pesa que no me pese». Es decir, siento no estar arrepentido. Ese lamento es la
pequeña grieta que permite al cura misericordioso dar la absolución.
ANDREA TORNIELLI
1
TIEMPO
DE MISERICORDIA
Santo padre,
¿puede decirnos cómo nació el deseo de convocar un Jubileo de la Misericordia?
¿De dónde le vino la inspiración?
No
se debe a un hecho concreto o definido. A mí las cosas se me ocurren un poco
solas, son las cosas del Señor, que custodia en la oración. Yo tengo por
costumbre no fiarme nunca de la primera reacción que tengo frente a una idea
que se me ocurre o a una propuesta que me hacen. No me fío nunca, entre otras
cosas porque por lo general la primera reacción es equivocada. He aprendido a
esperar, a confiar en el Señor, a pedir su ayuda para poder discernir mejor,
para dejarme guiar.
La
centralidad de la misericordia, que para mí representa el mensaje más
importante de Jesús, puedo decir que ha crecido poco a poco en mi vida
sacerdotal como consecuencia de mi experiencia de confesor, de las muchas
historias positivas y hermosas que he conocido.
Ya en julio
de 2013, pocos meses después del comienzo de su pontificado, durante el viaje
de regreso de Río de Janeiro, donde se había celebrado la Jornada Mundial de la
Juventud, usted dijo que el nuestro es el «tiempo de la misericordia».
Sí,
creo que éste es el tiempo de la misericordia. La Iglesia muestra su rostro
materno, su rostro de madre, a la humanidad herida. No espera a que los heridos
llamen a su puerta, sino que los va a buscar a las calles, los recoge, los
abraza, los cura, hace que se sientan amados. Dije entonces, y estoy cada vez
más convencido de ello, que esto es un kairós, que
nuestra época es un kairós de
misericordia, un tiempo oportuno. Abriendo solemnemente el Concilio Ecuménico
Vaticano II, san Juan XXIII dijo que «la Esposa de Cristo prefiere usar la
medicina de la misericordia en lugar de empuñar las armas del rigor». En su Meditación ante
la muerte, el beato
Pablo VI revelaba el fundamento de su vida espiritual en la síntesis propuesta
por san Agustín: miseria y misericordia. «Miseria mía —escribía el papa
Montini—, misericordia de Dios. Que yo pueda al menos honrar a quien Tú eres,
el Dios de infinita bondad, invocando, aceptando, celebrando tu dulcísima
misericordia.» San Juan Pablo II avanzó en este camino a través de la encíclica Dives in
misericordia, en la
que afirmó que la Iglesia vive una vida auténtica cuando profesa y proclama la
misericordia, el más maravilloso atributo del Creador y del Redentor, y cuando
acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia. Además, ha instituido la
fiesta de la «divina misericordia» y ha revalorizado la figura de santa
Faustina Kowalska, y las palabras de Jesús sobre la misericordia. También el
papa Benedicto XVI habló de esto en su magisterio: «La misericordia es en
realidad el núcleo central del mensaje evangélico —dijo—, es el propio nombre
de Dios, el rostro con el que Él se reveló en la antigua Alianza y plenamente
en Jesucristo, encarnación del amor creador y redentor. Este amor de
misericordia ilumina también el rostro de la Iglesia y se manifiesta tanto mediante
los sacramentos, en concreto, aquel de la reconciliación, como con las obras de
caridad, comunitarias e individuales. Todo lo que la Iglesia dice y hace
manifiesta la misericordia que Dios siente por el hombre».
Pero
en mis recuerdos personales hay también otros muchos episodios. Por ejemplo,
antes de llegar aquí, cuando estaba en Buenos Aires, tengo grabada en la
memoria una mesa redonda entre teólogos: se discutía sobre qué podía hacer el
papa para que la gente se acercara, frente a tantos problemas que parecían sin
solución. Uno de ellos dijo: «Un Jubileo del Perdón». Y eso se me quedó grabado
en la cabeza. Así pues, para contestar a la pregunta, creo que la decisión vino
rezando, pensando en la enseñanza y en el testimonio de los papas que me precedieron,
y pensando en la Iglesia como en un hospital de campo, donde se curan sobre
todo las heridas más graves. Una Iglesia que caliente el corazón de las
personas con la cercanía y la proximidad.
¿Qué es para
usted la misericordia?
Etimológicamente, misericordia significa abrir el corazón al
miserable. Y enseguida vamos al Señor: misericordia es la actitud divina que
abraza, es la entrega de Dios que acoge, que se presta a perdonar. Jesús ha
dicho que no vino para los justos, sino para los pecadores. No vino para los
sanos, que no necesitan médico, sino para los enfermos. Por eso se puede decir
que la misericordia es el carné de identidad de nuestro Dios. Dios de
misericordia, Dios misericordioso. Para mí, éste es realmente el carné de
identidad de nuestro Dios. Siempre me ha impresionado leer la historia de
Israel como se cuenta en la Biblia, en el capítulo 16 del Libro de Ezequiel. La
historia compara Israel con una niña a la que no se le cortó el cordón
umbilical, sino que fue dejada en medio de la sangre, abandonada. Dios la vio
debatirse en la sangre, la limpió, la untó, la vistió y, cuando creció, la
adornó con seda y joyas. Pero ella, enamorada de su propia belleza, se
prostituyó, no dejando que le pagaran, sino pagando ella misma a sus amantes. Pero
Dios no olvidará su alianza y la pondrá por encima de sus hermanas mayores,
para que Israel se acuerde y se avergüence (Ezequiel 16, 63), cuando le sea
perdonado lo que ha hecho.
Ésta
para mí es una de las mayores revelaciones: seguirás siendo el pueblo elegido,
te serán perdonados todos tus pecados. Eso es: la misericordia está
profundamente unida a la fidelidad de Dios. El Señor es fiel porque no puede
renegar de sí mismo. Lo explica bien san Pablo en la Segunda Carta a Timoteo
(2, 13): «Si somos infieles, Él permanece fiel, pues no puede renegar de sí
mismo». Tú puedes renegar de Dios, tú puedes pecar contra Él, pero Dios no
puede renegar de sí mismo, Él permanece fiel.
¿Qué lugar y
qué significado tiene en su corazón, en su vida e historia personal, la
misericordia? ¿Recuerda cuándo tuvo, de niño, la primera experiencia de la
misericordia?
Puedo
leer mi vida a través del capítulo 16 del Libro del profeta Ezequiel. Leo esas
páginas y me digo: «Pero todo esto parece escrito expresamente para mí». El
profeta habla de la vergüenza, y la vergüenza es una gracia: cuando uno siente
la misericordia de Dios, experimenta una gran vergüenza de sí mismo, de su
propio pecado. Hay un bonito ensayo de un gran estudioso de la espiritualidad,
el padre Gaston Fessard, dedicado a la vergüenza, en su libro La Dialectique
des exercises spirituels de saint Ignace de Loyola.2 La
vergüenza es una de las gracias que san Ignacio hace pedir en la confesión de
los pecados frente a Cristo crucificado. Ese texto de Ezequiel nos enseña a
avergonzarnos, nos permite avergonzarnos: con toda tu historia de miseria y de
pecado, Dios te sigue siendo fiel y te levanta. Eso es lo que yo siento. No
tengo recuerdos concretos de cuando era niño. Pero sí de muchacho. Pienso en el
padre Carlos Duarte Ibarra, el confesor que vi en mi parroquia ese 21 de
septiembre de 1953, el día en que la Iglesia celebra a san Mateo apóstol y
evangelista. Tenía diecisiete años. Me sentí acogido por la misericordia de
Dios confesándome con él. Ese sacerdote era originario de Corrientes, pero
estaba en Buenos Aires curándose de una leucemia. Murió al año siguiente.
Recuerdo aún que después de su funeral y de su entierro, al regresar a casa, me
sentí como si me hubieran abandonado. Y lloré mucho aquella noche, mucho,
oculto en mi habitación. ¿Por qué? Porque había perdido a una persona que me
hacía sentir la misericordia de Dios, ese miserando atque eligendo, una expresión que entonces no conocía
y que después elegí como lema episcopal. La reencontraría a continuación, en
las homilías del monje inglés san Beda el Venerable, quien, describiendo la vocación
de san Mateo, escribe:
«Jesús
vio a un publicano y, como lo miró con sentimiento de amor y lo eligió, le
dijo: “Sígueme”». Ésta es la traducción que comúnmente se ofrece a la expresión
de san Beda. A mí me gusta traducir miserando, con un gerundio que no existe,
misericordiando, regalándole misericordia. Así pues, misericordiándolo y
escogiéndolo, para describir la mirada de Jesús que da misericordia y elige, se
lleva consigo.
Cuando
piensa en sacerdotes misericordiosos, que ha conocido o en los que se ha
inspirado, ¿quién le viene a la cabeza?
Son
tantos… Acabo de mencionar al padre Duarte. Puedo citar a don Enrico Pozzoli,
salesiano, que me bautizó y que había casado a mis padres. Era el confesor, el
confesor misericordioso: todos iban a confesarse con él, iba por las casas de
los salesianos. He conocido a tantos confesores así… Recuerdo a otro gran
confesor, más joven que yo, un padre capuchino que ejercía su ministerio en
Buenos Aires. Una vez vino a verme porque quería hablar conmigo. Me dijo:
«Necesito tu ayuda. Tengo mucha gente en el confesionario, gente de todo tipo,
humilde y menos humilde, pero también muchos curas… Los perdono mucho y a veces
experimento un escrúpulo, el escrúpulo de haber perdonado demasiado». Hablamos
de la misericordia y le pregunté qué hacía cuando experimentaba ese escrúpulo.
Me respondió: «Voy a nuestra pequeña capilla, frente al tabernáculo, y le digo
a Jesús: “Señor, perdóname porque he perdonado demasiado. ¡Pero eres Tú el que
me ha dado tan mal ejemplo!”». No me olvidaré de esto jamás. Cuando un
sacerdote vive así la misericordia sobre sí mismo, puede regalársela a los
demás. Leí una homilía del entonces cardenal Albino Luciani sobre el padre
Leopoldo Mandic, recién proclamado entonces beato por Pablo VI. Había descrito
algo que se acerca mucho a lo que acabo de contar: «Eso es, pecadores somos
todos —decía Luciani en esa ocasión—, lo sabía muy bien el padre Leopoldo. Hay
que ser consciente de esta triste realidad nuestra. Nadie puede durante mucho
tiempo evitar las faltas pequeñas o grandes. Pero, como decía san Francisco de
Sales, “si tienes un burro y yendo por la calle se cae al suelo, ¿qué debes
hacer? No vas a ir con el bastón a molerle a palos las costillas, pobrecillo,
bastante desgraciado es ya. Tienes que cogerlo por la cabeza y decirle: ‘Venga,
volvamos a ponernos en marcha. Ahora reemprendamos el camino, la próxima vez te
fijarás más’”. Éste es el sistema y este sistema lo ha aplicado plenamente el
padre Leopoldo. Un sacerdote amigo mío que iba a confesarse con él dijo:
“Padre, usted es demasiado generoso. Yo me confieso encantado con usted, pero
me parece que es demasiado generoso”. Y el padre Leopoldo contestó: “Pero
¿quién es demasiado generoso, hijo mío? Es el Señor el que fue generoso; no soy
yo quien ha muerto por los pecados, es el Señor quien murió por ellos. ¿Cómo
iba a ser con los demás con lo generoso que fue con el ladrón?”». Ésta es la
homilía del entonces cardenal Luciani sobre Leopoldo Mandic, después proclamado
santo por Juan Pablo II.
Puedo
citar también a otra figura significativa para mí, la del padre José Ramón
Aristi, sacramentino, que ya recordé una vez cuando me reuní con los párrocos
de Roma. Murió en 1996 más que nonagenario. También él fue un gran confesor, y
muchísima gente y muchos curas se confesaban con él. Cuando confesaba les daba
a los penitentes su rosario y hacía que sostuvieran en su mano la pequeña cruz,
después la usaba para absolverlos y finalmente los invitaba a besarla. Cuando
murió, yo era obispo auxiliar de Buenos Aires; era la noche del Sábado Santo.
Fui a verlo al día siguiente, el Domingo de Pascua, después de comer, y bajé a
la cripta de la iglesia. Me di cuenta de que no había flores junto a su ataúd y
fui a buscar un ramo fuera, después regresé y empecé a colocarlas. Vi el
rosario enredado en sus manos: saqué la pequeña cruz y, mirándolo, le dije:
«¡Dame la mitad de tu misericordia!». Desde entonces aquella pequeña cruz va
siempre conmigo, la llevo en el pecho: cuando me sobreviene un mal pensamiento
sobre alguien, acerco la mano y toco esa cruz. Me sienta bien. He aquí otro
ejemplo de cura misericordioso, que sabía acercarse a la gente y curar las
heridas regalando la misericordia de Dios.
En su
opinión, ¿por qué este tiempo nuestro y esta humanidad nuestra tienen tanta
necesidad de misericordia?
Porque
es una humanidad herida, una humanidad que arrastra heridas profundas. No sabe
cómo curarlas o cree que no es posible curarlas. Y no se trata tan sólo de las
enfermedades sociales y de las personas heridas por la pobreza, por la
exclusión social, por las muchas esclavitudes del tercer milenio. También el
relativismo hiere mucho a las personas: todo parece igual, todo parece lo
mismo. Esta humanidad necesita misericordia. Pío XII, hace más de medio siglo,
dijo que el drama de nuestra época era haber extraviado el sentido del pecado,
la conciencia del pecado. A esto se suma hoy también el drama de considerar
nuestro mal, nuestro pecado, como incurable, como algo que no puede ser curado
y perdonado. Falta la experiencia concreta de la misericordia. La fragilidad de
los tiempos en que vivimos es también ésta: creer que no existe posibilidad
alguna de rescate, una mano que te levanta, un abrazo que te salva, que te
perdona, te inunda de un amor infinito, paciente, indulgente; te vuelve a poner
en el camino. Necesitamos misericordia. Debemos preguntarnos por qué tantas
personas, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos de cualquier extracción social,
recurren hoy a los magos y a los quiromantes. El cardenal Giacomo Biffi solía
citar estas palabras del escritor inglés Gilbert Keith Chesterton: «Quien no
cree en Dios no es cierto que no crea en nada, pues empieza a creer en todo».
Una vez le oí decir a una persona: «En la época de mi abuela bastaba el
confesor, hoy mucha gente confía en los quiromantes…». Hoy se busca la salvación
donde se puede.
Pero estos
fenómenos a los que usted alude, como los magos y los quiromantes, siempre han
existido en la historia de la humanidad.
Sí,
verdad, siempre ha habido adivinos, magos, quiromantes. Pero no había tanta
gente buscando en ellos salud y consuelo espiritual. Las personas buscan sobre
todo a alguien que las escuche. Alguien dispuesto a dar su propio tiempo para
escuchar sus dramas y sus dificultades. Es lo que yo llamo «el apostolado de la
oreja», y es importante. Muy importante. Me oigo decir a los confesores:
«Hablad, escuchad con paciencia y sobre todo decidles a las personas que Dios
las quiere bien. Y si el confesor no puede absolver, que explique por qué, pero
que dé de todos modos una bendición, aunque sea sin absolución sacramental. El
amor de Dios también existe para quien no está en la disposición de recibir el
sacramento: también ese hombre o esa mujer, ese joven o esa chica son amados
por Dios, son buscados por Dios, están necesitados de bendición. Sed tiernos
con esas personas. No las alejéis. La gente sufre. Ser un confesor es una gran
responsabilidad. Los confesores tienen frente a ellos a sus ovejas descarriadas
que Dios tanto ama; si no les dejamos advertir su amor y la misericordia de
Dios, se alejan y quizá no vuelvan más. Así pues, abrazadlas y sed
misericordiosos, aunque no podáis absolverlas. Dadles de todos modos una
bendición». Yo tengo una sobrina que se ha casado civilmente con un hombre
antes de que este obtuviera la nulidad matrimonial. Querían casarse, se amaban,
querían hijos y han tenido tres. El tribunal le había asignado a él también la
custodia de los hijos que tuvo en su primer matrimonio. Este hombre era tan
religioso que todos los domingos, yendo a misa, iba al confesionario y le decía
al sacerdote: «Sé que usted no me puede absolver, pero he pecado en esto y en
aquello otro, deme una bendición». Esto es un hombre formado religiosamente.
II
EL
REGALO DE LA CONFESIÓN
¿Por qué es
importante confesarse? Usted fue el primer papa en hacerlo públicamente,
durante las liturgias penitenciales de la Cuaresma, en San Pedro… Pero ¿no
bastaría, en el fondo, con arrepentirse y pedir perdón solos, enfrentarse solos
con Dios?
Fue
Jesús quien les dijo a sus apóstoles: «Aquellos a quienes perdonéis los
pecados, serán perdonados; aquellos a quienes no se los perdonéis, no serán
perdonados» (Evangelio de san Juan 20, 19-23). Así pues, los apóstoles y sus
sucesores —los obispos y los sacerdotes que son sus colaboradores— se
convierten en instrumentos de la misericordia de Dios. Actúan in persona
Christi. Esto es muy hermoso. Tiene un profundo significado, pues
somos seres sociales. Si tú no eres capaz de hablar de tus errores con tu
hermano, ten por seguro que no serás capaz de hablar tampoco con Dios y que
acabarás confesándote con el espejo, frente a ti mismo. Somos seres sociales y
el perdón tiene también un aspecto social, pues también la humanidad, mis
hermanos y hermanas, la sociedad, son heridos por mi pecado. Confesarse con un
sacerdote es un modo de poner mi vida en las manos y en el corazón de otro, que
en ese momento actúa en nombre y por cuenta de Jesús. Es una manera de ser
concretos y auténticos: estar frente a la realidad mirando a otra persona y no
a uno mismo reflejado en un espejo. San Ignacio, antes de cambiar de vida y de
entender que tenía que convertirse en soldado de Cristo, había combatido en la
batalla de Pamplona. Formaba parte del ejército del rey de España, Carlos V de
Habsburgo, y se enfrentaba al ejército francés. Fue herido gravemente y creyó
que iba a morir. En aquel momento no había ningún cura en el campo de batalla.
Y entonces llamó a un conmilitón suyo y se confesó con él, le dijo a él sus
pecados. El compañero no podía absolverlo, era un laico, pero la exigencia de
estar frente a otro en el momento de la confesión era tan sincera que decidió
hacerlo así. Es una bonita lección. Es cierto que puedo hablar con el Señor,
pedirle enseguida perdón a Él, implorárselo. Y el Señor perdona, enseguida.
Pero es importante que vaya al confesionario, que me ponga a mí mismo frente a
un sacerdote que representa a Jesús, que me arrodille frente a la Madre Iglesia
llamada a distribuir la misericordia de Dios. Hay una objetividad en este
gesto, en arrodillarme frente al sacerdote, que en ese momento es el trámite de
la gracia que me llega y me cura. Siempre me ha conmovido ese gesto de la
tradición de las Iglesias orientales, cuando el confesor acoge al penitente
poniéndole la estola en la cabeza y un brazo sobre los hombros, como en un
abrazo. Es una representación plástica de la bienvenida y de la misericordia.
Recordemos que no estamos allí en primer lugar para ser juzgados. Es cierto que
hay un juicio en la confesión, pero hay algo más grande que el juicio que entra
en juego. Es estar frente a otro que actúa in persona Christi para acogerte y perdonarte. Es el
encuentro con la misericordia.
¿Qué puede
decir de su experiencia como confesor? Se lo pregunto porque parece una
experiencia que ha marcado profundamente su vida. En la primera misa celebrada
con los fieles tras su elección, en la parroquia de Santa Ana, el 17 de marzo
de 2013, usted habló de aquel hombre que decía: «Oiga, padre, yo he hecho cosas
gordas…», y al cual usted contestó: «Ve a ver a Jesús, que Él lo perdona y lo
olvida todo». En esa misma homilía recordaba que Dios nunca se cansa de
perdonar. Poco después, en el ángelus, recordó otro episodio, el de la
viejecita que le había dicho confesándose: «Sin la misericordia de Dios, el
mundo no existiría».
Recuerdo
muy bien este episodio, que se me quedó grabado en la memoria. Me parece que
aún la veo. Era una mujer mayor, pequeñita, menuda, vestida completamente de
negro, como se ve en algunos pueblos del sur de Italia, en Galicia o en
Portugal. Hacía poco que me había convertido en obispo auxiliar de Buenos Aires
y se celebraba una gran misa para los enfermos en presencia de la estatua de la
Virgen de Fátima. Estaba allí para confesar. Hacia el final de la misa me
levanté porque debía marcharme, pues tenía una confirmación que administrar. En
ese momento, llegó aquella mujer, anciana y humilde. Me dirigí a ella
llamándola abuela, como acostumbramos a hacer en Argentina. «Abuela, ¿quiere
confesarse?» «Sí», me respondió. Y yo, que estaba a punto de marcharme, le
dije: «Pero si usted no ha pecado…». Su respuesta llegó rápida y puntual:
«Todos hemos pecado». «Pero quizá el Señor no la perdone…», repliqué yo. Y
ella: «El Señor lo perdona todo». «Pero ¿usted cómo lo sabe?» «Si el Señor no
lo perdonase todo —fue su respuesta—, el mundo no existiría.»
Un
ejemplo de la fe de los sencillos, que tienen ciencia infusa aunque jamás hayan
estudiado teología. Durante ese primer ángelus dije, para que me entendieran,
que mi respuesta había sido: «¡Pero usted ha estudiado en la Gregoriana!». En
realidad, la auténtica respuesta fue: «¡Pero usted ha estudiado con Royo
Marín!». Una referencia al padre dominicano Antonio Royo Marín, autor de un
famoso volumen de teología moral. Me impresionaron las palabras de aquella
mujer: sin la misericordia, sin el perdón de Dios, el mundo no existiría, no
podría existir. Como confesor, incluso cuando me he encontrado ante una puerta
cerrada, siempre he buscado una fisura, una grieta, para abrir esa puerta y
poder dar el perdón, la misericordia.
Usted una
vez afirmó que el confesionario no debe ser una «tintorería». ¿Qué significa
eso? ¿Qué quería decir?
Era
un ejemplo, una imagen para dar a entender la hipocresía de cuantos creen que
el pecado es una mancha, tan sólo una mancha, que basta ir a la tintorería para
que la laven en seco y todo vuelva a ser como antes. Como cuando se lleva una
chaqueta o un traje para que le saquen las manchas: se mete en la lavadora y ya
está. Pero el pecado es más que una mancha. El pecado es una herida, hay que
curarla, medicarla. Por eso usé esa expresión: intentaba evidenciar que ir a
confesarse no es como llevar el traje a la tintorería.
Cito otro
ejemplo suyo. ¿Qué significa que el confesionario no debe ser tampoco una «sala
de tortura»?
Ésas
eran palabras dirigidas más bien a los sacerdotes, a los confesores. Y se
referían al hecho de que quizá puede existir en uno un exceso de curiosidad,
una curiosidad un poco enfermiza. Una vez oí decir a una mujer, casada desde
hacía años, que no se confesaba porque cuando era una muchacha de trece o
catorce años el confesor le había preguntado dónde ponía las manos cuando
dormía. Puede haber un exceso de curiosidad, sobre todo en materia sexual. O
bien una insistencia en que se expliciten detalles que no son necesarios. El
que se confiesa está bien que se avergüence del pecado: la vergüenza es una
gracia que hay que pedir, es un factor bueno, positivo, porque nos hace
humildes. Pero en el diálogo con el confesor hay que ser escuchado, no ser
interrogado. Además, el confesor dice lo que debe, aconsejando con delicadeza.
Es esto lo que quería expresar hablando de que los confesionarios no deben ser
jamás cámaras de tortura.
¿Jorge Mario
Bergoglio ha sido un confesor severo o indulgente?
He
intentado siempre dedicarle tiempo a las confesiones, incluso siendo obispo o
cardenal. Ahora confieso menos, pero aún lo hago. A veces quisiera poder entrar
en una iglesia y sentarme en el confesionario. Así pues, para contestar a la
pregunta: cuando confesaba siempre pensaba en mí mismo, en mis pecados, en mi
necesidad de misericordia y, en consecuencia, intentaba perdonar mucho.
III
BUSCAR
CUALQUIER GRIETA
¿Qué hace
falta para conseguir misericordia? ¿Es necesaria alguna predisposición
concreta?
Me
viene a la cabeza esta frase: «¡No puedo más!». Llegado cierto punto uno
necesita ser entendido, ser atendido, ser curado, perdonado. Necesita
levantarse para retomar el camino. Recita el salmo: «Un espíritu contrito es un
sacrificio a Dios, un corazón afligido y humillado, oh Dios, no lo desprecies»
(Salmos 50, 19). San Agustín escribía: «Busca en tu corazón lo que es grato a
Dios. Hay que romper minuciosamente el corazón. ¿Temes que perezca porque está
hecho añicos? En boca del salmista hallamos esta expresión: “Crea en mí, oh
Dios, un corazón puro” (Salmos 50, 12). De modo que, para que sea creado puro,
debe ser destruido el corazón impuro. Cuando pecamos debemos sentir disgusto de
nosotros mismos, pues los pecados disgustan a Dios. Y dado que constatamos que
no vivimos sin pecado, cuando menos en esto tratemos de ser parecidos a Dios:
en el lamentarse de lo que disgusta a Dios» (Discursos 19, 2-3). Los padres de la Iglesia
enseñan que este corazón hecho pedazos es la ofrenda más apreciada por Dios. Es
la señal de que somos conscientes de nuestro pecado, del mal realizado, de
nuestra miseria, de nuestra necesidad de perdón y de misericordia.
¿Cómo
logramos reconocernos pecadores? ¿Qué le diría a alguien que no se siente como
tal?
¡Les
aconsejaría que pidieran esta gracia! Sí, porque reconocernos pecadores es una
gracia. Es una gracia que te viene dada. Sin la gracia, a lo máximo que se
puede llegar es a decir: soy limitado, tengo mis límites, éstos son mis
errores. Pero reconocernos pecadores es otra cosa. Significa ponerse frente a
Dios, que es nuestro todo, presentándonos a nosotros mismos, es decir, nuestra
nada. Nuestras miserias, nuestros pecados. Es realmente una gracia que se debe
pedir.
Don Luigi
Giussani citaba este ejemplo sacándolo de la novela de Bruce Marshall A cada uno un denario. El protagonista del libro, el abad Gaston, tenía que
confesar a un joven soldado alemán que los partisanos franceses estaban a punto
de condenar a muerte. El soldado había confesado su pasión por las mujeres y
las muchas aventuras amorosas que había tenido. El abad le había explicado que
debía arrepentirse. Y él: «¿Cómo hago para arrepentirme? Era algo que me
gustaba, si tuviera la ocasión lo haría ahora también. ¿Cómo hago para
arrepentirme?». Entonces, al abad Gaston, que quería absolver a toda costa a
ese penitente al borde de la muerte, se le ocurrió una idea genial y dijo:
«Pero ¿a ti te pesa que no te pese?». Y el joven, espontáneamente, respondió:
«Sí, me pesa que no me pese». Es decir, siento no estar arrepentido. La
hendidura en la puerta que había permitido la absolución…
Es
cierto, es así. Es un ejemplo que representa muy bien las tentativas que Dios
lleva a cabo para adentrarse en el corazón del hombre, para encontrar esa
grieta que permite la acción de su gracia. Él no quiere que nadie se pierda. Su
misericordia es infinitamente más grande que nuestro pecado, su medicina es
infinitamente más poderosa que la enfermedad que debe curar en nosotros. Hay un
prefacio de la liturgia ambrosiana en el que se lee: «Te has inclinado sobre
nuestras heridas y nos has curado, dándonos una medicina más fuerte que
nuestras llagas, una misericordia más grande que nuestra culpa. Así también el
pecado, en virtud de tu invencible amor, ha servido para elevarnos a la vida
divina». Reflexionando sobre mi vida y mi experiencia, recordando ese 21 de
septiembre de 1953 cuando Dios vino a mi encuentro llenándome de asombro,
siempre he dicho que el Señor nos primerea, es
decir, que nos precede, que se nos anticipa. Creo que lo mismo se puede decir
sobre su misericordia divina, dada para curar nuestras heridas, que se nos
anticipa. Dios nos aguarda, espera que le concedamos tan sólo esa mínima grieta
para poder actuar en nosotros, con su perdón, con su gracia. Sólo quien ha sido
tocado, acariciado por la ternura de la misericordia, conoce realmente al
Señor. Por eso he repetido a menudo que el sitio en el que tiene lugar el
encuentro con la misericordia de Jesús es mi pecado. Cuando se experimenta el
abrazo de misericordia, cuando nos dejamos abrazar, cuando nos conmovemos:
entonces la vida puede cambiar, pues tratamos de responder a este don inmenso e
imprevisto, que a los ojos humanos puede parecer incluso «injusto» en tanto que
superabundante. Estamos frente a un Dios que conoce nuestros pecados, nuestras
traiciones, nuestras negaciones, nuestra miseria. Y, sin embargo, está allí
esperándonos para entregarse totalmente a nosotros, para levantarnos. Pensando
de nuevo en el episodio citado en la novela de Marshall, yo parto de un
presupuesto similar, que va en la misma dirección. No existe tan sólo esa
máxima jurídica siempre válida, según la cual in dubio pro reo, es
decir, en la duda se decide siempre a favor de la persona que está sometida a
juicio. Está también la importancia del gesto. El solo hecho de que una persona
vaya al confesionario indica que ya hay un inicio de arrepentimiento, aunque no
sea consciente. Si no hubiera existido ese movimiento inicial, la persona no
hubiera ido. Que esté allí puede evidenciar el deseo de un cambio. La palabra
es importante, explicita el gesto. Pero el propio gesto es importante, y acaso
puede valer más la presencia torpe y humilde de un penitente al que le cuesta
hablar que las muchas palabras de alguien que describe su arrepentimiento.
IV
PECADOR,
COMO SIMÓN PEDRO
Usted muchas
veces se ha definido como un pecador. Visitando a los presos de Palmasola, en
Bolivia, durante el viaje de julio de 2015 a América Latina, usted dijo:
«Frente a vosotros tenéis a un hombre al que han sido perdonados sus muchos
pecados…». Impresiona oír a un papa que dice esto de sí mismo…
¿De
verdad? No creo que sea algo fuera de lo normal, ni siquiera en la existencia
de mis predecesores. He leído en la documentación del proceso de beatificación
de Pablo VI el testimonio de uno de sus secretarios, a quien el papa, haciendo
resonar las palabras que ya he citado de su Meditación ante la muerte, había confiado: «Para mí siempre ha
sido un gran misterio de Dios que yo me encuentre sumido en mi miseria y me
encuentre frente a la misericordia de Dios. Yo soy nada, soy mísero. Dios Padre
me quiere mucho, me quiere salvar, me quiere sacar de esta miseria en la que me
encuentro, pero yo soy incapaz de hacerlo por mí mismo. Entonces envía a su
Hijo, un Hijo que lleva precisamente la misericordia de Dios traducida en un
acto de amor hacia mí… Pero para esto hace falta una gracia especial, la gracia
de una conversión. Yo debo reconocer la acción de Dios Padre en su Hijo hacia
mí. Una vez que he reconocido esto, Dios actúa en mí a través de su Hijo». Es
una síntesis preciosa del mensaje cristiano. Y qué decir de la homilía con la
que Albino Luciani comenzaba su episcopado en Vittorio Veneto, diciendo que la
elección había recaído sobre él porque ciertas cosas, en lugar de escribirlas
sobre bronce o sobre mármol, el Señor prefería escribirlas en el polvo: así, si
la escritura quedara, estaría claro que el mérito era exclusivamente de Dios.
Él, el obispo, el futuro papa Juan Pablo I, se consideraba a sí mismo «el
polvo». Debo decir que cuando hablo de esto, siempre pienso en lo que Pedro le
dijo a Jesús el domingo de su Resurrección, cuando se lo encontró solo. Un
encuentro que menciona el evangelista Lucas (24, 34). ¿Qué le habrá dicho Simón
al Mesías recién resucitado del sepulcro? ¿Le habrá dicho que se sentía como un
pecador? Habrá pensado en la negación, en cuanto había sucedido pocos días
antes, cuando por tres veces había fingido no conocerlo, en el patio de la casa
del sumo sacerdote. Habrá pensado en su llanto amargo y público. Si Pedro hizo
eso, y si los Evangelios nos describen su pecado, su negación, y si a pesar de
todo esto Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas» (Evangelio de san Juan 21,
15-16), no creo que debamos maravillarnos si también sus sucesores se describen
a sí mismos como «pecadores». No es una novedad. El papa es un hombre que
necesita la misericordia de Dios. Lo he dicho sinceramente, también frente a
los presos de Palmasola, en Bolivia, frente a esos hombres y aquellas mujeres
que me recibieron tan calurosamente. A ellos les he recordado que también san
Pedro y san Pablo habían sido prisioneros. Tengo una relación especial con
aquellos que viven en prisión, privados de su libertad. He estado siempre muy
unido a ellos, precisamente por esta consciencia de mi condición de pecador.
Cada vez que cruzo la puerta de una cárcel para una celebración o para una
visita, me viene siempre a la cabeza este pensamiento: «¿Por qué ellos y no yo?
Yo tendría que estar aquí, merecería estar aquí. Sus caídas hubieran podido ser
las mías, no me siento mejor que quien tengo delante». Y es así como me
encuentro repitiendo y rezando: «¿Por qué él y no yo?». Esto puede
escandalizar, pero me consuelo con Pedro: había renegado de Jesús y, a pesar de
ello, fue elegido.
¿Por qué
somos pecadores?
Porque
existe el pecado original. Un dato que se puede constatar. Nuestra humanidad
está herida, sabemos reconocer el bien y el mal, sabemos qué es el mal,
intentamos seguir el camino del bien, pero a menudo caemos por causa de nuestra
debilidad y escogemos el mal. Es la consecuencia del pecado original, del cual
tenemos plena consciencia gracias a la revelación. El relato del pecado de Adán
y Eva, la rebelión contra Dios que leemos en el Libro del Génesis, se sirve de
un lenguaje imaginativo para exponer algo que realmente ha sucedido en los
orígenes de la humanidad.
El
Padre ha sacrificado a su Hijo, Jesús se ha rebajado, ha aceptado dejarse
torturar, crucificar y aniquilar para redimirnos del pecado, para curar aquella
herida. Así, aquella culpa de nuestros progenitores es celebrada como felix culpa en el canto del Exultet, que la Iglesia eleva durante la
celebración más importante del año, la de la noche de Pascua: culpa «feliz»,
porque ha merecido dicha redención.
¿Qué
consejos le daría a un penitente para hacer una buena confesión?
Que
piense en la verdad de su vida frente a Dios, qué siente, qué piensa. Que sepa
mirarse con sinceridad a sí mismo y a su pecado. Y que se sienta pecador, que
se deje sorprender, asombrar por Dios. Para que Él nos llene con el don de su
misericordia infinita debemos advertir nuestra necesidad, nuestro vacío,
nuestra miseria. No podemos ser soberbios. Me viene a la cabeza la historia que
me contó una vez un dirigente argentino al que conocía. Tenía un colega que
parecía muy comprometido con la vida cristiana: rezaba el rosario, hacía
lecturas espirituales, etcétera. Un día le había confesado, en passant, como quien no quiere la cosa, que
tenía una relación con su propia empleada de hogar. Y le había dado a entender
que lo consideraba algo normal, pues —decía— estas personas, es decir, los
criados, en el fondo estaban allí también «para eso». Mi amigo se había
escandalizado, pues el colega en definitiva le estaba diciendo que creía en la
existencia de seres humanos superiores e inferiores: estos últimos destinados a
ser explotados y «usados», como aquella empleada de hogar. Me impresionó ese
ejemplo: a pesar de todas las objeciones que se le hacían, aquel hombre seguía
firme en su idea, impermeable. Y seguía considerándose un buen cristiano porque
rezaba, leía textos espirituales cada día y los domingos iba a misa. He aquí un
caso de soberbia, lo contrario de ese corazón hecho pedazos del que hablan los
padres de la Iglesia.
Y, en
cambio, ¿qué consejos le daría a un sacerdote que se los pidiera, que le
preguntara: «Cómo hago para ser un buen confesor»?
Creo
haber respondido ya en parte con lo que hemos dicho antes. Que piense en sus
pecados, que escuche con ternura, que le pida al Señor que le dé un corazón
misericordioso como el suyo, que no tire nunca la primera piedra porque también
él es un pecador necesitado de perdón. Y que trate de parecerse a Dios en su
misericordia. Esto es lo que se me ocurre decirle. Debemos ir con la mente y
con el corazón a la parábola del hijo pródigo, el más joven de los dos
hermanos, que al recibir su parte de la herencia del padre la dilapidó toda
llevando una vida disoluta y para sobrevivir se encontró pastoreando cerdos.
Admitido su error, regresó a la casa familiar para pedirle a su padre que lo
admitiera al menos entre sus siervos, pero el padre, que estaba esperándolo y
que escrutaba el horizonte, le salió al encuentro y, antes de que el hijo
dijera nada, antes de que admitiera sus pecados, lo abrazó. Esto es el amor de
Dios, ésta es su superabundante misericordia. Hay algo sobre lo que meditar,
la actitud del hijo mayor, el que se había quedado en casa trabajando con el
padre, el que siempre se había portado bien. Él, cuando toma la palabra, es el
único que, en el fondo, dice la verdad: «O sea, que yo hace años que te sirvo y
no he desobedecido nunca una de tus órdenes, y tú no me has dado jamás un solo
cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. Pero ahora que regresa este hijo
tuyo, que ha malgastado tu fortuna con prostitutas, para él has matado el
becerro gordo» (Evangelio de san Lucas 15, 29-30). Dice la verdad, pero al
mismo tiempo se autoexcluye.
V
¿DEMASIADA
MISERICORDIA?
Hace algunos
años, en un colegio del norte de Italia, un profesor de religión explicó en sus
clases la parábola del hijo pródigo y después pidió a los chicos que
escribieran un texto reescribiendo la historia que acababan de escuchar. El
final escogido por la inmensa mayoría de los alumnos fue éste: el padre recibe
al hijo pródigo, lo castiga severamente y lo obliga a vivir con sus siervos.
Así, éste aprende a no despilfarrar todas las riquezas de la familia.
Pero
ésta es una reacción humana. La reacción del hijo mayor es humana. En cambio,
la misericordia de Dios es divina.
¿Cómo se
afronta el complejo del hijo mayor de la parábola? A veces se oye decir que en
la Iglesia hay demasiada misericordia. La Iglesia debe condenar el pecado…
La
Iglesia condena el pecado porque debe decir la verdad. Dice: «Esto es un
pecado». Pero al mismo tiempo abraza al pecador que se reconoce como tal, se
acerca a él, le habla de la misericordia infinita de Dios. Jesús ha perdonado
incluso a aquellos que lo colgaron en la cruz y lo despreciaron. Debemos volver
al Evangelio. Allí vemos que no se habla tan sólo de bienvenida o de perdón,
sino que se habla de una «fiesta» para el hijo que regresa. La expresión de la
misericordia es la alegría de la fiesta, que encontramos bien expresada en el
Evangelio de san Lucas: «Habrá más alegría en el cielo por un pecador
convertido que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión» (15, 7).
No dice: ¡y si después fuera a recaer, volver atrás, cometer más pecados, que
se las apañe solo! No, pues a Pedro, que le preguntaba cuántas veces había que
perdonar, Jesús le dijo: «Setenta veces siete» (Evangelio de san Mateo 18, 22),
es decir, siempre. Al hijo mayor del padre misericordioso le ha sido permitido decir
la verdad sobre lo que ha sucedido, aunque no lo entendiera, entre otras cosas
porque el otro hermano cuando ha empezado a acusar no ha tenido tiempo de
hablar: el padre lo ha callado y lo ha abrazado. Precisamente porque existe en
el mundo el pecado, precisamente porque nuestra naturaleza humana está herida
por el pecado original, Dios, que ha entregado a su Hijo por nosotros, no puede
más que revelarse como misericordia. Dios es un padre premuroso, atento,
dispuesto a acoger a cualquier persona que dé un paso adelante o que tenga el
deseo de dar un paso hacia casa. Él está allí contemplando el horizonte, nos
aguarda, nos está ya esperando. Ningún pecado humano, por muy grave que sea,
puede prevalecer sobre la misericordia o limitarla. Obispo de Vittorio Veneto
desde hace algunos años, Albino Luciani celebra ejercicios con los sacerdotes
y, comentando la parábola del hijo pródigo, dijo a propósito del Padre: «Él
espera. Siempre. Y nunca es demasiado tarde. Es así, Él es así…, es Padre. Un
padre que espera en la puerta. Que nos ve cuando aún estamos lejos y se
conmueve, y corriendo se echa en nuestros brazos y nos besa tiernamente…
Nuestro pecado entonces se convierte casi en una joya que le podemos regalar
para proporcionarle el consuelo de perdonar… ¡Quedamos como caballeros cuando
se regalan joyas, y no es derrota, sino gozosa victoria dejar ganar a Dios!».
Siguiendo
al Señor, la Iglesia está llamada a difundir su misericordia sobre todos
aquellos que se reconocen pecadores, responsables del mal realizado, que se
sienten necesitados de perdón. La Iglesia no está en el mundo para condenar,
sino para permitir el encuentro con ese amor visceral que es la misericordia de
Dios. Para que eso suceda, lo repito a menudo, hace falta salir. Salir de las
iglesias y de las parroquias, salir e ir a buscar a las personas allí donde
viven, donde sufren, donde esperan. El hospital de campo, la imagen con la que
me gusta describir esta «Iglesia emergente», tiene la característica de
aparecer allí donde se combate: no es la estructura sólida, dotada de todo,
donde vamos a curarnos las pequeñas y las grandes enfermedades. Es una
estructura móvil, de primeros auxilios, de emergencia, para evitar que los
combatientes mueran. Se practica la medicina de urgencia, no se hacen check-up especializados. Espero que el Jubileo
extraordinario haga emerger más aún el rostro de una Iglesia que descubre las
vísceras maternas de la misericordia y que sale al encuentro de los muchos
«heridos» que necesitan atención, comprensión, perdón y amor.
VI
PASTORES,
NO DOCTORES DE LA LEY
¿Puede haber
misericordia sin el reconocimiento del propio pecado?
La
misericordia existe, pero si tú no quieres recibirla… Si no te reconoces
pecador quiere decir que no la quieres recibir, quiere decir que no sientes la
necesidad. A veces te puede costar entender qué te ha sucedido. A veces puedes
ser desconfiado, creer que no puedes volver a levantarte. O bien prefieres tus
heridas, las heridas del pecado, y haces como los perros: las lames con la
lengua, te lames las heridas. Ésta es una enfermedad narcisista que lleva a la
amargura. Hay un placer en la amargura, un placer enfermo.
Si
no partimos de nuestra miseria, si seguimos perdidos, si desistimos de la
posibilidad de ser perdonados, acabamos por lamernos las heridas, que quedan
abiertas y no se curan nunca. En cambio, la medicina existe, la cura existe,
tan sólo si damos un pequeño paso hacia Dios o tenemos al menos el deseo de
darlo. Basta una mínima grieta, basta tomarnos en serio nuestra propia condición.
Es importante también conservar la memoria, recordarnos de dónde venimos, qué
somos, nuestra nada. Es importante no creernos autosuficientes.
Santa
Teresa de Ávila ponía en guardia a sus hermanas respecto a la vanidad y a la
autosuficiencia. Cuando oía decir «Me han hecho esto sin motivo», comentaba:
«Dios nos libre de las malas razones. Aquel que no ha querido llevar su cruz no
sé qué hace en el monasterio». Ninguno de nosotros puede hablar de injusticia
si piensa en las muchas injusticias que ha cometido él mismo frente a Dios. No
debemos perder jamás la memoria de nuestros orígenes, del fango del que hemos
salido, y esto sirve también para los consagrados.
¿Qué piensa
de quien confiesa siempre los mismos pecados?
Si
se refiere a la repetición casi automática de un formulario, diría que el
penitente no está bien preparado, no ha sido bien catequizado, no sabe hacer
examen de conciencia y no conoce muchos de los pecados que se cometen y de los
que no es consciente… A mí me gusta mucho la confesión de los niños, pues ellos
no son abstractos, dicen las cosas tal como son. Te hacen sonreír. Son
sencillos: dicen lo que ha sucedido, saben que lo que han hecho está mal.
Si
hay una repetitividad que se convierte en costumbre, es como si no se llegara a
creer en el conocimiento de uno mismo y del Señor; es como no admitir haber
pecado, tener heridas por curar. La confesión como rutina es un poco el ejemplo
de la tintorería que ponía antes. Cuánta gente herida, también
psicológicamente, que no admite estarlo. Esto lo diría pensando en quien se
confiesa con el formulario…
Otra
cosa es quien recae en el mismo pecado y sufre por ello, aquel a quien le
cuesta volver a levantarse. Hay muchas personas humildes que confiesan sus
recaídas. Lo importante, en la vida de cada hombre y de cada mujer, no es no
volver a caer jamás por el camino. Lo importante es levantarse siempre, no
quedarse en el suelo lamiéndose las heridas. El Señor de la misericordia me
perdona siempre, de manera que me ofrece la posibilidad de volver a empezar
siempre. Me ama por lo que soy, quiere levantarme, me tiende su mano. Ésta
también es una tarea de la Iglesia: hacer saber a las personas que no hay
situaciones de las que no se puede salir, que mientras estemos vivos es siempre
posible volver a empezar, siempre y cuando permitamos a Jesús abrazarnos y perdonarnos.
En
la época en que era rector del colegio Massimo de los jesuitas y párroco en
Argentina, recuerdo a una madre que tenía niños pequeños y había sido
abandonada por su marido. No tenía un trabajo fijo y tan sólo encontraba
trabajos temporales algunos meses al año. Cuando no encontraba trabajo, para
dar de comer a sus hijos era prostituta. Era humilde, frecuentaba la parroquia,
intentábamos ayudarla a través de Cáritas. Recuerdo que un día —estábamos en la
época de las fiestas navideñas— vino con sus hijos al colegio y preguntó por
mí. Me llamaron y fui a recibirla. Había venido para darme las gracias. Yo
creía que se trataba del paquete con los alimentos de Cáritas que le habíamos
hecho llegar: «¿Lo ha recibido?», le pregunté. Y ella contestó: «Sí, sí,
también le agradezco eso. Pero he venido aquí para darle las gracias sobre todo
porque usted no ha dejado de llamarme señora». Son experiencias de las que uno
aprende lo importante que es acoger con delicadeza a quien se tiene delante, no
herir su dignidad. Para ella, el hecho de que el párroco, aun intuyendo la vida
que llevaba en los meses en que no podía trabajar, la siguiese llamando
«señora» era casi tan importante, o incluso más, que esa ayuda concreta que le
dábamos.
¿Puedo
preguntarle cuál es su experiencia como confesor con las personas homosexuales?
Se hizo famosa aquella frase suya pronunciada durante la conferencia de prensa
en el vuelo de regreso de Río de Janeiro: «¿Quién soy yo para juzgar?».
En
esa ocasión, dije: «Si una persona es gay, busca al Señor y tiene buena
voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?». Parafraseé de memoria el Catecismo de
la Iglesia católica, donde se explica que estas personas deben ser tratadas con
delicadeza y no deben ser marginadas. En primer lugar, me gusta que se hable de
«personas homosexuales»: primero está la persona, con su entereza y dignidad. Y
la persona no se define tan sólo por su tendencia sexual: no olvidemos que
somos todos criaturas amadas por Dios, destinatarias de su infinito amor. Yo
prefiero que las personas homosexuales vengan a confesarse, que permanezcan
cerca del Señor, que podamos rezar juntos. Puedes aconsejarles la oración, la
buena voluntad, señalarles el camino, acompañarlos.
¿Puede haber
oposición entre verdad y misericordia, o entre doctrina y misericordia?
Respondo
así: la misericordia es verdadera, es el primer atributo de Dios. Después
podemos hacer reflexiones teológicas sobre doctrina y misericordia, pero sin
olvidar que la misericordia es doctrina. Sin embargo, a mí me gusta más decir:
la misericordia es verdadera. Cuando Jesús se halla ante una adúltera y la
gente que estaba dispuesta a lapidarla aplicando la Ley mosaica, se detiene y
escribe en la arena. No sabemos qué escribió, el Evangelio no lo dice, pero
todos los que estaban allí, dispuestos a lanzar su piedra, la dejan caer y, uno
tras otro, se marchan. Queda sólo la mujer, aún asustada tras haber estado a un
paso de la muerte. A ella Jesús le dice: «Tampoco yo te condeno, vete y no
peques más». No sabemos cómo fue su vida después de aquel encuentro, tras
aquella intervención y aquellas palabras de Jesús. Sabemos que fue perdonada.
Sabemos que Jesús dice que hay que perdonar setenta veces siete: lo importante
es volver a menudo a las fuentes de la misericordia y de la gracia.
¿Por qué
usted, comentando el Evangelio en las homilías matutinas en Santa Marta, habla
tan a menudo de los «doctores de la Ley»? ¿Qué actitud representan?
Es
una actitud que encontramos descrita en muchos episodios del Evangelio: son los
principales opositores de Jesús, los que lo desafían en nombre de la doctrina.
Es una actitud que encontramos también a lo largo de toda la historia de la
Iglesia.
Durante
una asamblea del Episcopado italiano, un hermano obispo citó una expresión
tomada del De
Abrahán de san
Ambrosio: «Cuando se trata de dispensar la gracia, allí está presente Cristo;
cuando se debe ejercer el rigor, tan sólo están presentes los ministros, pero
Cristo está ausente». Pensemos en las muchas tendencias del pasado que vuelven
a resurgir bajo otras formas: los cátaros, los pelagianos que se justifican a
sí mismos por sus obras y por su esfuerzo voluntarista, actitud esta última ya
contrastada de manera muy límpida en el texto de la Carta a los Romanos de san
Pablo. Pensemos en el agnosticismo, que incluye esa espiritualidad light, sin encarnación. San Juan es muy claro
sobre esto: quien niega que Cristo vino en carne y hueso, es el anticristo.
Recuerdo siempre el fragmento del Evangelio de san Marcos (1, 40-45), donde se
describe la cura del leproso por parte de Jesús. Una vez más, como en tantas
otras páginas evangélicas, vemos que Jesús no permanece indiferente, sino que
experimenta compasión, se deja implicar y herir por el dolor, por la
enfermedad, por la necesidad de quien encuentra en el camino. No se echa atrás.
La Ley de Moisés determinaba la exclusión de la ciudad para el enfermo de
lepra, que debía quedarse fuera del campamento (Levítico 13, 45-46), en lugares
desiertos, marginado y declarado impuro. Al sufrimiento de la enfermedad se
sumaba el de la exclusión, la marginación y la soledad. Intentemos imaginar la
carga de sufrimiento y de vergüenza que debía llevar el enfermo de lepra, que
se sentía no sólo víctima de la enfermedad, sino también culpable, castigado
por sus pecados. La Ley que llevaba a marginar sin piedad al leproso tenía como
finalidad evitar el contagio: había que proteger a los sanos.
Jesús
se mueve siguiendo otra lógica. Por su propia cuenta y riesgo se acerca al
leproso, lo reintegra y lo cura. Y nos hace así descubrir un nuevo horizonte,
el de la lógica de un Dios que es amor, un Dios que quiere la salvación de
todos los hombres. Jesús ha tocado al leproso, lo ha reintegrado en la
comunidad. No se ha parado a estudiar concienzudamente la situación, no ha
preguntado a los expertos los pros y los contras. Para Él, lo que cuenta
realmente es alcanzar a los lejanos y salvarlos, como el buen pastor que deja a
la grey para ir a buscar a la ovejita perdida. Entonces, como hoy, esta lógica
y esta actitud pueden escandalizar, provocan la queja de quien está
acostumbrado siempre, y solamente, a hacer que todo entre en sus propios
esquemas mentales y en la propia puridad ritualista, en lugar de dejarse
sorprender por la realidad, por un amor y por una medida más grandes. Jesús va
a curar y a integrar a los marginados que están fuera de la ciudad, fuera del
campamento. Haciendo eso nos señala a nosotros el camino. En este fragmento
evangélico nos encontramos frente a dos lógicas de pensamiento y de fe. Por un
lado, el miedo de perder a los justos, los salvados, las ovejas que están ya
dentro del redil, a buen recaudo. Por otro, el deseo de salvar a los pecadores,
los perdidos, los que están fuera del recinto. La primera es la lógica de los
doctores de la Ley, la segunda es la lógica de Dios, que acoge, abraza,
transfigura el mal en bien, transforma y redime mi pecado, transmuta la condena
en salvación. Jesús entra en contacto con el leproso, lo toca. Haciendo esto
nos enseña a nosotros qué debemos hacer, qué lógica seguir frente a las
personas que sufren física y espiritualmente. Tenemos este ejemplo que seguir,
venciendo prejuicios y rigideces, al igual que les sucedió a los apóstoles en
los albores de la Iglesia, cuando debieron vencer, por ejemplo, las
resistencias de aquellos que exigían la observancia incondicionada de la Ley de
Moisés también por parte de los paganos convertidos.
¿Y qué hay
del riesgo de «contagio», del riesgo de dejarse contaminar?
Hay
que entrar en la oscuridad, en la noche que atraviesan tantos hermanos
nuestros. Ser capaces de entrar en contacto con ellos, de hacer notar nuestra
cercanía, sin dejarnos envolver y condicionar por esa oscuridad. Ir hacia los
marginados, hacia los pecadores, no significa permitir a los lobos entrar en la
grey. Significa tratar de llegar a todos testimoniando la misericordia, la que
hemos experimentado nosotros en primer lugar, sin caer jamás en la tentación de
sentirnos como los justos o los perfectos. Cuanto más viva está la conciencia
de nuestra miseria y de nuestro pecado, cuanto más experimentamos el amor y la
infinita misericordia de Dios sobre nosotros, tanto más somos capaces de estar
frente a los muchos «heridos» que encontramos en nuestro camino con una mirada
de bienvenida y de misericordia. Y, en consecuencia, evitando la actitud de
quien juzga y condena desde la atalaya de su propia seguridad, buscando la paja
en el ojo ajeno sin ver nunca la viga en el propio. Acordémonos siempre de que
nuestro Dios celebra más a un pecador que vuelve al redil que a noventa y nueve
justos que no necesitan conversión. Cuando alguno empieza a descubrirse enfermo
del alma, cuando el Espíritu Santo —es decir, la gracia de Dios— actúa y mueve
el corazón hacia un inicial reconocimiento del propio pecado, debe encontrar
las puertas abiertas, no cerradas. Debe encontrar un buen recibimiento, no
juicio, prejuicio o condena. Debe ser ayudado, no rechazado o mantenido en los
márgenes. A veces se corre el riesgo de que los cristianos, con su psicología
de doctores de la Ley, apaguen lo que el Espíritu Santo enciende en el corazón
de un pecador, de alguien que está en el umbral, de alguien que empieza a
advertir la nostalgia de Dios. Pero quisiera advertir otra actitud de los
doctores de la Ley, para decir cómo en ellos hay a menudo hipocresía, una
adhesión formal a la Ley que oculta heridas muy profundas. Jesús emplea
palabras muy duras, los llama «sepulcros blanqueados», observantes tan sólo
externamente, pero por dentro, en lo más íntimo, hipócritas. Hombres que vivían
pegados a la letra de la Ley, pero que prescindían del amor, hombres que tan
sólo sabían cerrar las puertas y marcar las fronteras. El capítulo 23 del
Evangelio de san Mateo es muy claro, debemos volver sobre él para comprender
qué es la Iglesia y qué no debe ser nunca. Se describe la actitud de aquellos
que atan pesados fardos y los cargan sobre las espaldas de la gente, mientras
ellos no quieren moverlos ni siquiera con un dedo; son aquellos que aman los
primeros puestos, que desean ser llamados maestros. En el origen de estas
actitudes está la pérdida del asombro frente a la salvación que te ha sido
dada. Cuando uno se siente un poco más seguro, empieza a adueñarse de
facultades que no son suyas, sino del Señor. El estupor empieza a degradarse, y
esto está en la base del clericalismo o de la actitud de aquellos que se
sienten puros. La adhesión formal a las reglas, a nuestros esquemas mentales,
prevalece. El asombro degrada, creemos poder hacer las cosas solos, ser
nosotros los protagonistas. Y, si uno es un ministro de Dios, acaba por creerse
separado del pueblo, dueño de la doctrina, titular de un poder, sordo a las
sorpresas de Dios. La «degradación del asombro» es una expresión que a mí me
dice muchas cosas. A veces me he sorprendido a mí mismo pensando que a algunas
personas tan rígidas les iría bien un resbalón: reconociéndose pecadores,
encontrarían a Jesús. Me vienen a la memoria las palabras del siervo de Dios,
Juan Pablo I, que durante una audiencia del miércoles dijo: «El Señor ama tanto
la humildad que, a veces, permite pecados graves. ¿Por qué? Porque los que han
cometido esos pecados, tras haberse arrepentido, pasan a ser humildes. No dan
ganas de creerse medio ángeles cuando se sabe que se han cometido faltas
graves». Y pocos días después, en otra ocasión, el propio papa Luciani había
recordado que san Francisco de Sales hablaba de «nuestras queridas
imperfecciones»: «Dios detesta las carencias, pues son carencias. Pero por otro
lado, en cierto sentido, le gustan las carencias en tanto que le dan a Él la
ocasión de mostrar su misericordia y a nosotros la de volvernos humildes, y
entender y compartir las carencias del prójimo».
Usted ha
citado varias veces ejemplos y actitudes de cerrazón. ¿Qué es lo que aleja a
las personas de la Iglesia?
Precisamente
estos días he recibido un correo electrónico de una señora que vive en una
ciudad argentina. Me cuenta que hace veinte años se dirigió al tribunal
eclesiástico para empezar el proceso de nulidad matrimonial. Las razones eran
serias y fundadas. Un sacerdote le había dicho que se podía conseguir sin
problema, pues se trataba de un caso muy claro en lo que respecta a la
valoración de las causas de nulidad. Pero en primer lugar, al recibirla, le
había pedido que pagara cinco mil dólares. Ella se escandalizó y abandonó la
Iglesia. La llamé por teléfono y hablé con ella. Me contó que tenía dos hijas
muy comprometidas con la parroquia. Y me habló de un caso que acababa de
suceder en su ciudad: un recién nacido de pocos días murió sin bautizar, en una
clínica. El cura no dejó entrar en la iglesia a los padres con el ataúd del
pequeño, hizo que se quedaran en la puerta, pues el niño no estaba bautizado y,
así pues, no podía ir más allá del umbral. Cuando la gente se encuentra frente
a estos feos ejemplos, en los que ve prevalecer el interés o la poca
misericordia y la cerrazón, se escandaliza.
En la exhortación Evangelii
gaudium usted
escribió: «Un pequeño paso, en medio de los grandes límites humanos, puede ser
más apreciado por Dios que la vida exteriormente correcta de quien pasa sus
días sin enfrentarse a importantes dificultades». ¿Qué significa?
Me
parece muy claro. Ésta es la doctrina católica, forma parte de la gran Ley de
la Iglesia, que es aquella del et et, y
no la del aut
aut. Para algunas personas, por las condiciones en que se
encuentran, por el drama humano que están viviendo, un pequeño paso, un pequeño
cambio, vale muchísimo a los ojos de Dios. Recuerdo el encuentro con una
muchacha en la entrada de un santuario. Era guapa y sonriente. Me dijo: «Estoy
contenta, padre, vengo a darle las gracias a la Virgen por una gracia que
recibí». Era la mayor de sus hermanos, no tenía padre y para ayudar a mantener
a la familia se prostituía: «En mi pueblo no había otro trabajo…». Me contó que
un día al prostíbulo llegó un hombre. Estaba allí por trabajo, venía de una
gran ciudad. Se gustaron y al final él le propuso que lo acompañara. Durante
mucho tiempo ella le pidió a la Virgen que le diera un trabajo que le
permitiera cambiar de vida. Estaba muy contenta de poder dejar de hacer lo que
hacía. Yo le hice dos preguntas: la primera tenía que ver con la edad del
hombre que había conocido. Intentaba asegurarme de que no se tratara de una
persona mayor que quisiera aprovecharse de ella. Me dijo que era joven. Y
después le pregunté: «¿Y te casarías con él?». Y ella contestó: «Yo quisiera,
pero no oso aún pedírselo por miedo a asustarlo…». Estaba muy contenta de poder
dejar ese mundo donde había vivido para mantener a su familia.
Otro
ejemplo de gesto aparentemente pequeño, pero grande a los ojos de Dios, es el
que hacen tantas madres y esposas que el sábado o el domingo hacen cola en la
entrada de las cárceles para llevar comida y regalos a los hijos o a los
maridos presos. Se someten a la humillación de los cacheos. No reniegan de sus
hijos o maridos que se han equivocado, van a visitarlos. Ese gesto en
apariencia tan pequeño y tan grande a los ojos de Dios es un gesto de
misericordia, a pesar de los errores cometidos por sus seres queridos.
VII
PECADORES
SÍ, CORRUPTOS NO
En la bula
de convocación del Año Santo de la Misericordia, usted escribió: «Si Dios se
ajustase sólo a la justicia dejaría de ser Dios, sería como todos los hombres
que invocan el respeto de la ley. La justicia sola no basta, y la experiencia
enseña que apelar sólo a ella es correr el riesgo de destruirla». ¿Qué relación
hay entre misericordia y justicia?
En
el Libro de la Sabiduría (12, 18-19) leemos: «Tú, dueño de la fuerza, juzgas
con clemencia y nos gobiernas con mucha indulgencia […]. Actuando así has
enseñado a tu pueblo que el justo debe amar a los hombres; además has llenado a
tus hijos de dulce esperanza, pues Tú concedes después de los pecados la
posibilidad de arrepentirse». La misericordia es un elemento importante, mejor
dicho, indispensable, en las relaciones entre los hombres para que haya
hermandad. La sola medida de la justicia no basta. Con la misericordia y el
perdón, Dios va más allá de la justicia, la engloba y la supera en un evento
superior en el que se experimenta el amor, que está en la base de una verdadera
justicia.
¿La
misericordia tiene también una valencia pública? ¿Qué reverberación puede tener
en la vida social?
Pues
sí, la tiene. Pensemos en el Piamonte de finales del siglo XIX, en
las casas de misericordia, en los santos de la misericordia, el Cottolengo, don
Bosco… El Cottolengo con los enfermos, don Cafasso acompañando a los condenados
a la horca. Pensemos en qué significan hoy las obras empezadas por la beata
madre Teresa de Calcuta, algo que va contra todos los cálculos humanos: dar la
vida para ayudar a ancianos y enfermos, ayudar a los más pobres entre los
pobres a morir dignamente en una cama limpia. Esto viene de Dios. El
cristianismo ha asumido la herencia de la tradición judía, la enseñanza de los
profetas sobre la protección del huérfano, de la viuda y del extranjero. La
misericordia y el perdón son importantes también en las relaciones sociales y
en las relaciones entre los Estados. San Juan Pablo II, en el mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz de 2002, al día siguiente de los ataques terroristas
en Estados Unidos, había afirmado que no hay justicia sin perdón y que la
capacidad de perdón está en la base de todo proyecto de una sociedad futura más
justa y solidaria. La falta de perdón, el recurrir a la ley del «ojo por ojo,
diente por diente», corre el riesgo de alimentar una espiral de conflictos sin
fin.
¿Puedo
preguntarle cómo se concilia la justicia terrenal con la misericordia, sobre
todo en los casos de quien se ha manchado con graves culpas y con delitos
terribles?
También
en la justicia terrenal, en la normativa judicial, se está abriendo camino una
conciencia nueva. Hemos citado ya en otro momento de esta charla la normain dubio pro reo. Pensemos en lo mucho que ha
crecido la conciencia mundial del rechazo a la pena de muerte. Pensemos en lo
mucho que se está intentando hacer para la reinserción social de los presos,
para que quien se ha equivocado, tras haber pagado su deuda con la justicia,
pueda encontrar con más facilidad un trabajo y no quedar en los márgenes de la
sociedad.
He
usado una cruz pastoral de madera de olivo realizada en un taller de
carpintería que forma parte de un proyecto de inserción de detenidos y
exdrogodependientes. Sé de algunas iniciativas positivas de trabajo dentro de
las cárceles. La misericordia divina contagia a la humanidad. Jesús era Dios,
pero era también hombre, y en su persona encontramos también la misericordia
humana. Con la misericordia, la justicia es más justa, se realiza realmente a
sí misma. Esto no significa tener la manga ancha, en el sentido de abrir las
puertas de las cárceles a quien se ha manchado con delitos graves. Significa
que debemos ayudar a que los que han caído no se queden en el suelo. Es difícil
ponerlo en práctica, pues a veces preferimos encerrar a alguien en una prisión
para toda la vida en lugar de intentar recuperarlo, ayudando a que se reinserte
en la sociedad.
Dios
lo perdona todo, ofrece una nueva posibilidad a todo el mundo, difunde su misericordia
sobre todos aquellos que la piden. Somos nosotros los que no sabemos perdonar.
Usted dijo
durante una homilía en Santa Marta: «¡Pecadores sí, corruptos no!». ¿Qué
diferencia hay entre pecado y corrupción?
La
corrupción es el pecado que, en lugar de ser reconocido como tal y de hacernos
humildes, es elevado a sistema, se convierte en una costumbre mental, una
manera de vivir. Ya no nos sentimos necesitados de perdón y de misericordia,
sino que justificamos nuestros comportamientos y a nosotros mismos. Jesús les
dice a sus discípulos: si un hermano tuyo te ofende siete veces al día y siete
veces al día vuelve a ti a pedirte perdón, perdónalo. El pecador arrepentido,
que después cae y recae en el pecado a causa de su debilidad, halla nuevamente
perdón si se reconoce necesitado de misericordia. El corrupto, en cambio, es
aquel que peca y no se arrepiente, el que peca y finge ser cristiano, y con su
doble vida escandaliza.
El
corrupto no conoce la humildad, no se considera necesitado de ayuda y lleva una
doble vida. En 1991 le dediqué a este tema un largo artículo, publicado como un
pequeño libro, Corrupción y pecado. No hay que aceptar el estado
de corrupción como si fuera solamente un pecado más: aunque a menudo se
identifica la corrupción con el pecado, en realidad se trata de dos realidades
distintas, aunque relacionadas entre sí. El pecado, sobre todo si es reiterado,
puede llevar a la corrupción, pero no cuantitativamente —en el sentido de que
un cierto número de pecados hacen un corrupto—, sino más bien cualitativamente:
se generan costumbres que limitan la capacidad de amar y llevan a la
autosuficiencia. El corrupto se cansa de pedir perdón y acaba por creer que no
debe pedirlo más. Uno no se transforma de golpe en corrupto, hay una cuesta pronunciada
por la que se resbala y que no se identifica simplemente con una serie de
pecados. Uno puede ser un gran pecador y, a pesar de ello, puede no haber caído
en la corrupción. Mirando el Evangelio, pienso por ejemplo en las figuras de
Zaqueo, de Mateo, de la samaritana, de Nicodemo y del buen ladrón: en su
corazón pecador todos tenían algo que los salvaba de la corrupción. Estaban
abiertos al perdón, su corazón advertía su propia debilidad y ésta ha sido la
grieta que ha permitido que entrara la fuerza de Dios. El pecador, al
reconocerse como tal, de algún modo admite que aquello a lo que se adhirió, o
se adhiere, es falso. El corrupto, en cambio, oculta lo que considera su
auténtico tesoro, lo que le hace esclavo, y enmascara su vicio con la buena
educación, logrando siempre salvar las apariencias.
Aun más que
el pecado, la corrupción tiene un significativo rostro social: basta leer las
crónicas de los periódicos…
La
corrupción no es un acto, sino una condición, un estado personal y social en el
que uno se acostumbra a vivir. El corrupto está tan encerrado y saciado en la
satisfacción de su autosuficiencia que no se deja cuestionar por nada ni por
nadie. Ha construido una autoestima que se basa en actitudes fraudulentas: pasa
la vida en mitad de los atajos del oportunismo, a expensas de su propia
dignidad y de la de los demás. El corrupto tiene siempre la expresión de quien
dice: «¡No he sido yo!». La que mi abuela llamaba «cara de santurrón». El
corrupto es el que se indigna porque le roban la cartera y se lamenta por la
poca seguridad que hay en las calles, pero después engaña al Estado evadiendo
impuestos y quizá hasta despide a sus empleados cada tres meses para evitar
hacerles un contrato indefinido, o bien se aprovecha del trabajo en negro. Y
después presume incluso con los amigos de estas astucias suyas. Es el que quizá
va a misa cada domingo, pero no tiene ningún problema en aprovecharse de su
posición de poder reclamando el pago de sobornos. La corrupción hace perder el
pudor que custodia la verdad, la bondad y la belleza. El corrupto a menudo no
se da cuenta de su estado, precisamente como quien tiene mal aliento y no se da
cuenta. Y no es fácil para el corrupto salir de esta condición a través de un
remordimiento interior. Generalmente, el Señor lo salva mediante las grandes
pruebas de la vida, situaciones que no puede evitar y que rompen el caparazón
construido poco a poco, permitiendo así que entre la gracia de Dios.
Debemos
repetirlo: ¡pecadores sí, corruptos no! Pecadores sí. Como decía el publicano
en el templo, sin tener ni siquiera el valor de levantar los ojos hacia el
cielo. Pecadores sí, como Pedro se reconoció llorando amargamente tras haber
renegado de Jesús. Pecadores sí. Como tan sabiamente nos hace reconocer la
Iglesia al comienzo de la misa, cuando se nos invita a golpearnos el pecho, es
decir, a reconocernos necesitados de salvación y de misericordia. Tenemos que
rezar de una manera especial durante este Jubileo para que Dios haga mella
también en los corazones de los corruptos, otorgándoles la gracia de la
vergüenza, la gracia de reconocerse pecadores necesitados de su perdón.
Usted ha
dicho varias veces: «Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que
nos cansamos de pedirle perdón». ¿Por qué Dios no se cansa nunca de
perdonarnos?
Porque
es Dios, porque Él es misericordia, y porque la misericordia es el primer
atributo de Dios. Es el nombre de Dios.
No
hay situaciones de las que no podamos salir, no estamos condenados a hundirnos
en arenas movedizas, en las que, cuanto más nos movemos, más nos hundimos.
Jesús está allí, con la mano tendida, dispuesto a agarrarnos y a sacarnos fuera
del barro, del pecado, también del abismo del mal en que hemos caído. Tan sólo
debemos tomar conciencia de nuestro estado, ser honestos con nosotros mismos,
no lamernos las heridas. Pedir la gracia de reconocernos pecadores,
responsables de ese mal. Cuanto más nos reconocemos como necesitados, más nos avergonzamos
y nos humillamos, más pronto nos vemos invadidos por su abrazo de gracia. Jesús
nos espera, nos precede, nos tiende la mano, tiene paciencia con nosotros. Dios
es fiel.
La
misericordia será siempre más grande que cualquier pecado, nadie puede ponerle
un límite al amor de Dios cuando perdona. Basta con mirarlo a Él, basta con
levantar la mirada concentrada sobre nuestro yo y nuestras heridas y dejar al
menos una grieta a la acción de su gracia. Jesús hace milagros también con
nuestro pecado, con lo que somos, con nuestra nada, con nuestra miseria.
Pienso
en el milagro de las bodas de Caná, el primer milagro que a Jesús le fue
literalmente «arrancado» por su Madre. Jesús transformó el agua en vino, del
mejor, del más bueno. Lo hizo usando el agua de las jarras que servían para la
purificación ritual, para lavarse las propias inmundicias espirituales. El
Señor no hizo surgir el vino de la nada, sino que usó el agua de los
recipientes en que se habían «lavado» los pecados, el agua que contiene impurezas.
Realiza un milagro con lo que a nosotros nos parece impuro. Lo transforma,
haciendo evidente la afirmación de san Pablo apóstol en la Carta a los Romanos:
«Donde abundó el pecado, abundó la gracia» (5, 20).
Los
padres de la Iglesia hablan de esto. San Ambrosio, en concreto, dice: «La culpa
nos ha beneficiado más de lo que nos ha perjudicado, pues ésta ha dado ocasión
a la misericordia divina de redimirnos» (De institutione
virginis, 104). Y
también: «Dios ha preferido que hubiera más hombres que salvar y a los que
poder perdonar el pecado que tener tan sólo un único Adán que quedara libre de
culpa» (De paradiso, 47).
¿Cómo se
puede enseñar la misericordia a los niños?
Acostumbrándolos
a las historias del Evangelio, a las parábolas. Dialogando con ellos y, sobre
todo, haciéndoles experimentar la misericordia. Haciéndoles entender que en la
vida uno puede equivocarse, pero que lo importante es siempre levantarse.
Hablando de la familia, he dicho que es el hospital más cercano: cuando uno
está enfermo se cura allí, hasta que es posible. La familia es la primera
escuela de los niños, es el punto de referencia imprescindible para los
jóvenes, es el mejor asilo para los ancianos. Añado que la familia es también
la primera escuela de la misericordia, porque allí se es amado y se aprende a
amar, se es perdonado y se aprende a perdonar.
Pienso
en la mirada de una madre que se desloma trabajando para llevar a casa el pan
al hijo drogodependiente. A pesar de sus errores, lo ama.
VIII
MISERICORDIA
Y COMPASIÓN
¿Qué
diferencias y qué afinidades hay entre misericordia y compasión?
La
misericordia es divina, tiene más que ver con el juicio sobre nuestro pecado.
La compasión tiene un rostro más humano. Significa sufrir con…, sufrir juntos,
no permanecer indiferentes al dolor y al sufrimiento ajenos. Es lo que Jesús
sentía cuando veía a las multitudes que lo seguían. Había invitado a los
apóstoles, separadamente, a un lugar desierto, escribe san Marcos en su
Evangelio. La multitud los vio marcharse en una barca, entendió adónde se
dirigían y se encaminó hacia allí a pie, adelantándolos. Jesús descendió de la
barca, «vio una gran multitud, tuvo compasión de ellos, pues eran como ovejas
sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas» (6, 34).
Pensemos
en la bellísima página que describe la resurrección del hijo de la viuda de
Naín, cuando Jesús, al llegar a esa aldea de Galilea, se conmueve ante las
lágrimas de esta mujer, viuda, destruida por la pérdida de su único hijo. Le
dice: «Mujer, no llores». Escribe san Lucas: «Viéndola, al Señor le sobrevino
una gran compasión por él» (7, 13). El Dios hecho hombre se deja conmover por
la miseria humana, por nuestra necesidad, por nuestro sufrimiento. El verbo
griego que indica esta compasión es σπλαγχνι´ζομαι (splanchnízomai) y deriva de la palabra que indica las
vísceras o el útero materno. Es parecido al amor de un padre y de una madre que
se conmueven en lo más hondo por su propio hijo, es un amor visceral. Dios nos
ama de este modo con compasión y con misericordia. Jesús no mira la realidad
desde fuera, sin dejarse arañar, como si sacara una fotografía. Se deja
implicar. De esta compasión necesitamos hoy para vencer la globalización de la
indiferencia. De esta mirada necesitamos cuando nos encontramos frente a un
pobre, un marginado o un pecador. Una compasión que se alimenta de la
conciencia de que nosotros somos también pecadores.
¿Qué
afinidades y qué diferencias existen entre la misericordia de Dios y la de los
hombres?
Este
paralelismo puede hacerse con todas las virtudes y con todos los atributos de
Dios. Ir por el camino de la santidad significa vivir en presencia de Dios, ser
irreprochable, poner la otra mejilla; es decir, imitar su infinita
misericordia. «Si alguien te obliga a acompañarlo una milla, ve con él dos»
(Mateo 5, 41); «A quien te quita la capa, no le niegues la túnica» (Lucas 6,
29); «Da a quien te pida, y a quien quiera de ti un préstamo no le des la
espalda» (Mateo 5, 42). Y finalmente: «Amad a vuestros enemigos y rezad por vuestros
perseguidores» (Mateo 5, 44). Son muchas las enseñanzas del Evangelio que nos
ayudan a entender la sobreabundancia de la misericordia, la lógica de Dios.
Jesús
envía a los suyos no como titulares de un poder o como dueños de la Ley. Los
envía por el mundo pidiéndoles que vivan en la lógica del amor y de la
gratuidad. El anuncio cristiano se transmite acogiendo a quien tiene
dificultades, acogiendo al excluido, al marginado, al pecador. En los
Evangelios leemos la parábola del rey y de los invitados a la fiesta de la boda
de su hijo (Mateo 22, 1-14; Lucas 14, 15-24). Sucede que no se presentan al
banquete aquellos que habían sido invitados, es decir, los mejores súbditos,
los que se sienten bien, que prescinden de la invitación porque están demasiado
ocupados. De manera que el rey ordena a sus criados que salgan a la calle, que
vayan a los cruces de caminos y que recluten a cuantos encuentren, buenos y
malos, para que participen en el banquete.
IX
PARA
VIVIR EL JUBILEO
¿Cuáles son
las experiencias más importantes que un creyente debe vivir en el Año Santo de
la Misericordia?
Abrirse
a la misericordia de Dios, abrirse a sí mismo y a su propio corazón, permitir a
Jesús que le salga al encuentro, acercándose con confianza al confesionario. E
intentar ser misericordioso con los demás.
¿Las famosas
«obras de misericordia» de la tradición cristiana son aún válidas en este
tercer milenio, o bien hace falta revisarlas?
Son
actuales, son válidas. Quizá en algunos casos se pueden «traducir» mejor, pero
siguen siendo la base para nuestro examen de conciencia. Nos ayudan a abrirnos
a la misericordia de Dios, a pedir la gracia de entender que sin misericordia
la persona no puede hacer nada, que no puedes hacer nada y que «el mundo no
existiría», como decía la viejecita que conocí en 1992.
Miremos
en primer lugar las siete obras de misericordia corporal: dar de comer al
hambriento; dar de beber al sediento; vestir al desnudo; dar alojamiento a los
peregrinos; visitar a los enfermos; visitar a los presos y enterrar a los
muertos. Me parece que no hay mucho que explicar. Y si miramos nuestra
situación, nuestras sociedades, me parece que no faltan circunstancias y
ocasiones a nuestro alrededor. Frente al sin techo que se instala delante de
nuestra casa, al pobre que no tiene que comer, a la familia de nuestros vecinos
que no llega a fin de mes a causa de la crisis, porque el marido ha perdido el
trabajo, ¿qué debemos hacer? Frente a los inmigrantes que sobreviven a la
travesía y desembarcan en nuestras costas, ¿cómo debemos comportarnos? Frente a
los ancianos solos, abandonados, que no tienen a nadie, ¿qué debemos hacer?
Gratuitamente
hemos recibido y gratuitamente damos. Estamos llamados a servir a Jesús
crucificado en cada persona marginada. A tocar la carne de Cristo en quien ha
sido excluido, tiene hambre, sed, está desnudo, encarcelado, enfermo,
desocupado, perseguido o prófugo. Allí encontramos a nuestro Dios, allí tocamos
al Señor. Nos lo ha dicho el propio Jesús, explicando cuál será el protocolo
según el cual todos seremos juzgados: cada vez que le hayamos hecho esto al más
pequeño de nuestros hermanos, se lo habremos hecho a Él (Evangelio de san Mateo
25, 31-46).
A
las obras de misericordia corporal siguen las de misericordia espiritual:
aconsejar a los que dudan, enseñar a los ignorantes, advertir a los pecadores,
consolar a los afligidos, perdonar las ofensas, soportar pacientemente a las
personas molestas, rezar a Dios por los vivos y por los muertos. Pensemos en
las primeras cuatro obras de misericordia espiritual: ¿no tienen algo que ver,
en el fondo, con lo que hemos llamado «el apostolado de la oreja»? Acercarse,
saber escuchar, aconsejar y enseñar sobre todo con nuestro testimonio. Al
acoger al marginado que tiene el cuerpo herido, y al acoger al pecador con el
alma herida, se juega nuestra credibilidad como cristianos. Recordemos siempre
las palabras de san Juan de la Cruz: «En la noche de la vida, seremos juzgados
en función del amor».
Tomado de: https://webcache.googleusercontent.com/search?q=cache:jW4-IwwSA1YJ:https://rsanzcarrera.files.wordpress.com/2016/02/el-nombre-de-dios-es-misericordia.docx+&cd=2&hl=es-419&ct=clnk&gl=pe