domingo, 15 de enero de 2012

2. LOS LIBROS DE LA BIBLIA SON PALABRA DE DIOS

2. LOS LIBROS DE LA BIBLIA SON PALABRA DE DIOS[1].

La Biblia conserva y transmite la Revelación de Dios, destinada a los hombres de todos los tiempos. Podríamos decir que la Revelación es a la Sagrada  Escritura lo que el suceso es a la noticia que lo da a conocer. El antiguo y el nuevo  Israel consideraron  Palabra de Dios no sólo la Revelación (historia y palabra), sino también su noticia escrita, el Libro Sagrado. La  Biblia no es sólo la  relación por muy fiel que sea, de la Palabras de Dios, ni únicamente contiene la revelación realizada por Dios con su palabra y acciones salvíficas, ni que es realmente Palabra de Dios. Ahora pretendemos verificar este asunto, tanto para el N.T. haciendo un recorrido a través de los grandes complejos literarios en los que ha ido condensándose la revelación bíblica.

            2.1. Antiguo Testamento

                        2.1.1. La Ley de Dios (La Torah)

Israel siempre consideró la  Torah como algo divino, ya que fue dada por Dios y transmitida por Moisés.  Poco a poco la Ley se fue poniendo por escrito a lo largo de diversas épocas y haciendo sus correspondientes adaptaciones al momento, de manera que casi de una manera automática apareció como la expresión codificada de la  Voluntad de Dios y como un transunto de su Transcendencia.

                                   a) El documento del “pacto sinaítico”.

Dios pronuncia sus Palabras (Ex 20, 1 ss):  Moisés refiere al pueblo “todas las palabras del Señor y todas las normas” (Ex 24, 3), y las escribe (24, 4); coge después “el libro  de la Alianza y lo lee en presencia del pueblo” y el pueblo responde: “todo cuanto el Señor ha ordenado, nosotros lo haremos” (24, 7). Lo mismo sucede con la narración Yahvista de la Alianza sinaítica (renovación de la Alianza por su redactor final): cf. Ex 34, 27-28. Mediante la lectura y escucha de la Ley, Israel se coloca, con una fe obediente, frente a la misma Palabra de  Dios. Cuando la Torah ha cobrado, después del exilio, la actual extensión literaria del Pentateuco, Israel entrará en contacto con Dios a través de la lectura y escucha de esas páginas: cf. Ex 8, 1-15; 9, 33-36; 10,1-30.

                                   b) La carta constitucional del Rey.

El libro de la Ley, descubierto bajo el reinado del Rey Josías durante los trabajos de restauración del Templo de Jerusalén, es el origen y la fuente de inspiración de una radical reforma religiosa (cf. 2 R 22-23).  Se trata probablemente de la sección legislativa del Dt 12-26 (véase cap 5, 3), de aquella “copia de la Ley” de la cual leemos en Dt 17, 18-20): “Cuando (el rey) se siente sobre el trono real, escribirá para su uso en un libro una copia de esta ley según el ejemplar de los sacerdotes levíticos.  La tendrá junto a sí todos los días de su vida para  aprender a temer al  Señor su  Dios, a observar todas las palabras de esta ley y todos sus mandamientos”. Asimismo las familias  de los israelitas deberán buscar en los preceptos y en la Ley escrita el alimento cotidiano por medio de la fe y de la fidelidad a la Alianza (cf. Dt 6, 6-9; 11 , 18-20). En el Deuteronomio “la Palabra” o “las palabras” no designan ya la palabra pronunciada por  Dios, sino la palabra escrita: “La ley se considera como la expresión codificada de la Revelación divina, a la que está prohibido sustraerle o añadirle nada (cf. Dt 4, 2; 13, 1). Esta noción es ya la del libro sagrado, que se desarrolla después del exilio y que acaba por englobar no sólo a la Ley sino también a los libros en los cuales se conservaban  los discursos de los profetas, y ulteriormente los de los  Sabios[2]

                                   c) Exaltación de la Ley.

Leamos finalmente el Sal 119, verdadero monumento de la exaltación de la Ley del Señor. El autor de este Salmo post-exílico conoce ya el Pentateuco, al que parece referirse de forma especial.  El autor exalta la Ley, pero al mismo tiempo exalta la Escritura.  El Salmo 119 salmo “alfabético” se compone de veintidós estrofas, tantas cuantas letras tiene el alfabeto hebreo y según su orden. Podría pensarse en una especie de  personalidad de la Ley escrita, si no fuera porque los diversos sustantivos que indican la Ley van acompañados de un posesivo: Tu Ley, Tu palabra, Tus mandamientos ... En todo caso, en determinados momentos, la ley pasa ocupar el lugar de Dios; es alabada por sí misma: aquel “No me ocultes tu Rostro” (Sal 27, 9; 44, 25); en el v 24 los dictámenes” están personificados: “tu dictámenes  hacen mis delicias, personas de buen consejos” (literal); la Ley es por sí misma capaz de milagros, de maravillas” (vv. 18, 27. 129).  El salmista tiene, por lo tanto, frente a sí el libro de la Torah pero no como algo impersonal.  El salmista dialoga con Dios mismo que habla y se revela en la Torah; el salmista profesa la Ley escrita como Palabra de Dios.

                        2.1.2. Los libros de los profetas.

El profeta de  Israel es esencialmente el que comunica al pueblo un mensaje de partes de Dios, como lo ponen de manifiesto las fórmulas proféticas : “Vino sobre mí la palabra del Señor”, “la palabra del  Señor que recibió el profeta...” “Escuchen la palabra del Señor”, “Así habla el Señor”, “Oráculo del Señor”. El profeta es “la boca de Dios” (Jer 15, 19), es “el hombre de Dios” (1  Sm 2, 27), de manera que no se distingue entre la palabra de  Dios y la del profeta: “los israelitas no quieren escucharte, porque no quieren escucharme” (Ez 3, 7); “Yo les envié a mis siervos, los profetas siempre y sin tardanza, pero ellos no me escucharon y no me prestaron oídos” (Jr 7, 25-26). Cuando los oráculos de los profetas se ponen por escrito, a veces por el mismo profeta (Cf.  Is 8, 16; 30, 8; Ha 2,  2; Jr 36, 4. 32; 45, 1; 51, 60), el libro de las profecías llega consecuentemente a participar de la transcendencia del mensaje oral: puede ser llamado. El Libro del  Señor, que en Is 34, 16 designa probablemente una primera recopilación de los oráculos del profeta. A este respecto hay dos textos particularmente significativos.

                                   a) El rollo de Jeremías quemado (Jer 36).

El Señor ordena a Jeremías que escriba en un rollo los oráculos pronunciados hasta entonces. Se los dicta a sus secretarios Baruc, quien va a leerlos públicamente en el Templo de  Jerusalén. El impío rey  Joaquín advertido, mandó secuestrar el rollo y sentado en el palacio de invierno frente al brasero encendido, empezó a rasgar con un estilete de escriba todo el rollo, quemándolo trozo a trozo. Las palabras escritas por  Jeremías son “palabras del  Señor” (vv. 6.8.11); la destrucción del rollo por parte del rey es interpretada por el profeta como un delito contra la palabra de  Dios, que se va a sumar a las iniquidades precedentes (vv. 27-31) por las cuales el profeta preanunció la invasión babilónica.  El rollo vuelve a ser escrito (v. 32); la palabra escrita por el profeta, por ser Palabra de Dios, no debe permitirse que se pierda.



                                   b) El rollo comido (Ez 2,3-3,11)

Es conveniente que el lector ponga en parangón la vocación de  Ezequiel con la análoga de Jeremías (Jr 1 ). Jeremías ve acercarse al  Señor quien “extiende la mano, le toca la boca y le dice:  He aquí que pongo mis palabras en tu boca” (Jr 1, 9).  Jeremías es llamado por  Dios “mi boca” (Jr 15, 19).  En Ezequiel, en cambio, leamos: “Yo miré y he aquí  que una mano extendida hacia mí tenía un rollo. Lo desenrolló delante de mí; estaba escrito por dentro y por fuera...  Me dijo: Hijo del hombre, come esto que tienes delante, come este rollo, después ve y habla a la casa de  Israel... Yo lo comí y fue para mí boca dulce como la miel. Después él me dijo: Hijo del hombre, ve acércate a los israelitas y refiéreles mis palabras.....” (Ez 2, 9-3, 4). El rollo comido por  Ezequiel es un signo inequívoco de hasta qué punto estaba enraizado en aquel tiempo el convencimiento de que no sólo el oráculo del profeta, sino también el libro - el oráculo escrito - era Palabra de  Dios.

Así resulta lógico a todas luces que la tradición Judá haya puesto a los diversos libros  de los profetas el título: “Palabra de Dios dirigida a ....” Oseas (1,1), Jeremías (1,1-2); Miqueas (1,1), Joel (1,1), Sofonías (1,1). Este título establece una igualdad entre la Palabra escrita del profeta y la Palabra de  Dios. Con la fijación por escrito, el poder de la palabra divina de los profetas, fue en cierto modo atrapada y hecha eficaz para los hombres de todos los tiempos. Isaías ve dentro de esta perspectiva la necesidad  de poner por escrito su profecía: después de haber dirigido inútilmente la Palabra de  Dios a los hombres de su tiempo, vuelve a casa a escribir su relato “para que quede para el futuro como testimonio perenne” (Is 30, 8)

            2.1.3. La literatura sapiencial

Hacia finales del S. II a  C. Junto a la Torah y a lo Profetas[3] se menciona un tercer grupo de Libros, considerados igualmente importantes para la formación espiritual y moral de Israel, que el traductor griego del libro del Sirácida (o  Eclesiástico), en su Prólogo, los designa simplemente con el título genérico: los otros escritos sucesivos (vv. 1-2), los otros libros de nuestros Padres (vv. 8-9). Este tercer grupo comprende textos de carácter muy diverso (ver cap 5), pero el género literario que prevalece es el género sapiencial, en el que pueden agruparse en medio de su diversidad. Job muchos salmos, Proverbios, Eclesiastés, Eclesiástico y  Sabiduría.

No es éste el lugar oportuno para afrontar el complejo problema de la Sabiduría en  Israel y el de su género literario[4]

                        2.1.4. Los libros sagrados

                                   a) Para el judaísmo bíblico y extrabíblico

De esta manera se va formando en el Israel post-exílico el convencimiento de poseer una recopilación de Los Libros (2  Mac 2, 13). Los Libros sagrados (1 Mac 12, 9) o simplemente el Libro Sagrado (2  Mac 8, 23).  La fe del judaísmo en esta colección de libros, muy distintos de otros libros y llamados precisamente “libros sagrados”, está tan enraizada que, según Mishná (Jadajim 3, 5 c) “todas las Escrituras vuelven impuras las manos”, por ser “escritos sagrados (Kithe ha-qodesh); por el mismo motivo es lícito salvar de un incendio en día de sábado a “todas las sagradas escrituras” (Sabbat 16, 1). Flavio Josefo y  Filón de Alejandría llaman a los escritos bíblicos, y no sólo al Pentateuco, “los libros sagrados”, “las sagradas escrituras”.

                                   b) Para Jesús y la Iglesia Primitiva.

Jesús y la  Iglesia primitiva han hecho propia la concepción que de los libros del  A.T. tenía la Sinagoga.

- Con un sencillo: “Está escrito” es decir, citando un pasaje del A.T. Jesús cierra cualquier discusión (Mt 4, 4-10), o reclama una autoridad indiscutible (Mt 21, 13).  La escritura, juntamente con su Padre, con sus milagros  y el Bautista, dan testimonio de la persona y de la obra de  Jesús (Jn 5, 31-40). Para Jesús, “La Palabra de  Dios” (escrita) no puede ser anulada (Jn 10, 35).

- La fórmula “A fin de que se cumpliese la Escritura” ( u otra semejante) usada por los evangelista (Jn 19, 28 etc) y por Pedro (Hch 1, 16); las discusiones de Pablo con los judíos sobre la base de la Escritura (Hch 17, 2 ss) “para ver si las cosas eran realmente así” (Hch 17, 11): son todas ellas señales de su convicción de que los escritos del A.T. constituyen una realidad irrefutable a la que nadie puede sustraerse.  Para Pablo “los escritos sagrados” del A.T. (Rom 1, 2) son el medio por el que nos llega el consuelo y la esperanza provenientes, de  Dios (Rom 15,  4ss), nos revelan el plan divino de la salvación (Rom 16,  25 ss);  nos anuncian a Cristo (1 Cor 15, 3; Rom 1, 2), son “la voz de Dios” (Rom 11, 4).

-  Particularmente es digna de atención la fórmula, frecuentemente en los escritos del N.T. y con referencia al A.T.: “Dice la Escritura. En el empleo helénico del vergo  Legein (= decir), jamás se usa en relación con la expresión escrita del pensamiento; su uso se limita siempre a la expresión hablada. El neologismo del griego del N.T. traducción de la expresión ha-katub (la  Escritura Dice), combina dos conceptos antitéticos; palabra oral y palabra escrita. “La Escritura es por lo tanto a un mismo tiempo  palabra oral y escrita. El Dios viviente habla, y su palabra, una vez pronunciada, se hace escritura para ser oída por los hombres de todos los tiempos”.

            2.2. El Nuevo Testamento.

En el  N.T. asistimos al mismo fenómeno que hemos hallado en la conciencia del antiguo Israel. No solamente se da el paso espontáneo de la palabra hablada a la palabra escrita, sino que está última asume el mismo valor, la misma autoridad vinculante que la predicación oral. Así, dado que ya existe la Escritura del  A.T. que es Palabra de  Dios, la memoria escrita del Nuevo Israel va a completar las Antiguas  Escrituras, participando de su misma autoridad divina. Verifiquemos este asunto por medio de los Evangelios y los escritos apostólicos.

                        2.2.1. Los Evangelios.

Jesús habla con una seguridad inaudita. De la crítica, realmente severísima que se ha llevado a cabo acerca de “Jesús y la conciencia de la propia misión” sobre la base de “ipsissima verba Jesu”, un dato aparece con toda certeza; Jesús tuvo una conciencia clara de ser el portador definitivo de la Revelación y de la salvación y como tal habló y actuó. Él es el comienzo de una nueva tradición (véase cap 4, 3 a).  Realmente, como hemos dicho más arriba,  Jesús cita el A.T. y reconoce su autoridad; pero es que además se pone incluso por encima de él. Jesús dice que sí mismo: “Aquí está uno que es más grande que el Templo” (Mt 12, 6), “quien es más que Jonás” (Mt 12, 41), “quien es más que Salomón” (Mt 12, 42).  Por si esto no basta, frente a la ley mosaica, base y fundamento de todo el hebraísmo, se atrevió a oponer su más alta autoridad: “Han oído que se dijo...¡Mas yo les digo!”.  A propósito de la seis antítesis del Sermón del  Monte (Mt 5, 22, 48).  J. Jeremías escribe: “Quien pronuncia el ego de lego hymin (= pero yo les digo) de la antítesis, se presenta no sólo como el legítimo interprete de la Torah (...) sino que tiene la audacia, única y revolucionaria de colocarse en contraste con la Torah[5]. Asimismo “no tiene paralelo en el ambiente de Jesús y por lo tanto resulta sorprendente para sus contemporáneos, el ego (= yo ) unido a una conciencia de que está hablando con autoridad (cfr Mc 1, 27), usado imperativamente en las curaciones (Mc 9, 25; 2, 11) en las palabras con las que envía a la misión (Mt 10, 16) y en las expresiones de consuelo (Lc 22, 52).  Este Ego va unido al Amén y por eso habla con completa autoridad (...) sostiene que en el juicio final la salvación se decide en función de su reconocimiento (Mt 10, 32 ss y paralelo)”.

Ningún Maestro de la Ley habla de esta forma : se limita a explicar lo que Dios ha dicho en los tiempos antiguos: Jesús habla “como quien tiene autoridad y no como los escribas” (Mc 1, 22) .  De esta manera no ha hablado nunca ningún profeta: ellos no hacían más que transmitir la Palabra de Dios, diciendo: “Así dice Dios...”. La Palabra de Dios no es algo que le viene a Jesús desde fuera,  como sorprendiéndole tal como sucedía a los profetas. Aquel: “Pero yo les digo” pone de manifiesto que su misión reveladora se funda sobre una clara identidad bien definida entre la persona de Jesús y la Palabra de Dios. Así puede hablar únicamente quien afirma de Sí, en virtud de su propia autoridad, que anuncia de manera definitiva la voluntad de  Dios.

Por lo tanto, cuando la Iglesia ve en  Jesús el “Sí a todas las promesas de Dios” (2 Cor 1, 20), la última y definitiva Palabra de Dios a los hombres (Hb 1, 1-2) más aún, “La Palabra de  Dios que se ha hecho carne y que ha plantado su tienda entre los hombres” (Jn 1, 14), ciertamente no está cometiendo ninguna extrapolación. Se trata únicamente de una formulación perfectamente coherente con lo que ya existía  en la conciencia mesiánica de Jesús y que El mismo había ya manifestado.

                                   a) Jesús es la revelación definitiva del Dios.

Jesús habla con una seguridad inaudita. Jesús tuvo clara conciencia de ser el portador definitivo de la revelación y de la salvación y como tal habló y actuó. Es el comienzo de una nueva tradición. Jesús cita y usa el AT y reconoce su autoridad; pero se pone por encima de él. Dice de sí mismo: “Aquí hay uno que es más grande que el Templo” (Mt 12,6 Cfr. 12,41.42). Se atrevió incluso a ponerse por encima de la Ley mosaica “Han oído que se dijo... pero yo les digo”.

Ningún maestro de la ley se atreve hablar como habla Jesús: se limita sólo a explicar lo que Dios ha dicho en los tiempos antiguos; Jesús habla como quien tiene autoridad y no como los escribas ” (Mc 1,22).  La Palabra de Dios no le viene a Jesús de fuera, como sorprendiéndole. Hay en él una clara identidad entre su persona y la Palabra de Dios.

Por ello cuando la Iglesia primitiva ve en Jesús el “Sí de todas las promesas de Dios” (2Cor 1,20), la última y definitiva Palabra de Dios a los hombres (Hb 1,1-2), más aún, la Palabra de Dios que se ha hecho carne y que ha plantado su tienda entre nosotros (Jn 1,14), ciertamente no está cometiendo ninguna extrapolación. Se trata únicamente de una formulación perfectamente coherente con lo que ya existía en la conciencia mesiánica de Jesús y que él mismo había ya manifestado.

                                   b) Los evangelios son Palabra de Dios.

Cuando la predicación de Jesús y  su obra de salvación “todo aquello que Jesús hizo y enseño hasta el día en que subió a los cielos” (Hch 1, 1-2) se convirtió en  Palabra escrita en los Evangelios, lo mismo que sucedió de forma espontánea con el A.T. saltó en la Iglesia primitiva, de manera cuasi automática, la conciencia de poseer, encarnada en un libro, la definitiva Palabra de Dios que en la persona de Jesucristo se había hecho presente. “El anuncio de la Buena Nueva (Evangelio) del Mesías Jesús” (Hch 5, 42) que “es poder de  Dios para la salvación de cuantos creen” (Rm 1, 16), se convertía ahora en Evangelio escrito: “Comienzo del Evangelio de Jesucristo Hijo de  Dios...” (Mc 1, 1).

 La Iglesia apostólica pone junto a los escritos del A.T. que ella considera - como lo hemos visto - “Las Sagradas Escrituras”, algunos de sus escritos, comenzando por los Evangelios, porque tienen el mismo carácter divino que los primeros. Esto parece reflejarse en 1 Tm 5, 18 que cita de forma espontánea como Escrituras un texto del A.T. y un dicho de Jesús sacado del Evangelio de  S. Lucas: “Los Presbíteros que desempeñan bien la presidencia sean tratados con doble honor, especialmente quienes se han fatigado en la predicación y en la enseñanza.  Pues como dice la Escritura: No pondrás bozal al buey que trilla (Dt 25, 4) y el trabajador tiene derecho a su salario” (Lc 10, 7).
           
                        2.2.2. Los escritos apostólicos

                                    a) La predicación de los apóstoles.

Los apóstoles fortalecidos con la autoridad que emanaba de la misión que les fue encomendada por el Jesús histórico y por Cristo resucitado, anuncian el  Evangelio de la salvación con clara conciencia de ser los medidores humanos de la definitiva Palabra de Dios, revelada y realizada por Jesucristo. En “la Palabra de  Dios” (Hch 4, 29-31), “La Palabra del Señor Jesús” (Hch 8, 25) la que ellos predican por doquier “sin desfallecer” (Hch 4, 31), a judíos y gentiles.  De esta Palabra ellos “dan servicio y testimonio” (Hch 6, 4; 8, 25); y la acción misionera de los apóstoles y de sus colaboradores, que  consta, como la de Jesús de acciones y palabras , provoca el crecimiento de la Iglesia, que S. Lucas, describe en los Hechos sencillamente como “crecimiento de la Palabra” (Hch 6, 7; 12, 24; 14, 20).

De esta manera se realiza una importante integración de cuantos hemos dicho hasta el momento. Dios no solamente ha pronunciado en Cristo su Palabra última y definitiva.  El también la pronuncia cuando  Cristo es anunciado en la predicación apostólica: mejor aún, Dios continúa en la predicación apostólica proclamando su  Palabra, la misma que Dios pronunció en  Cristo Jesús.  Así es como Pablo puede escribir: “Por esto precisamente también nosotros damos gracias a Dios continuamente porque habiendo recibido de nosotros la palabra divina de la predicación la han escuchado, no como palabra de hombres, sino realmente, como Palabra de Dios, que obra en ustedes los creyentes” (1 Tts 2, 13).

                                   b) Los escritos de los apóstoles.

A través de Pablo, habla y actúa con poder Cristo Jesús (Cfr 2 Co 13, 3) la fe y la salvación no provienen sino de escuchar la palabra del apóstol (Rm 10, 17). Pero la misma autoridad vinculante es atribuida por Pablo a la forma escrita de la predicación: “Así pues, hermanos, manténganse firmes y aténganse rigurosamente a la tradición que han recibido sea de viva voz o por las cartas que les he escrito” (2  Tes 2, 15; cfr 1 Tm 1, 18; 4, 11).  A la carta de  Pablo se debe obediente (2 Ts 3, 14), como si hablase de viva voz; todos los creyentes de la comunidad deberán leerla ( 1 Ts 5, 27); a veces algunas de ellas está concebida como carta “circular” que debe ser transmitida a la comunidades vecinas  (Col 4, 16).

Así pues, no es de maravillar que las cartas de Pablo se equiparen simplemente a los otros pasajes de la Sagrada Escritura: “Por eso, carísimos, en la espera de estos sucesos, traten de mantenerse sin mancha irreprensible, delante de Dios, en paz.  Consideren la magnanimidad de nuestro  Señor como salvación, como también nuestro amado hermano Pablo les escribió, conforme a la sabiduría que a él fue concebida. Así lo manifiesta él en todas sus cartas,  en las que trata estas cosas. En las cuales hay algunos puntos de difícil inteligencia y los ignorantes e incultos los tergiversan, lo mismo que las demás Escrituras para su propia perdición” (2 P 3, 14-16).  Las cartas de S. Pablo y los escritos del A.T. están colocados, en la conciencia de la Iglesia primitiva, en el mismo plano: son “Sagrada Escritura”. Lo mismo hará el autor del Apocalipsis .  Si él amenaza a quien se atreva añadir o quitar cualquier cosa a las palabras de su libro profético (Ap 22, 18-19), quiere decir que le atribuye la misma autoridad que se atribuía a los escritos de los antiguos profetas.  También el  Apocalipsis es Sagrada Escritura, a la que nada se puede añadir o quitar (cf. Dt 4, 2).

Conclusión

Así pues, tanto para el antiguo como para el nuevo Israel las Sagradas Escrituras, no sólo contienen la Palabra de  Dios, aquella Palabra que Dios en diversos momentos y modos dirigió a los hombres mediante sus mensajeros, el último de los cuales fue su Hijo Jesucristo (cfr Hb 1, 1-2), sino que son ellas mismas Palabra de  Dios: “Dios hablaba y continúa hablando y obrando en un eterno por medio de libro[6]

Cuestionario


1-      ¿Por qué afirmamos que los libros de la Biblia son Palabra de Dios?
2-      ¿Por qué Israel consideró la Toráh como algo divino?
3-      ¿Cuál es la actitud de Israel ante la Palabra de Dios?

4-      ¿Qué hace el Salmo 119?
5-      Que es lo que comunica el profeta de Israel al pueblo?
6-      ¿Qué opinas del rollo de Jeremías quemado?
7-      ¿Y del rollo comido?
8-      La actitud de Jesús y la Iglesia primitiva ante los Libros Sagrados
9-      ¿Por qué afirmamos que en el NT asistimos al fenómeno de conciencia del antiguo israel ante la Palabra de Dios?
10-   ¿Por qué Jesús es la revelación definitiva de Dios?
11-  ¿ Por qué afirmamos que los evangelios son Palabra de Dios?
12-  ¿Qué decir de los escritos apostólicos (La predicación de los apóstoles y los escritos de los apóstoles?.

R.P. Roland Vicente Castro Juárez


[1] Tomado de Valerio MANNUCI, La Biblia como palabra de Dios. Introducción General a la Sagrada Escritura, DDB, Bilbao 1995 (3ra edición), 109-118.
[2] P. Van IMSCHOOT, Théologie de l´Ancien  Testament,  tom. I Descleé, Tournai 1954, pág 205.
[3] Por lo que concierne a los llamados “libros históricos” es decir, a la “historia deuteronomística”, que comprende Jos, Jue 1 y 2 Re (Véase cap 5), es significativo que la tradición judaica los considere en el conjunto y narrada como el lugar y el tiempo en los que Dios se ha revelado, actuado, hablando, castigado, salvado. Por eso, más que de libros “históricos” se trata de libros “proféticos”: testimonio, por una parte, de la intervención de Dios, y por otra, de la fe y de la esperanza de un pueblo llamado por  Dios a una misión en medio de todos los demás pueblos. En ellos se fue condensando la misma Palabra de  Dios, creadora de Historia, para que la Palabra de Dios escrita serviría de amaestramiento a las futuras generaciones.
[4]  Cfr. G. VON RAD, La Sabiduría  en  Israel,  Fax Madrid 1973.
[5] Cf. Jeremías, Teología del N.T. Sígueme  Salamanca 1977,  I La Predicación de Jesús pp 291 - 296.
[6]  A. MARANGON o.c. pág 44.
y'>[8] Pentateuco (cinco vasijas) refleja el antiguo uso de escribir los textos extensos, no en libros, sino el rollos de papiros o piel, guardándolos en sus respectivas vasijas. Como un rollo sólo se puede manejar dentro de ciertos límites de volúmen, fue preciso parcializar la obra total. Parece que esta división fue relatívamente primitiva; se encuentra ya en los Setenta, la versión griega del AT (siglo III a.C.) y dio origen posteriormente a la división del salterio en otros cinco libros; cf.  SCHMIDT, Werner H.; Introducción al Antiguo Testamento, Sígueme, Salamanca 1990 (Edición alemana 1978), 62.
[9] BAGOT- DUBS, O.c. pags 17-26