domingo, 15 de enero de 2012

EL DESIERTO DE JUDÁ, DESIERTO HABITADO


EL DESIERTO DE JUDÁ, DESIERTO HABITADO


Durante el prolongado verano el paisaje al este de Jerusalén se presenta áspero, reseco, tórrido, como de colinas calcinadas por el sol oriental y roídas por una erosión secular, sedientas de agua, sin el arraigo, el alivio y la sombra de una sola planta mayor. Predominan a lo lejos los tonos rojizos y de cerca los rosáceos y blancuzcos. Un punto negro que se mueve señala una cabra pastando, y uno mayor inmóvil, la tienda de beduinos tejida con pelo del mismo animal. Imposible parecería a primera vista dar con un establecimiento humano estable y formal.

El macho cabrío despeñado en el desierto

Sin embargo, aquí las señales de vida son tan permanentes como los episodios y las historias del Viejo o del Nuevo Testamento que presenciaron y evocan. Entre los salientes al sur del mesón del Buen Samaritano, destaca el llamado Zuk en hebreo, el Muntar de los 520 metros que en días despejados permite divisar las fortalezas del Herodiun al SO, del Alexandreiun al NE., del Hircaniun por delante. Hasta su cima era arrastrado el chivo expiatorio en el día del Yom Kippur, el de la Expiación de Israel: "Hecha la expiación del santuario... presentará el macho cabrío vivo; pondrá Aarón sus dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo, confesará sobre él todas sus culpas, todas las iniquidades de los hijos de Israel y todas las transgresiones con que han pecado y los echará sobre la cabeza del macho cabrío, y lo mandará al desierto por medio de un hombre designado para ello. El macho cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos a tierra inhabitada, y el que lo lleve lo dejará en el desierto" (Lv 16,20-22).

"¡Lleva nuestros pecados y desaparece!" le gritaban los fieles cuando le arrastraban fuera de Jerusalén. Los de la comitiva disponían de agua y de alimentos en los diez puestos o hitos del trayecto. Llegados a la altura de Muntar, empujaban al macho cabrío y lo despeñaban. La Mishná refiere que antes de alcanzar la mitad de la pendiente estaba destrozado.

Siglos después y dentro ya de la Era Cristiana, la emperatriz Eudoxia levantaría sobre igual altura la torre que facilitaría aquellos coloquios con S. Eutimio por los cuales ella se reintegraría a la fe del Concilio de Calcedonia, el del 451. De esa misma torre se serviría otra lumbrera del desierto, S. Sabas, para construir el cenobio que en el año 510 confió a su discípulo Juan Escolanos. Una hoguera retransmitía desde el Muntar a los eremitorios y lauras circundantes el anuncio que otra proclamaba en el Olivete: ¡Cristo ha resucitado!

"Flores de Cristo" pueblan el desierto de Judea

Porque, ¿quién lo esperaría?, el Señor convertirla lo escabroso en llano, la tiniebla en luz, guiando a los ciegos por senderos que ignoran, por caminos que no conocen (Is 47,16). El inhóspito desierto de Judá se puebla a partir del momento en que el cristianismo emerge de las catacumbas y antes incluso. Dícese que S. Hilarión, nacido en Gaza, fundó el primer eremitorio de Palestina allá por el 311, cuando él contaba 21 años. Lauras y monasterios fueron precedidos por anacoretas como el penitente de Ain Fara, S. Jaritón, antes de que, con la paz de Constantino, erigiera esa laura - nominalmente "desfiladero", barranco-, 14 kms al NE. de Jerusalén, y después la de Duka, sobre el Monte de las Tentaciones, y la de Suka, al oriente de Tecoa, la patria de Amós.

La penetración en el desierto de Judá seguirá los cauces accidentados y estrechos de los wadis y la efectuarán de norte a sur y de oeste a este, primero Eutimio, Teotisto y sus discípulos y después Sabas, Teodosio y los suyos. Diez mil anacoretas y cenobitas se concentraron en Jerusalén para testimoniar ante el Patriarca Juan su fe calcedonense. Siete años más tarde, en el 523, fallecería S. Sabas a los 93 años de edad, archimandrita de todas las lauras y "luz de toda la Tierra Santa", además del "más fuerte baluarte de la fe católica" en ella. Por dos veces compareció en la corte imperial de Constantinopla, una para defender la ortodoxia ante el emperador Anastasio, otra para conseguir del emperador Justiniano la exención de impuestos a los súbditos de Palestina arruinados por el levantamiento de los samaritanos. El fue quien más contribuyó a poblar de penitentes las soledades de Judea: "Si de veras quieres hacer del desierto una ciudad, quédate aquí". Las "flores de Cristo" que según S. Jerónimo constelaban en sus días todo el desierto, se propagarán y agrupadas serán jardines en los torrentes y en los valles, en las estepas y en las fortalezas.

Lauras y monasterios de ayer y de hoy

La laura que S. Eutimio fundó en el año 428, auxiliado por la tribu árabe y nómada de Sahel a la que convirtió, fue desenterrada quince siglos más tarde, entre 1928 y 1929. Queda entre Khan el-Hatrur y el saliente del Muntar y se la denomina Khan el Ahmar o del Buen Samaritano. Convertida en cenobio o monasterio para el año 481, y desempeñada esa misión con los que entonces descendían al Jordán, ha encontrado otro buen samaritano en el Ministerio de Cultos de Israel. Éste fue quien libró los restos del monasterio de Eutimio, ya "in extremis" cuando lo tenían entre sus garras las excavadoras de una fábrica de plásticos. Más tarde, en 1979, los restos óseos de varios centenares de monjes víctimas de los persas en la invasión del 614, fueron descubiertos en una cripta subterránea por el arqueólogo griego Yonnis Namaris.

Más afortunada ha sido la laura de Koziba fundada en el 470 por 5. Juan de Tebas, el Kozibita. Adosada a las paredes maestras, a los ciclópeos muros del wadi Kelt, con un pequeño oasis de verdor a sus plantas, fue reconstruida y habitada a partir de 1878 por monjes del Patriarcado Griego Ortodoxo de Jerusalén. A este lugar, cercano a la Jericó herodiana, se adscribió desde antiguo, la memoria de 5. Joaquín, padre de la Virgen. La iglesita de la Theotocos o Madre de Dios de Koziba será una de las más antiguas con esa advocación.

Al igual que este cenobio, los de S. Teodosio y de S. Sabas, en el paralelo de Belén, mantienen vigente la extraordinaria atracción monacal del desierto de Judá. El primero reunió en vida del fundador más de 400 monjes de procedencias y lenguas diversas. Hoy es como una pincelada de arte y de color en los umbrales del desierto. Venera el sepulcro del santo fundador en la gruta inicial, la que según tradición que justificó Teodosio de Petra, su biógrafo, sirvió de refugio a los magos cuando regresaron a Oriente.

Es más roqueña y está mucho más fortificada, la Gran Laura que S. Sabas edificó por el año 483 sobre el flanco occidental del torrente Cedrón, perseverante hasta el día de hoy. Algunas de sus dependencias, excavadas parcialmente en la roca, se elevan 150 m. por encima del torrente. Fortín de la piedad oriental, ofrece insoslayablemente las trazas de un baluarte singular. Relicarios de acendrada devoción son la celda y el sepulcro de 5. Juan Damasceno. El Sto. Tomás de Aquino del Oriente fue monje en este monasterio y en él falleció el 4 de diciembre del año 749. Los restos de S. Sabas, restituidos por Venecia, descansan desde octubre de 1965 en un altar de la capilla principal de esta Laura Madre, presidida por él durante medio siglo.

Una visita a cualquiera de los treinta cenobios identificados, más una ojeada a los Evangelios, bastan para sentirse tan centrados como, pongamos por caso, en las recién restauradas ruinas de Corozaín. Los eremitas cristianos afrontaron espontáneamente aquella espada del desierto (Lam 5,9) que curtió al pueblo de Dios.

El "Desierto", término evangélico

Nadie como ellos siguieron y honraron los pasos de Jesús por el desierto. Es término con entidad evangélica propia, que en singular y en plural, como substantivo o adjetivo, aparece no menos de 34 veces en el Evangelio. Incluso los desiertos del Sinaí y de la Arabia Pétrea obtienen sus menciones. El primero al invocar en Cafarnaún los interlocutores de Jesús y Jesús mismo, el maná que los padres comieron en el desierto (Jn 6,31.49). El segundo al emplear Jesús como antitipo de sí mismo la serpiente de bronce alzada por Moisés en el desierto (Jn 3,14-15). Prescindiendo de los espacios desiertos cercanos a Cafarnaún y a otros poblados de Galilea, Jesús, los Apóstoles y las muchedumbres que les seguían se dirigieron varias veces a los lugares desiertos no cultivados y no habitados, sitos en la banda oriental del Lago de Tiberíades.

Ya en Judea, quedan al suroeste de Jerusalén "Los desiertos en que vivió (Juan Bautista) hasta el día de su manifestación a Israel"(Lc 1,80). Se trata de lugares solitarios, empinados, elegidos por el Precursor y no alejados de Aim Karem. En ellos le 'fue dirigida la palabra de Dios" (Lc 3,2) para proclamar la llegada del Reino desde otras zonas desérticas, esto es, no habitadas permanentemente y situadas al oriente, tras el pasillo verde del Jordán, más allá del palmeral de Jericó y más acá de las dunas movedizas por encima del Mar Muerto.

El desierto evangélico lo constituyen propiamente los cientos, los miles, de colinas entrelazadas en el páramo estepario erosionado, agrietado, desolado, estéril, vasto. Descienden de los montes de Judea a las vegas del Jordán y se prolongan desde las alturas de Efrén hasta perderse después de Dimona en el Neguev. Se le calculan unos 80km. de N. a 5. y de 20 a 25 de E. a O. Mateo nombra expresamente a este desierto y el cuarto evangelista concreta la región septentrional que lo limita (Mt 3,1; Jn 11,54).

Un buen número de referencias evangélicas a estas olas petrificadas por la insolación y la aridez, corresponden a los asomos últimos de este peculiarísimo páramo al Valle del Jordán. En general, el desierto de Jesús coincide con el de Judá. A éste se dirigió, "conducido por el Espíritu para ser tentado por el diablo" (Mt 4,1). En él permaneció durante "cuarenta días". A él habrá de retirarse al ser perseguido a muerte, igual que lo fueran Moisés, David, Elías. Ningún otro Cristo, ningún nuevo Mesías verdadero, volverá a manifestarse partiendo de este desierto de Judá. Lo anticipará a sus discípulos el propio Jesús: Aunque os digan: He aquí que el Cristo está en el desierto, no vayáis allá" (Mt 24,26).

Jesús pasó y repasó por el desierto de Judá

Sitúa S. Lucas (10,30-38) la parábola del Buen Samaritano inmediatamente antes de que Jesús penetrara en la aldea y en la morada de las hermanas Marta y María. El camino ascendente hacia Jerusalén impulsó al doctor de la Ley que, con la inquisición sobre la identidad de su prójimo, motivó la parábola y aplicación.

A la principal declaración mesiánica de Jesús se debe el texto más explícito sobre el paso y repaso de este desierto de Judá por Jesús: "Y se marchó de nuevo al otro lado del Jordán, al lugar donde Juan había comenzado a bautizar" (Jn 10,40). De nuevo remontará ese desierto con ocasión de la muerte y resurrección de Lázaro, el hermano de Marta y María (in 11,6-7). La postrera y definitiva subida a Jerusalén será registrada expresamente por los tres sinópticos, limitándose Juan a darla por efectiva al reanudar su relato a partir de la llegada a Betania (Jn 12,1).

Que la marcha siguió el camino usual entonces entre Jericó y Betania resalta en Lucas particularmente. "Caminaba (Jesús) el primero subiendo hacia Jerusalén "(Lc 19,28). Como el camino más corto es el que, después de atravesar el wadi Kelt costea en un principio la margen derecha del mismo, ese camino se tiene por cierto que seguiría. El peregrino cristiano no olvida esta última peregrinación por el desierto de Judá del Isaac efectivo. Si el Bautista bajó al Jordán para anunciar el Reino de los Cielos, el Cordero de Dios subió a Jerusalén para confirmarlo e instaurarlo. La Víctima Expiatoria de la Nueva Alianza ascendía voluntariamente, a diferencia de las del Antiguo, forzadas y renuentes. Las direcciones eran contrarias y diversos los valores. Las víctimas del Testamento Viejo desaparecían en el desierto; la del Nuevo, alzada sobre una piedra desechada por los canteros jerosolimitanos, atraerá hacia sí cuanto ha sido creado y perdurará hasta hoy: Stat crux dum volvitur orbis, reza el lema cartujano.

Mirad, subimos a Jerusalén

Por S. Marcos consta la disposición psicológica de los discípulos en esta subida. Estaban como atónitos, sorprendidos, maravillados, porque "Jesús caminaba delante de ellos'; se les adelantaba. Ellos, en cambio, "le seguían con miedo" (Mc 10,32). Al ánimo y decisión de Él seguía el titubeo y temor de los discípulos, por más que el final cruento, inmediato, predicho por Tomás el Gemelo antes de iniciarse la subida anterior (Jn 11,16) habría de verificarse únicamente en el Hijo del hombre. Los tres sinópticos registran que entonces acaeció la tercera predicción expresa de la Pasión "a los Doce, tomándoles aparte". Esta confirmación en solitario debió dejarles más atónitos todavía. "No entendieron nada de esto; no entendieron lo que les había dicho", insiste Lucas sin osar interpretar la reacción interior de los Apóstoles (Lc 18,31-34). Lo que resulta comprensible: La gloria del Unigénito venía irradiando sobre ellos luego de tres años junto a Jesús y acababa de iluminarles en Jericó. Ninguna predicción adversa aminoraba en sus ánimos el resplandor de esa gloria - la del Padre, en la carta a los Hebreos durante la vida misma de Jesús y antes de su Pasión. De ahí que a continuación y en igual subida y camino, Mateo y Marcos, sin interrumpir las respectivas narraciones, presenten a la madre de los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, postrándose ante Jesús para pedirle "que estos dos hijos míos se sienten uno a tu derecha y el otro a tu izquierda en tu reino" (Mt 20,20-28). Puesto que los dos Boanerges consintieron en la actuación de su madre y corroboraron la petición con sus propias respuestas, sabedores como estaban de la reciente predicción de Jesús, alentaba en ellos la fe en el triunfo y glorificación del Maestro, tanto vivo como muerto, antes de la Pasión y después de ella. Juan corroboraría su sinceridad una semana después sobre el Gólgota. Santiago la probaría al beber, el primero de los Apóstoles, el cáliz del martirio, catorce años más tarde.

En el aire de estas soledades, en los silencios de estas colinas, prendidos han quedado el aliento de Jesús y el jadeo de sus Apóstoles.
 Braulio Manzano, Tierra Santa, Julio-Agosto (1992), 175-181